El drama de una víctima sin protección:«Vivo oculta a mil kilómetros de mi agresor»
El hombre que intentó matar a Rosa salió de la cárcel hace dos meses. El Estado no le proporciona ninguna protección y ha decidido marcharse para estar a salvo
La historia de terror en la que vive Rosa comenzó a escribirse hace más de 14 años. Entonces ella tenía 46 y Pablo, su agresor, 19. Para esta aragonesa él siempre había sido una especie de sobrino. Primo pequeño de su mejor amiga, lo había visto prácticamente nacer. Compartían comidas los domingos, cumpleaños con la familia… Ella era una más, una tía postiza. Pero todo cambió cuando comenzó a recibir llamadas anónimas de un supuesto desconocido en 2009. Era él. «Me decía cosas obscenas, sexuales, me preguntaba qué llevaba puesto… Yo nunca entraba al trapo, siempre colgaba», relata esta víctima en una entrevista con THE OBJECTIVE.
Esos capítulos de acoso continuados vía telefónica acabaron en un intento de asesinato. O más bien, en un asesinato. Porque Pablo hizo todo lo posible porque Rosa muriese «de la forma más terrible» la noche del 13 de marzo de 2010, según reza la sentencia en la que la Audiencia Provincial de Zaragoza le condenó a 15 años de prisión por un delito de asesinato en grado de tentativa acabada. La estranguló, le pisó el cuello repetidamente, le hizo cortes por todo el cuerpo con un hacha y la tiró por las escaleras, mientras le gritaba: «Si no eres mía, no serás de nadie». Se habría desangrado de no ser por el auxilio de su vecina, enfermera de profesión, que le taponó las heridas en un acto heroico.
Desde ese día, Pablo ingresó en prisión, tras ser detenido por la Guardia Civil en su domicilio, mientras dormía con toda la ropa ensangrentada. Rosa estuvo cinco días en la UCI y cuando salió del hospital tuvo que volver a aprender a andar, operarse de la mandíbula y lidiar con la artrosis que le provocaron los golpes en diversas partes del cuerpo. La lista de secuelas psicológicas que sufre también es extensa. Padece síndrome de estrés postraumático, un temor constante que le impide tener una vida normal, y por el que no ha podido volver a trabajar, según acreditan los informes psiquiátricos a los que ha tenido acceso este periódico.
Sin protección
Ahora, la vida de esta zaragozana ha dado un giro aún más radical. Tras cumplir tres cuartas partes de la condena, el Juzgado de Vigilancia Penitenciaria progresó al tercer grado hace dos meses a Pablo. Vive en un centro de inserción del que puede salir durante el día, cerca del barrio de Rosa. Ella, claro está, ya no vive allí. «Nadie sabe donde estoy, ni siquiera mi familia, y por el momento quiero que sea así. Estoy a 1.000 kilómetros de mi casa. Yo no sé si quiere volver a matarme. Lo peor es el miedo, el miedo constante», cuenta, entre lagrimas, esta víctima.
La única barrera que tiene frente a él es la orden de alejamiento de 20 años que dictó el tribunal zaragozano en 2011 contra el condenado. Que la Policía lo detenga si se acerca a una casa en la que la víctima no reside por el miedo que padece. «Eso sirve de poco. Lo que yo necesito es saber si está cerca, algún dispositivo que me diga si está a la vuelta de la esquina. Él estará muy cambiado porque tenía 19 años, pero yo sigo exactamente igual, puede reconocerme», señala. Hace unas semanas solicitó entrar a VioGén, el sistema del Ministerio del Interior que monitoriza y presta ayuda a mujeres víctimas de violencia de género, pero se lo denegaron. Ella no es víctima de violencia de género porque su agresor no era su pareja o expareja. Es la gran traba contra la que esta zaragozana trata de luchar.
«Si hubiese dicho que era mi pareja, aunque fuesen dos días, todo sería distinto», afirma Rosa, entre sollozos. La legislación otorga medidas de protección solo a aquellas mujeres que tienen riesgo de sufrir algún tipo de agresión por parte de un hombre con el que tengan o hayan tenido algún tipo de relación sentimental. En el caso de esta víctima, su ‘sobrino’ estaba obsesionado con ella desde hacía años. Ella aguantó, se alejó y finalmente se negó a sus deseos. Ante eso, él decidió matarla provocándole el mayor dolor posible. «Estoy desamparada, sin más protección que la mía. Pedí una licencia de armas, pero me la denegaron. He escrito al Gobierno, al Ministerio de Igualdad, de Justicia, a partidos políticos… nadie me ha ayudado. En los tribunales no puedo hacer nada más. No me ha quedado otra que dejar todo e irme lejos. Era eso o jugármela», confiesa.
