Si tuviéramos que elegir entre las conductas universales, en tiempo y en espacio, en época y en contexto, de los mandatarios con dotes y facilidades para el arte de lo excéntrico, una de ellas sería la del principio de exclusión. O de negación de lo propio y retrato malvado y conspirador de lo ajeno. Con tal de no irnos demasiado lejos en la historia, dejaremos algunos ejemplos recientes. Y es que Franco tuvo a sus masones como Chávez y Castro tuvieron al imperialismo yanqui, como el nacionalismo presume de un Estado en el que viven pero oprime. Trump, siguiendo esta actitud –acaso mejor hablar de conductas o gestos, de estrategias para colmar titulares, que de política-, la ha tomado con el periodismo y con Obama, a quienes acusa de enemigos del pueblo en el primer caso y de filtrar informaciones en el segundo.
Al inicio del nuevo año, en un evento de la Asamblea Nacional del Poder Popular de los comunistas cubanos, el delegado e Historiador de la Ciudad, Eusebio Leal Spengler, pronunció un discurso donde tocó un tema muy controvertido en la realidad cubana de hoy.
Ha muerto Fidel y hemos asistido al espectáculo trivial de unos medios de comunicación que han sido más generosos con él (que no hubiera autorizado su publicación en Cuba) que con Donald Trump, que ha tenido la desfachatez de ganar unas elecciones democráticas contra las preferencias de estos medios. Pero no voy a hablar de Fidel, sino de un oscuro episodio de la historia cubana que nunca interesó mucho a la prensa.
¿Quién dijo que la vida fuera justa? Esta pregunta retórica no sólo dibuja una triste realidad que casi siempre concluye toda discusión en el ámbito del cuñadismo de bar, sino que encierra una gran verdad que acecha a los seres humanos. Una verdad que nos persigue desde la más tierna infancia porque la podemos percibir desde que alumbramos consciencia de nuestras diferencias, aleatoriamente designadas por la naturaleza, por el destino, o quizá por la caprichosa indiferencia del más allá.
Con la muerte de Fidel Castro se han destapado ciertos debates en principio olvidados, o al menos superados en los primeros pasos del siglo XXI. De hecho, hay una generación, en la que me afirmo, nacida o educada en esos años, a la que la dictadura de Castro o el Tratado de Belavezha le suena más a Historia que a nostalgia. Pero si doctores tiene la Iglesia, no digamos la economía, ese dios material, de papel y hueso, absoluto. Estos últimos predicadores han ido por el mundo de sus ideas pontificando un argumento más antiguo que el hilo negro, aunque revestido, en su ideario, se entiende, de original novedad.
Como si fuera 1959. Así celebran los suyos la muerte de Fidel Castro. Y es algo sorprendente ver lo nostálgicos que se han puesto estos días los más de entre nuestros progresistas. Cuando yo pensaba que la gran ventaja de ser progresista consistía, precisamente, en no tener que asumir como propias las barbaridades del pasado. Y es algo curioso que el Fidel al que más se recuerda y reverencia sea precisamente el más remoto. De esa época son, por ejemplo, las fotos que más abundan en periódicos y redes sociales, que recuerdan al Fidel comandante o al Fidel revolucionario, al Fidel que vivió hace 50 años, y que pretenden hacer olvidar al más reciente y cercano, el Fidel que ha muerto, el viejo tirano vestido de chándal.
Durante un viaje a Cuba, Graham Greene le habló a Fidel Castro del día en que jugó a la ruleta rusa. Gabriel García Márquez fue testigo de aquella conversación y lo contó en un artículo publicado en El País en 1983. El escritor británico le dijo al dictador que había arriesgado los sesos jugando con una vieja pistola de su hermano. “En cuatro ocasiones diferentes”. Entre las dos primeras había pasado una semana y las dos últimas fueron sucesivas. Entre una y otra, Greene sólo había dejado pasar unos minutos.
No he estado en La Habana, pero sí en Salvador de Bahía. Me puedo imaginar La Habana. Y por las canciones y los libros (y las fotos, las películas y los documentales). Sobre todo por los libros: los de Guillermo Cabrera Infante, concretamente. La Habana parada en su memoria: andante. La Habana muerta viviendo en su cabeza exiliada en Londres.
“La mente consciente -el ser o el alma- es un spin doctor, no un comandante en jefe”, escribió Steven Pinker en La tabla rasa. En The Righteous Mind, Jonathan Haidt mostraba que muchos de nuestros juicios y opiniones eran instintivos, y que solo después buscábamos argumentos que justificaran nuestra posición.