«Resignificar» el Museo de América
«La aventura española en América es la experiencia histórica más singular de la humanidad»
Imaginemos un hipotético Museo de España en la Ciudad de México. La bienvenida la dan unas enormes vitrinas con restos del paleolítico. Puntas de flecha, hachas de pedernal. Luego, una enorme reproducción verista simula la caza de un mamut. Al lado, un minúsculo letrero informa de que el bisonte de Altamira que ves es un facsímil, ya que las condiciones de mantenimiento no permiten exhibir el original, una de las joyas del museo. Enfrente, una vitrina con la colección de monedas hispanorromanas que donó un rico empresario libanés. En la siguiente sala, una «casa celtíbera» de mampostería convive con una excepcional Virgen de Murillo y dos piezas menores atribuidas a Goya. En la parte etnográfica, que forma parte del mismo recorrido, un traje de flamenco y unas espardenyes catalanas conviven con una cesta de jai alai y una primitiva raqueta de madera. Una pertinente nota aclara que el origen de esta última es británico, pero que fue recogida en la misma expedición en busca de tesoros deportivos europeos.
Algo parecido es visitar el Museo de América en Madrid.
Así pues, coincido, sin que sirva de precedente, con el ministro de Cultura de España, Ernest Urtasun, en que es un museo que requiere «una revisión». Pero no para «superar un marco colonial», que no tiene, sino para organizar su valioso acervo con un mínimo rigor científico e histórico.
Es importante saber que las piezas americanas que sorprendieron a Europa por su perturbadora belleza, y que moldearon su sensibilidad e imaginación, incluidos los tesoros de Carlos V y Felipe II, se perdieron de manera fatal en el incendio del Alcázar de Madrid en 1734. Y que lo expuesto es producto de las expediciones científicas españolas (marcadamente la famosa de Malaspina, en las postrimerías del periodo virreinal) y del intercambio diplomático. No hay expolio, hay indolencia.
Las carencias discursivas son tan pasmosas que cuesta creer que la disposición del museo sea producto de la remodelación hecha para inaugurarse con los festejos del Quinto Centenario (el caos y sobreprecio de las obras hicieron que se abriera al público dos años después). No estamos, pues, ante el museo imperial del franquismo, sino ante su edulcorada versión socialista.
La aventura española en América es la experiencia histórica más singular de la humanidad. Nunca antes, ni después, dos culturas que ignoraban mutuamente su existencia se habían enfrentado para acabar amalgamándose en una civilización que incluye hoy a más de veinte países independientes y cuyos logros artísticos y humanos deberían ser patrimonio material y simbólico común. Nada de eso se refleja en el Museo de América.
La arqueología y la antropología americanas tienen un defecto enorme: parten de una visión nacionalista y suelen menospreciar una visión de conjunto; este museo podría aportar la evidente conexión entre todas las culturas precolombinas y que habría que rastrear hasta Siberia y China —la serpiente emplumada de Mesoamérica no es otra cosa que un dragón chino.
Anoto algunas carencias clamorosas. No existen Leyes de Indias, ni Francisco de Vitoria, ni Escuela de Salamanca, que en conjunto significaron salvar del exterminio o la esclavitud a los indígenas de la América continental (a diferencia de los indígenas del Caribe) y que son el antecedente más directo de los derechos humanos universales. Tampoco existe la «conquista espiritual», labor que significó conocer las lenguas precolombinas, registrar con caracteres latinos sus primeros diccionarios y gramáticas, fuente básica para conocer sus mitos y creencias, pese a tener entre su acervo el Códice Tudela. Tampoco se explica el sincretismo artístico que hibridó las técnicas indígenas con la religión europea, pese a tener algunas muestras notables, como los cuadros con pasajes de la vida de Cristo en concha nácar.
No se pueden exhibir los extraordinarios biombos novohispanos, de clara factura japonesa (esas nubecillas como sellos blancos), sin hablar de la Nao de China y la descomunal importancia de esa ruta, que significó la primera globalización: de Manila a Acapulco en la flota virreinal, luego a golpe de mula hasta Veracruz y de ahí de nuevo en barco a La Habana y, finalmente, Sevilla.
«Un museo sobre América que no intuye en el culto a la Virgen de Guadalupe la independencia ni en la expulsión de los jesuitas su secreto motor político»
No se puede intercalar la colección, única en su tipo, de «pinturas de castas» a lo largo de diversas salas (algunas de Miguel Cabrera, de factura digna del Prado), sin explicar la dignidad e igualdad que le otorga a cada una; y sin aclarar que esta clasificación no tenía un correlato ni legal ni político (no son las castas de la India ni el apartheid de Sudáfrica) sino, por el contrario, son un canto intuitivo del mestizaje que iba acabar determinando a las sociedades hispanoamericanas. La lectura contemporánea del museo denuncia un sistema racial inexistente mientras ignora la verdadera ignominia del tráfico de esclavos.
Un museo sobre América que no intuye en el culto a la Virgen de Guadalupe el fermento ideológico de la independencia ni en la expulsión de los jesuitas su secreto motor político. Un museo que no explica la cédula real que permitía los cuadros religiosos desde las capitales de Lima y Ciudad de México y que enseña por sí misma la diferencia entre colonia y virreinato.
Estamos hablando de un museo que intercala arte polinesio y africano con el Códice Maya que, junto al de Dresde y Vaticano, son los únicos sobrevivientes del auto de fe de Diego de Landa y cuyo valor es astronómico. Un museo que ignora al barón de Humboldt y que incluye etnografía de mercadillo con estelas de Palenque y el tesoro de los quimbayas (orfebrería funeraria de oro de una calidad y belleza hipnótica) con zapatillas de cuero de los gauchos y tucanes disecados del Amazonas. Para qué seguir. Al idiota victimismo latinoamericano, que desprecia como un paréntesis tres siglos de su propia historia, se le une la fatal indolencia española, cuyo Museo de América resulta su mejor ejemplo.