Los hechos
Rosa nunca imaginó que su ‘sobrino’ estaba detrás de esas llamadas anónimas. Su conducta, tímida y tranquila, no le llevó a pensar lo que estaba por ocurrir. De hecho, recuerda, «siempre le decía a mi amiga la suerte que tenían con él». El acoso, sin embargo, se alargó más de un año y las llamadas eran constantes. Rosa no pudo más y denunció lo que le ocurría ante la Policía Nacional. Los agentes tardaron poco en averiguar quién estaba detrás de ese teléfono. Cuando ella se enteró, el mundo se le cayó encima. «¿Cómo podía haber llegado hasta ese punto?», se preguntó. El miedo y las dudas la acorralaron. Aún así, siguió adelante con el proceso judicial y consiguió una orden de alejamiento.
Puso tierra de por medio y él dejo de llamar tras ser descubierto por la víctima. Su amiga Bárbara, sin embargo, le insistía en que volviese a casa a comer alguna vez, pero Rosa siempre le decía lo mismo: «Tu primo es tu familia, y ya sabes que no puedo ir». La última vez que esta aragonesa le repitió esas palabras a Bárbara fue en la mañana del 16 de marzo de 2010. Por la noche, sobre las 23:00 horas de ese mismo día, la puerta de su casa sonó. Al otro lado, una voz respondía: «Soy Pablo, vengo a pedirte perdón».
«¡No me mates, no me mates!»
Rosa abrió la puerta y le preguntó por que lo había hecho. Por qué le había hecho sufrir durante tanto tiempo. Él solo insistía en que le perdonase y que sus padres no podían enterarse. «Le dije que no podía perdonarle porque me había hecho dudar hasta de mis propios amigos», relata, con la voz entrecortada, esta víctima. Él, al escucharlo y sin mediar palabra, la agarró del cuello y comenzó a estrangularla. «Yo empecé a decirle ‘¡no me mates, no me mates’. Yo sentía que me moría», recuerda, entre lágrimas, Rosa.
Sin poder hacer nada, según describe la sentencia en el capítulo de hechos probados, el agresor «la arrastró hasta la cocina» y «mientras le gritaba que la quería y que solo sería de él, le dio múltiples puñetazos en la cabeza y en la cara». Después, Pablo fue a por un «hacha de la cocina y, tras propinarle un corte vertical de 10 centímetros en parte de la cara y otro en la base de mandíbula, volvió a golpearle en el cráneo y en la cara con el lado no cortante del arma».
«Solo recuerdo estar cubierta de sangre»
Sin saber siquiera cómo, Rosa logró escapar de su domicilio y salir al rellano. Pero cuando llegó a las escaleras que daban al tercer piso, Pablo «le empujó a propósito», tras lo que cayó rodando. «Yo solo pedía auxilio una y otra vez a mis vecinos. Tengo muchas lagunas sobre lo que ocurrió ese día. Solo recuerdo que estaba cubierta de sangre en las escaleras. Cuando salieron los vecinos, él les tiró algo y ellos cerraron la puerta, pero luego huyó y me ayudaron, me salvaron la vida», recuerda la víctima.
Sin la asistencia de su vecina, sostienen los jueces, Rosa habría fallecido por la gravedad de las heridas que padecía: hemorragia masiva por traumatismos craneales severos y profundos cortes en la cara. La pérdida de sangre le provocó un shock hipovolémico. Además de las ‘heridas psicológicas’ por las que está sometida desde entonces a un «plan terapéutico persistente», la víctima padece «artrosis postraumática» y tiene múltiples cicatrices en rostro y cabeza.
Pablo declaró en el juicio que no recordaba prácticamente nada sobre lo sucedido. Solo el momento en que cogió del cuello a la víctima. Algo no creíble habida cuenta de las pruebas forenses, señalaron los jueces del TSJ de Zaragoza. El informe de los médicos aclaró que el acusado era «completamente imputable de sus actos y, por tanto, responsable de los mismos», aunque padeciese un trastorno de personalidad, con rasgos obsesivos y compulsivos. Los expertos acreditaron, además, que su «memoria e inteligencia eran válidas», descartando cualquier patología psiquiátrica.
Regresión emocional
Cuando la fecha con la que Rosa siempre tenía pesadillas se acercaba, su abogada trató de retrasarla, recurriendo la salida de prisión del criminal. Esgrimió informes de la junta de tratamiento de la cárcel contra el recluso por su falta de evolución y otros tantos del estado emocional de la víctima, de su regresión y ansiedad con la inminente puesta en semilibertad de su ‘asesino’. No fueron suficientes. Los jueces avalaron conceder el tercer grado a Pablo porque había cumplido tres cuartas partes de su condena.
Hoy, 11 años después de haber estado al borde de perder la vida, Rosa está intentando que eso no vuelva a suceder, sin ningún tipo de ayuda. «Es como una película que se vuelve a repetir una y otra vez», dice. Ha tocado muchas puertas, pero nadie le ha abierto. No puede vivir cerca de quienes la quieren. «Lo único que pido es que me den cierta seguridad. Ahora que él esta fuera, la que está en la cárcel soy yo».
Los nombres propios, así como algunos datos, utilizados en la elaboración de este reportaje han sido modificados para preservar el anonimato de la víctima.