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Pilar Marcos

Opinión pública en tiempos de guerra

«En España volvemos a ser campeones de la inflación, una avería que habíamos superado gracias al euro. Y también del estancamiento»

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Opinión pública en tiempos de guerra

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Los medios lo intentaron hace diez días: se cumplían 100 desde el inicio de la invasión rusa de Ucrania el 24 de febrero. Lo intentarán de nuevo dentro de otros diez, cuando sumemos  cuatro meses de inmisericorde destrucción. Lamentablemente, en democracias con opinión pública hay un punto en el que empieza a declinar el interés por cualquier noticia, incluidas aquellas tan bárbaras como el aplastamiento a sangre y fuego de barrios y ciudades. En España, mantuvimos la atención por la desmembración de la antigua Yugoslavia durante una larga década porque no fue una guerra sino una concatenación de ellas, extendidas entre 1991 y 2001; porque implicaron militarmente a la OTAN que -entre diciembre de 1995 y octubre de 1999- tuvo a un español al frente, Javier Solana Madariaga, y porque allí subyacía ese virus nacionalista que tan bien conocemos.

La alternativa a ese declinante interés de la opinión pública es moralmente peor, mucho peor. Lo disfrutan autócratas y dictadores como Vladimir Putin, contra sus pueblos. Allí no hay opinión pública. No es posible contar la invasión, de la que solo -y muy malamente- acabarán teniendo conocimiento cabal las madres de esos muchachos rusos enviados a una «operación especial», o simplemente de maniobras a un terreno ignoto, y que no están volviendo ni en aquellos ataúdes de zinc con los que Svetlana Aleksievich narró al mundo el desastre soviético en Afganistán, también tras una década de conflicto (1979-1989).

Con y sin opinión pública, con y sin información puntual sobre la criminal invasión de Rusia contra Ucrania, lo que sí hemos empezado a compartir unos y otros es el empobrecimiento general que está causando esta guerra. 

Primero, debido a las más que justificadas represalias económicas de Occidente frente al agresor ruso. La muy medida respuesta económica contra el régimen de Putin ha disparado el precio del gas y del petróleo (al recortar la compra de crudo ruso). Eso frena el crecimiento económico y lo encarece todo. La inflación ha vuelto con fuerza a nuestras vidas y el miedo a cortes de gas el próximo invierno está carcomiendo la determinación de una inamovible respuesta europea a la agresión rusa. En España volvemos a ser campeones de la inflación, una avería que habíamos superado gracias al euro. Y también del estancamiento.

El segundo impacto es la hambruna. Sobre ella alertan, con toda su capacidad de exposición y convicción, las previsiones de todos los institutos económicos internacionales. Y marcará -junto con la escasez y carestía del crudo- el próximo invierno. Ucrania era, con Rusia, un proveedor imprescindible de cereales (para consumo humano y engorde del ganado) y de fertilizantes (para el cultivo). Rusia se está esmerando en el bombardeo de los silos y el minado de los campos ucranios: ni grano almacenado ni cosecha… del año ni de los próximos años. Y sin buques graneleros que lleven el cereal desde el Mar de Azov y el Mar Negro, atravesando el Bósforo, por el Mármara y el Egeo hasta el Mediterráneo, las hambrunas en el norte de África pueden desatar insoportables movimientos migratorios. Antes de la invasión, según el Banco Africano de Desarrollo, África importaba de Ucrania y de Rusia el 44% del cereal que consume. No acecha solo la carestía, sino la falta de alimentos básicos.

El tercer problema es el movimiento de población. La década de la sangría balcánica, a finales del siglo XX, tiene acreditados cuatro millones de desplazados. Según el recuento que -para los primeros 100 días de la actual guerra- hizo Associated Press, 6,8 millones de personas se vieron obligadas a abandonar Ucrania en algún momento desde el 24 de febrero (aunque algunas han querido regresar), y otros 7,1 millones son desplazados dentro de Ucrania, desde las zonas de combate hacia el oeste. A ese ingente movimiento humano -que está siendo acogido, asumido y gestionado fundamentalmente por los países limítrofes- se puede sumar, este invierno, otro que cruce el Mediterráneo desde el sur, empujado por el hambre africana. 

Los tres impactos, agravados considerablemente para España por la inexplicada crisis con Argelia y -antes- con Marruecos, nos afectan más que a otros países europeos y volverán a poner en la primera plana de nuestra actualidad la invasión rusa de Ucrania y, sobre todo, sus consecuencias más perentorias. 

Tener o no tener opinión pública en tiempos de guerra tendrá este invierno una segunda derivada. La primera, con la invasión, desató un casi unánime sentimiento europeo de solidaridad y apoyo hacia Ucrania, junto a una censura sin (casi) fisuras contra Rusia: había que apoyar a la víctima frente al agresor. La segunda ya ha empezado a verse. Se resume en un ‘que acabe esto pronto, aunque haya que ceder un poco’. A quien se invita a ceder es a Ucrania -la víctima- frente al agresor, Rusia. Será la opinión pública europea la que empiece a demandar esa indigna cesión para frenar el grave deterioro en el nivel de vida, seguridad y oportunidades de futuro que causa -y va a causar- la destrucción rusa de Ucrania. 

Quienes no tienen ese problema de opinión pública son los Vladimir Putin de la vida. Ser un autócrata tiene esas indignas ventajas. El régimen ruso perdió todo lo que podía perder al inicio de la invasión: en términos de prestigio y fiabilidad internacional, y también en expectativas de comprensión externa. Pero si su proyecto de destrucción era global y de largo alcance, su derrota se verá seguida por la nuestra. Una primera derrota, pequeña, al autócrata, encadenada a otra, enorme y posterior, para las democracias occidentales. Ojalá no, pero no es impensable que hayamos iniciado ya ese camino de letal apaciguamiento debido al cansancio de nuestras opiniones públicas. 

Sin el altavoz de las primeras semanas, a lo lejos se escucha la voz quejumbrosa del presidente Zelensky. Protesta porque se ha quedado sin munición. Y sin armas nadie puede responder a ninguna guerra. Subyace el dilema entre tener o no tener opinión pública en tiempos de guerra.

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