El fin de la democracia mexicana
«A López Obrador habrá que recordarle la maldición que enfrenta su modelo Fidel Castro: la historia no lo absolvió»
El presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, es un líder populista de libro. Apela a una comunidad ideal, orgánica e íntegra, el «pueblo bueno», pervertida por los malos mexicanos en alianza con extranjeros abusivos. En su visión del mundo, no hay espacio para la pluralidad y el disenso. Todos los que limitan su poder o lo critican son enemigos del pueblo de México y lo hacen por «intereses espurios». Nadie tiene legitimidad si no lo siguen al pie de la letra. Como todo populismo, esconde una raíz totalitaria. Su llegada a la presidencia es la típica de los populistas de nueva ola, tanto de izquierda como de derecha: usan los mecanismos y garantías de la democracia liberal para alcanzar el poder y, una vez en la silla presidencial, hacen imposible la alternancia, con una sistemática ruptura de las reglas establecidas. Una dinámica en la que acaba inevitablemente participando toda la sociedad, ya que la única manera de derrotarlo es a través del frentismo y la imitación del discurso amigo/enemigo. Un hoyo negro que atrapa toda la energía social. Con una paradoja: México está integrado al tratado de comercio más grande del mundo. Forma parte de la cadena de suministros de América del Norte, lo que, hasta ahora, le ha dado una fortaleza económica que no tiene el resto de los populismos latinoamericanos, que no sólo cancelan la vida democrática sino que detienen la economía. Esta prosperidad, no obstante, es más frágil de lo que parece.
«López Obrador es un pirómano, y merece ser rebautizado con toda justicia como el Nerón de Macuspana (su pueblo natal tabasqueño)»
La destrucción en México es inmensa. Todo aquello que funcionaba de manera autónoma al Ejecutivo está desmantelado. Órganos reguladores, fiscalizadores e indicadores. El Estado está desmantelado y el dinero público se usa en subsidios directos a la población, para comprar voluntades, y en obras faraónicas destinadas al fracaso antes de ser inauguradas y en salvar empresas públicas cuya solvencia afecta ya la valoración crediticia del país. El sistema de salud y de educación pública está desmantelado y capturado por la ideología más radical. El sistema cultural, joya de la corona del Estado mexicano democrático, está entregado a la mayor demagogia: todo aquello que antes era meritocrático es ahora pago por lealtad. El resto está en manos de los militares. Puertos, aeropuertos, aduanas, seguridad. La violencia ha rebasado las altísimas cuotas históricas del país. Con un elemento perturbador: al crimen organizado, responsable de la violencia sistémica, no se le está combatiendo; se está negociando con él. Sus tentáculos afectan ya al comercio privado, a la producción agraria, al reparto de combustible, la mayoría de las veces a través de la extorsión que en México llaman «cobro de piso». En solo seis años, la economía de México pasó de tener superávit a rozar el 7% de déficit anual sobre el producto interno bruto. El crecimiento de la economía ha sido el más bajo en cinco sexenios. El acoso y derribo de los medios y las voces independientes ha sido permanente. En los medios públicos no se permite la más mínima crítica al Gobierno, al contrario de lo que pasaba en la era democrática del país, entre 1997 y 2018, cuando incluso se alentaban para ganar legitimidad. La presión a las televisiones y las cadenas de radio privadas es diaria y, puesto que necesitan el permiso oficial para transmitir y el dinero público, vía publicidad, para subsistir, resulta que el «pueblo bueno» no recibe una visión distinta a la oficial. La normalización que, por eso mismo, hacen estos medios privados del populismo es gravísima. Lo mismo pasa los grandes empresarios, que se han visto forzados a aplaudir al Ejecutivo a cambio de obra pública. Ya lo dijo Lenin: están vendido la soga con la que serán ahorcados. La crítica se reduce a algunos diarios de la capital y ciertos sectores intelectuales liberales, forzosamente minoritarios, que resisten heroicamente el embate del Gobierno.
Un Gobierno que vive del comercio con Estados Unidos, del turismo de los estadounidenses y de las remesas de los mexicanos en Norteamérica, mientras impone una parodia de Gobierno socialista y se alía con lo peor del mundo: con Putin en la guerra de Ucrania, con Hamás en su lucha de exterminio contra Israel, con Maduro en su fraude descomunal y con los presidentes del Grupo Puebla. Además, subsidia con petróleo a Cuba, aún no se sabe si vendiéndolo de manera ilegal –esto lo prohíben las reglas del tratado de comercio con Canadá y Estados Unidos–, o a cambio de los médicos cubanos que recibe desde hace cuatro años, la nueva mano de obra esclava de la Isla. Un Gobierno que ha buscado pleitos diplomáticos absurdos con Perú, Ecuador, Argentina, España y, ahora, con la Embajada estadounidense. López Obrador es un pirómano, y merece ser rebautizado con toda justicia como el Nerón de Macuspana (su pueblo natal tabasqueño).
Todo esto es la parte buena de la historia. La mala empieza ahora, el primero de septiembre. Tras una elección de Estado, con un uso abusivo del dinero público, censura en los medios e intimidación de los votantes, el Gobierno no solo logró imponer a su candidata, Claudia Sheinbaum, una seguidora fanática del presidente, sino convertir una exigua victoria parlamentaria en una abultada mayoría absoluta. Recordemos que la elección presidencial y la legislativa son paralelas e independientes. Con un calendario diferente también. Este primero de septiembre tomó posesión el nuevo Congreso, pero la nueva presidenta no jurará su cargo hasta el próximo 1 de octubre. López Obrador tiene a su disposición un mes entero para aprobar cualquier reforma constitucional que se le ocurra, porque tiene los diputados suficientes para ello, algo que afortunadamente no había sucedido a lo largo de su mandato. Ni en las elecciones que lo llevaron al poder, en 2018, ni en las intermedias (el parlamento se renueva cada tres años) de 2021.
¿Cuál es su empeño, con el aplauso ciego de la presidenta electa? Primero, cancelar el sistema de transparencia, otra de las gemas de la era democrática mexicana, que obligaba al Gobierno a informar de cualquier gasto o contrato público mediante una simple petición de información. Segundo, lo más grave, la destrucción de la independencia judicial, el último poder autónomo del país, que había resistido dignamente las embestidas del presidente.
Maniatados los medios de comunicación masivos, controlado y adulterado el sistema electoral, comprados los grandes empresarios, sometida la población a una permanente campaña de desinformación y miedo, la captura del sistema judicial le pone el último clavo al ataúd de la democracia mexicana. Si, encima, el nuevo Gobierno de Estados Unidos que salga de las elecciones de noviembre cancela o renegocia el tratado de comercio y sella la frontera, como han prometido ambos candidatos, las perspectivas de México de cara al futuro son terriblemente adversas.
Aun así, hay que seguir en la lucha para recuperar la democracia e incluso «aprovechar» la devastación para construir desde los cimientos una casa mejor para todos. La tarea será una brega de generaciones. Mientras tanto, a López Obrador habrá que recordarle la maldición que enfrenta su modelo Fidel Castro: la historia no lo absolvió.