Manuel García-Castellón, ¿héroe o villano?
El juez de la Audiencia Nacional no pasa desapercibido pese a ser bastante reservado y cuidadoso en sus formas
Debe de estar contando los días que restan hasta el próximo octubre para su jubilación al frente del juzgado central de instrucción número 6 de la Audiencia Nacional. Ha estado y está ahora más que nunca en el ojo del huracán, en el centro de la polémica, en boca de los independentistas catalanes y vascos pero también de los socialistas y de Sumar y Podemos, que le acusan de prevaricador, reaccionario, franquista y demás lindeces por presuntamente querer reventar la ley de amnistía e impedir que «el jefe», Carles Puigdemont, pueda acogerse a la medida de gracia. Manuel García-Castellón, vallisoletano, casado en segundas nupcias, dos hijos, estudiante en los jesuitas y en la universidad de Salamanca, es la bestia negra del independentismo y el magistrado resuelto a amargarle el desayuno al presidente del Gobierno.
Parece que lo tiene perdido, pero es implacable en su instrucción. «Todos los independentistas serán amnistiados, porque no son terroristas», ha adelantado Pedro Sánchez olvidando que la medida no está sólo en manos del Legislativo, sino también del Poder Judicial y de los jueces una vez concluyan que uno, dos o los que sean responsables de delitos de terrorismo no pueden ser beneficiados, porque eso sería anticonstitucional y contravendría el Convenio Europeo de Derechos Humanos.
De un tiempo a esta parte, y muy peligrosamente para la salud del Estado de Derecho en el que se funda una verdadera democracia, la judicatura en España se ha convertido en una especie de saco de boxeo al que golpear según gusten o no las decisiones de sus miembros. A Miriam Nogueras, la fogosa portavoz del grupo parlamentario de Junts per Catalunya en el Congreso, no le duelen prendas cuando sube a la tribuna para proferir diatribas contra la magistratura en general y particularizar la prevaricación con nombre y apellido en jueces como el propio García-Castellón o Manuel Marchena, el magistrado del Supremo y presidente del juicio contra los cabecillas del procés, más tarde indultados. «La cúpula judicial española es parcial», ha dicho en público sin que la presidenta del Congreso, Francina Armengol, le haya reconvenido ni tampoco el superministro de Justicia, Félix Bolaños.
Es verdad que éste, después de las incendiarias palabras de Nogueras —la señorita Puigdemont, como la conocen sus colegas— pronunciadas durante la investidura de Sánchez, declaró a la prensa no estar de acuerdo y haber pedido perdón al CGPJ, el órgano de gobierno de los jueces cuyo mandato ha expirado desde hace cinco años y ni PSOE ni PP se ponen de acuerdo para renovarlo. Gabriel Rufián, el diputado de ERC siempre dispuesto a despertar la risa de sus señorías, ha dicho que «la guerra judicial en España es un montón de jueces en una sala de VAR al servicio del PP y Vox». Y Puigdemont en un mensaje en X, antiguo Twitter, dijo poco después de que su grupo, Junts, tumbara la ley previamente acordada con Sánchez que la magistratura es «una máquina de triturar derechos fundamentales» en España.
Para Ione Belarra, la líder de Podemos, «lo que está haciendo García-Castellón, que es un cargo más del PP y está denunciado por nuestro partido por prevaricación, es dictadura judicial». La batalla, según Belarra, es entre democracia y dictadura judicial, entendiendo por demócratas quienes consideran que los sucesos de octubre de 2017 no pusieron en peligro la unidad del país. Pobres de aquellos magistrados que osen descarrilar de la opinión de los más exaltados nacionalistas y separatistas
EL CGPJ se reúne este lunes próximo para tratar de poner freno a la lluvia de críticas contra García-Castellón y el juez catalán Joaquín Aguirre, que instruye el caso en el que están implicados asesores de Puigdemont por sus contactos con individuos próximos a Vladímir Putin durante los episodios más dramáticos del procés en 2017. Contra Aguirre también los independentistas han lanzado insultos y más aún cuando se permitió un tanto imprudentemente hacer unas declaraciones sobre ese sumario a una televisión alemana. Los jueces deben siempre ser reservados o mudos en sus investigaciones. Baltasar Garzón lo hizo al principio. Luego ya no y entró en cascada más cuando accedió a participar en uno de los Gobiernos de Felipe González y luego, vengativo, se revolvió contra él por su presunta responsabilidad en el GAL: el famoso Señor X. García-Castellón ha sido imprudente al comentar en público la crisis del procés: «Estos señores han dicho que volverán a hacerlo por lo que se les condenó, lo cual hace preguntarse si será esta la primera amnistía de muchas».
