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Pablo de Lora

1-O: tomarse Cataluña en serio

«Cinco años después la política catalana sigue siendo una farsa; no para alimentar el anhelo de la independencia sino el fabuloso aparato clientelar nacionalista»

Opinión
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1-O: tomarse Cataluña en serio

El presidente catalán, Pere Aragonés, junto al hasta ahora vicepresidente, Jordi Puigneró | Europa Press

A base de no tomárnoslo en serio, de confiar, mejor dicho, en quienes con la «buena perspectiva», «desde allí», estando presumiblemente en nuestra misma página constitucional, nos instaban a tomar aquellas bravuconadas –pongamos, entre otras muchas, la creación de una Agencia Tributaria de Cataluña– como excesos sin recorrido; a no caer en la lógica facha que daba gasolina al independentismo, llegó el lodazal del 1-0. Hace un lustro. Quién lo diría. Parafraseando el feliz título de Rafael Latorre, seguimos teniendo que jurar que todo aquello ocurrió.

Y el caso es que el expediente de que había que tomárselo medio a broma tuvo su recorrido ante y después del día fatídico. Previamente, al filo del precipicio en la suerte de juego de gallina que mantuvieron la Generalidad y el Gobierno de Rajoy quizá porque se pensó que una forma de dar posibilidad jurídica a lo que jurídicamente resultaba imposible era precisamente tomarse el referéndum en serio. Pero incluso sentados ya los golpistas y visto el juicio para sentencia la insurrección no debía ser tomada como tal. Recuerden el párrafo de la STS 459/2019: «Ciertamente el de rebelión no constituye un delito que exija la lesión del bien jurídico que el tipo busca proteger, a saber, la Constitución española como garantía de valores y principios democráticos, o la integridad territorial del Estado español. La tipicidad surge desde la puesta en peligro de tales bienes jurídicos. Pero ese riesgo -insistimos- ha de ser real y no una mera ensoñación del autor o un artificio engañoso creado para movilizar a unos ciudadanos que creyeron estar asistiendo al acto histórico de fundación de la república catalana y, en realidad, habían sido llamados como parte tácticamente esencial de la verdadera finalidad de los autores”.

«Cinco años después sabemos que la independencia iba en serio, muy en serio»

Cinco años después sabemos que la independencia iba en serio, muy en serio, y que lo que el Tribunal Supremo denominó «mero voluntarismo del autor», el conjunto de acciones ciertas y con indudable repercusión institucional de los «proto-rebeldes», se combinaba hábilmente con una estrategia de «internacionalización» del «conflicto», de «europeización» cuando menos, una manera en suma de doblegar a un Estado europeo, constitucionalmente democrático, para sentarse a una «mesa de mediación» a cuya convocatoria se instó a sumarse al sursum corda de la esfera internacional (Obama incluido). Incluso entre quienes se animaban a la «salida internacional» sin afán secesionista, tuvo que haber «dolo eventual», como dicen los penalistas, el cálculo de que una consecuencia esperable era precisamente el resultado anhelado por los que sí se rebelaban de frente. Máxime si hubiera habido víctimas mortales en aquella jornada de recuerdo odioso. Hoy cinco años después puedo recordar cómo yo mismo, en mi mindundi condición, fui requerido a que hiciera llegar a algún amigo con oficio «en Moncloa» (cuando no era set de grabación) el deseo de «volver a sentarse, hablar…» cuando, ya a poco más de 24 horas de «abrirse los colegios», solo correspondía que se cumpliera lo que los jueces y tribunales habían ordenado.

Cinco años después la política catalana sigue siendo una performance, una farsa o mascarada. Lo hemos vivido esta misma semana con ese «a que te pego leche» de Junts y el recíproco «en tu calle o en la mía» de ERC, con un resultado final del tipo «espera que le pregunto a mis padres». Nadie con mejor gracejo y tino que el diputado Alejandro Fernández para calibrarlo en sus justos términos: de lo que se trata es de que el hámster de la ensoñación siga rodando en la rueda; y no para alimentar el anhelo nacionalista de la independencia, sino las nóminas de los políticos de ambos grupos y el fabuloso aparato clientelar nacionalista al servicio de una parte de la ciudadanía.

Conviene, eso sí, no ensoñarse ni señorearse con el esperpento: la hegemonía institucional y social del independentismo en sus versiones más o menos core sigue ahogando a miles de conciudadanos a quienes ni la ley ni sus autoridades en la Plaza de Sant Jaume o en la Moncloa de las cuatro estaciones amparan.

Urge frenar la rueda y que el hámster salga definitivamente de la jaula.

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