Democracia Frankenstein
«Tras la sucesión de concesiones y apaños con lo más disparatado de nuestro sistema político, nos ha quedado una democracia irreconocible»
Como era de temer, un Gobierno Frankenstein ha acabado dando lugar a una democracia Frankenstein. Juntar piezas discordantes y defectuosas con una ambición furiosa por conquistar el poder a toda costa, termina engendrando un monstruo que algún día devorará a sus creadores y, en el camino, dejará un rastro de destrucción del que no será fácil recuperarse.
A lo largo de la última semana hemos presenciado -como en tantas otras estos años- signos evidentes del daño que esa fórmula de Gobierno de la que nos alertó en su gestación alguna de las cabezas más sensatas del país puede causarle a España y al más singular y culpable de sus promotores, el PSOE.
Respecto a los socialistas, el protagonismo ganado por García Page -convertido en un Gary Cooper manchego enfrentando en solitario a un grupo de matones que atacan en manada a las órdenes y al amparo del patrón-, deja en evidencia el estado actual del partido que iluminó la transformación de nuestro país. Se ha dicho ya casi todo sobre el dominio caudillista que hoy soporta el PSOE y el sometimiento de sus cuadros directivos y su militancia. Pero este último episodio que implica al insigne toledano ha servido para recordar que se puede estar absolutamente solo y aún así obtener el triunfo de la razón, mientras que se puede disponer de un enorme y disciplinado ejército a tu servicio y, pese a eso, ganar únicamente la ignominia. A pesar de las apariencias, nunca había visto más acompañado a García Page ni más solo a Sánchez. El futuro de un partido en ese estado es incierto, difícilmente será prometedor, pero quién sabe si lo ocurrido esta semana no acaba teniendo consecuencias imprevistas.
Es más grave, no obstante, el perjuicio que la mayoría Frankenstein le está causando a España. Esta semana asistimos al disparate más inconcebible que habíamos presenciado hasta ahora: el intento de distinguir entre terrorismo malo y terrorismo tolerable, con el fin de que, bajo ningún concepto, ni Puigdemont ni ninguno de los que él diga queden desamparados por la ley de amnistía. Siempre creemos que hemos alcanzado el nivel máximo de claudicación por parte del Gobierno de la nación ante el partido del prófugo, y siempre la realidad nos sorprende con una nueva humillación. En la medida en que un juez tenaz parece empeñado en recurrir a todos los instrumentos de la ley para defender el Estado de derecho, no serían de extrañar nuevos quiebros al ordenamiento jurídico.
«La conversión de nuestra democracia en una democracia Frankenstein es consecuencia de la voluntad del actual Partido Socialista de anular a la oposición, de evitar una alternancia en el Gobierno»
Pero nada de esto es nuevo ni debería de asombrarnos. El estropicio de la mayoría Frankenstein se pudo vislumbrar desde el primer día, cuando el presidente inauguró su larguísima lista de «rectificaciones» al aceptar las primeras exigencias de la agenda nacionalista de ERC -indultos y negociación bilateral- y ser el primer socialista español en gobernar con comunistas, que resultaron no ser siquiera renovadores sino estalinistas del más viejo estilo. Muy revelador sobre el rumbo que tomarían los acontecimientos fue en su momento la entrega a los independentistas de la cabeza de la directora del CNI por el espionaje a los posibles organizadores de la violencia en Cataluña, algo que el propio Sánchez había aprobado y, tal vez, utilizado en su beneficio.
Esa legislatura acabó por incorporar plenamente a los herederos de ETA al frente gubernamental –Bildu tiene más sentido de Estado que el PP, llegaron a decir algunos ministros- y dio lugar a una sucesión de despropósitos que definieron el carácter avasallador e irresponsable de la coalición en el poder. Basta citar como ejemplos la ley del Sí es Sí y el nombramiento de la ministra de Justicia como fiscal general.
Un líder con un poco más de escrúpulos hubiera puesto final al chantaje cuando le exigieron reformar el Código Penal para eliminar el delito de sedición y rebajar el de malversación justo hasta el punto en que los promotores del referéndum ilegal del 1 de octubre pudieran quedar impunes. Adaptar partes fundamentales de la legislación de un país a las necesidades coyunturales de sus gobernantes es una clara violación de los principios democráticos y hubiera sido razonable que un político con cierto sentido de Estado lo hubiera impedido.
En definitiva, esta es la democracia que nos ha quedado, esta democracia Frankenstein, fundamentada en partidos que no creen en nuestro orden constitucional y encabezada por un político que, desde el primer día, dio muestras de poner siempre sus propios intereses por encima de los de la nación. Esta democracia Frankenstein, consumada por la Ley de Amnistía y nuevos y más profundos pactos con los independentistas -tanto de izquierdas, como de derechas, como de extrema derecha, como viejos aliados del terrorismo- que tratan de abrir un proceso constitucional en España por encima de la ley.
Se nos dice que todo lo que ocurre viene obligado por la composición del Parlamento y la necesidad imperativa de alcanzar acuerdos. Pero no es cierto. Con esta misma distribución de escaños existen otras opciones de gobierno para conservar e incluso revitalizar nuestro sistema político, la mejor de las cuales, pero no la única, es una gran coalición entre PSOE y PP.
La conversión de nuestra democracia en una democracia Frankenstein es consecuencia de la voluntad del actual Partido Socialista de anular a la oposición, de evitar hasta donde sea posible una alternancia en el Gobierno, de retorcer hasta donde sea necesario la estructura política y legal del país para conservar el poder. El mismo propósito y la misma ambición desorbitada que en su día permitió la mayoría Frankenstein.