THE OBJECTIVE
Gregorio Luri

Teoría (apresurada) del centro

«Recuerden que Adolfo Suárez logró ser el referente que aglutinaba un conglomerado de egos levantiscos gracias a su carisma. Era más ágil tratando con personas que con ideas y, haciendo de la necesidad virtud, fue capaz de convertir en atractiva la imprecisión de UCD»

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Teoría (apresurada) del centro

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Voy a hablar del centro, o del reformismo, conceptos que aquí me voy a permitir utilizar como sinónimos. Lo haré pensando más en nuestra historia que en nuestro pasado reciente, aunque este artículo esté escrito a rebufo de la actualidad.

Lo primero que los fundadores de un partido centrista debieran tener en cuenta es que sus cuadros no suelen ser expertos en carreras de fondo. Recuerden la puya que Leopoldo Calvo Sotelo le lanzó a Miguel Herrero (cuyas Ideas para moderados estoy leyendo con el mayor interés): «se aburre cuando permanece mucho tiempo en las filas de la lealtad».

A los intelectuales centristas les gusta verse a sí mismos como bisagras que mantienen la sujeción de las puertas a los quicios, pero suelen producir poca teoría de la bisagra. Piénsese en el reformismo de Gumersindo de Azcárate y Melquíades Álvarez. En sus filas encontraron cobijo Adolfo Posada, Giner de los Ríos, José Manuel Pedregal, Ortega y Gasset, Pérez Galdós, Manuel Morente, Manuel Azaña, Luis de Zulueta, Juan Uña… Eran capaces de escribir sobre todo… excepto sobre el reformismo.

Para ser cabalmente una bisagra hay que estar predispuesto a la transacción política y, por eso mismo, aceptar la inevitable acusación de pasteleo que le lloverán desde puertas y quicios. Recuerden el sambenito que un periodista de El Zurriago le colgó a Martínez de la Rosa: «Rosita la Pastelera». Éste se defendía alegando que lo llamaban así «porque no tengo turrón para todos». Posiblemente era cierto, pero no puedes ser moderado si no estás dispuesto a cargar con este sambenito. ¡Cuántas desgracias nos habríamos evitado si hubiésemos tenido más políticos centristas dispuestos a no compensar su moderación con esporádicos gestos de intransigencia! No le faltaba razón a Fraga cuando exclamó aquello de «¡Qué difícil es reformar en un país tan dogmático e intransigente!».

Todo partido centrista lo tendrá cuesta arriba en España si no consigue previamente desdogmatizar la vida política (sí, tan largo os lo fío). Con esta venerable intención Alcalá Zamora quiso organizar la «mesocracia». Estaba convencido que el problema de la República española era la falta de moderación y para eso se hizo -como Antonio Maura- revolucionario gubernamental. Ambos eran revolucionarios porque querían cambiar el país de arriba abajo… con métodos moderados. Se veían como revolucionarios porque se sentían conservadores. Podríamos añadir el caso de Melquíades Álvarez. Ninguno de los tres tuvo éxito. Maura sufrió dos atentados, Alcalá Zamora acabó en el exilio y Melquíades Álvarez fue fusilado en la Cárcel Modelo en agosto del 36.

Nuestros reformistas se han propuesto tareas hercúleas sin tener bien articulados los partidos que les podrían permitir llevarlas a cabo. Incluso a veces han creído conveniente no disponer de una posición ideológica unívoca, tal como lo reconoció Joaquín Garrigues Walker hablando de UCD, un partido con una alarmante falta de enraizamiento social, aunque bien es cierto que los partidos centristas suelen alardear más de cuadros que de masas.

La falta de claridad ideológica puede suplirse temporalmente con un liderazgo carismático, pero el carisma es refractario a la racionalización. Recuerden que Adolfo Suárez logró ser el referente que aglutinaba un conglomerado de egos levantiscos gracias a su carisma. Era más ágil tratando con personas que con ideas y, haciendo de la necesidad virtud, fue capaz de convertir en atractiva la imprecisión de UCD. Alguno de sus colaboradores lo ha descrito como un descreído pragmático sin ideología definida. Él prefería calificarse de «vendedor de ilusiones». Durante un tiempo logró ser aquello que Cánovas decía de Sagasta, un «zurcidor de voluntades» y pudo permitirse el lujo de vivir ideológicamente al día… hasta que al salir de una reunión de la UCD en 1980 se preguntó, perplejo: «¿Por qué no nos querremos más?”».

A UCD le fue relativamente fácil presentarse como centro porque ante el dilema «reforma o ruptura» optó por una hegeliana «reforma hasta la ruptura». Pero una vez culminado su propósito se encontró con un líder carismático y sin proyecto y el intento de reformular el proyecto acabó con el líder carismático.
Guste o no, el único teórico de fuste del centrismo que hemos tenido ha sido Fraga, que fue también el primero en hablar del centro político hacia 1969. En marzo de 1972 dio una conferencia en Barcelona titulada Teoría del centro. «Mis derechos de autor están claros», proclamó. Creía que el centro no es un espacio político concreto, sino «una orientación a la moderación de los extremos». Fracasó porque se interpuso en su camino el carisma de Suárez, al que despreciaba por su endeblez teórica.

Para dotarse de robustez teórica el centro suele apropiarse de la etiqueta del liberalismo. Es lo que intentaron, entre otros, Garrigues, Fontán o Roca. Ahí quedan, como testimonio algunos artículos de Antonio Fontán: Justificación del centro (ABC, 26-4-1977), El color del centro (ABC, 12-5-1977) o El centro es una afirmación (ABC, 12-5-1977).

El PP siempre ha querido ocupar el espacio del centro. En su XVI Congreso, Rajoy proclamó: «Somos un partido de centro. ¿Y esto qué quiere decir? Quiere decir que nosotros no arrastramos doctrinas ni orejeras. Que no tenemos ideas preconcebidas sobre las cosas […]. El centrismo no es una ideología; no es una doctrina política. El centrismo es una voluntad. La voluntad de evitar cualquier exageración. La voluntad de sacar el mejor partido de las cosas sin prejuicios doctrinarios». Pero estas vaguedades sólo pueden sustentarse en un liderazgo carismático.

Haga lo que hagan los centristas, serán siempre vistos por la izquierda como una derecha que no se atreve a decir su nombre. Para “desenmascararla” no dudará en recurrir a un arma políticamente demoledora: la ridiculización. Añadamos a «Rosita la Pastelera» el «Maura, no», los apelativos de «Don Alfonso en rústica» o «el Botas» dedicados a Alcalá Zamora, el «¡HEIL FRAGA!» que apareció en una portada de la revista Por Favor… y, por supuesto, no olvidemos la facundia corrosiva de Alfonso Guerra, para quien Aznar era «José María el Tempranillo» y un «híbrido entre Onésimo Redondo y Escrivá de Balaguer»; Jorge Vestringe una «liendre con gafas», Loyola de Palacio una «monja alférez», Soledad Becerril «Carlos II vestido de Mariquita Pérez», Calvo Sotelo un «marmolillo de calle peatonal», etc. «¡Alfonso, dales caña», le gritaban sus seguidores en los mítines. Y él se avenía fácilmente a ofrecer chistes en vez de argumentos. ¿Hace falta añadir cuanto se ha dicho de Albert Rivera?

A veces es tentador sospechar que algunos buscan el centro esperando hallar en él un espacio libre de polémicas, pero el empeño de una política sin pasión religiosa suele acabar abocando a una política pasional en el mismo momento en que los centristas descubren que no depende de ellos la conducta de los extremos. Es decir, que no depende de ellos la creación de sus propias condiciones de posibilidad.

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