Tanto él como su colega Aguirre han solicitado una prórroga de seis meses para cerrar sus respectivos casos, lo cual ha levantado ampollas en el Gobierno y la ira independentista. Y más cuando el primero sostiene que existen indicios, en contra de lo que piensa el fiscal, para inculpar a Puigdemont y también a Marta Rovira, secretaria general de ERC, fugada como el expresident desde octubre de 2017, como cerebros de la creación de Tsunami Democràtic, la plataforma de los indepes más violentos surgida más tarde y que protagonizó los disturbios callejeros en Barcelona después de la sentencia del procés, así como la ocupación del aeropuerto del Prat. Los dos jueces consideran que esas acciones entran dentro de la categoría de terrorismo —la de Aguirre, porque es un delito de alta traición— y por tanto no amnistiables. El fiscal acaba de afirmar que García-Castellón carece de argumentos, y son contradictorios, para no cerrar el caso. En una partida de ajedrez un tanto vergonzosa, socialistas e independentistas trabajaron en el redactado supuestamente final del proyecto con objeto de diferenciar entre terrorismo bueno (el que no atenta contra derechos humanos) y terrorismo malo (que sí atenta). Pero García-Castellón y Aguirre movieron ficha y en base a nuevos datos policiales sostienen que Puigdemont no puede ser amnistiado en tanto no se esclarezca su presunta vinculación con Tsunami.
«Se le ha acusado de ser laxo con el PP y duro con Iglesias y ahora con Puigdemont. Sin embargo, no ha dudado en procesar al exministro del Interior de Rajoy»
El mal en cualquier caso está hecho y alienta a quienes opinan que la justicia está en España contaminada por la política. Incluso si, como es previsible, el nuevo proyecto de amnistía será aceptado por los indepes y, como sostiene Sánchez, adelantándose a lo que dictaminen los jueces, todos los independentistas serán graciados porque no son terroristas. Nadie opina lo contrario. Es decir, no se trata de condenar en bloque a un movimiento que tiene todo el derecho de luchar, siempre por vías legítimas, por la independencia de un territorio, sino de juzgar a algunos de ellos por un presunto delito de terrorismo. La vicepresidenta tercera del Gobierno, Teresa Ribera, se sumó días atrás al linchamiento de García-Castellón. «Hace pronunciamientos en momentos políticos sensibles». Y la nueva portavoz del PSOE, Esther Peña, también aunque de forma un tanto retorcida: «El mero hecho de que el Poder Judicial actúe al albur del Legislativo para intentar influir en la ley ya es horrible e inadmisible».
Contra su voluntad, García-Castellón es un juez que no pasa desapercibido pese a ser bastante reservado y cuidadoso en sus formas. Es mediático, pues por sus manos han pasado instrucciones como el caso Banesto y el encarcelamiento de Mario Conde, el asesinato del joven político del PP Miguel Ángel Blanco a manos de ETA o los varios de corrupción de los populares (Púnica, Lezo, etc.) o el de Pablo Iglesias y Podemos. Con este último fue reconvenido por la Sala Penal de la Audiencia Nacional por una deficiente instrucción. En los que atañe a los populares, recibió críticas por no imputar a Esperanza Aguirre, Cristina Cifuentes o incluso al mismo Mariano Rajoy. Se le ha acusado de ser laxo con el PP y duro con Iglesias y ahora con Puigdemont. Sin embargo, no ha dudado en procesar al exministro del Interior de Rajoy, Jorge Fernández Díaz como cabecilla de la Operación Kitchen y la creación de la llamada policía patriótica, que se encargaba de crear dossieres irregulares contra el independentismo catalán.
El magistrado de Valladolid, que ingresó en 1993 en la Audiencia Nacional en sustitución de Garzón, pidió más tarde traslado fuera para estar más de 15 años en París y Roma. Seguramente sus mejores tiempos lejos del ruido de las presiones políticas y muy bien remunerados, como magistrado de enlace dentro de los acuerdos de cooperación judicial de España con otros países de la UE. Sorprendentemente, decidió regresar a la Audiencia en 2017, en pleno procés y se encontró con el artefacto explosivo. Con ése y con el del intrépido comisario Villarejo o el del Rey Juan Carlos y su examante Corinna Larsen.
Quizá debe estar arrepintiéndose ahora, porque la polvareda reduce su tiempo para su gran pasión viajera en moto o leer a Georges Simenon y su inspector Maigret. Respecto a la política, manifestó en una ocasión: «Todos los jueces tenemos ideología. El problema llega cuando se traspasa la actividad pública». Los detractores sostienen que ha rebasado las líneas rojas y que sus actuaciones judiciales se mueven por decisiones políticas. Él, firme en sus convicciones, se resiste a cerrar un caso que se prolonga desde 2019 para determinar si Puigdemont está implicado en actos de terrorismo. Parafraseando a san Luis Gonzaga, el religioso jesuita italiano muerto por peste a los 23 años, dice a sus colaboradores: «Hay que seguir trabajando y jugando a la pelota». Muy seguramente el balón ya se lo han quitado o están a punto de arrebatárselo.