Un banco de alimentos es un observatorio de la pobreza. El reparto de comida entre los más necesitados no tendría sentido sin un protocolo que cuantificara la demanda por municipios, distritos, barrios; que constatara, por ejemplo, la existencia de un súbito pico de menesterosos en un área determinada y, en razón de ello, y en cooperación con los servicios sociales de la localidad, evaluara a qué obedece, de qué modo paliarlo o si va acompañado de otras carencias. Se trata de que la beneficencia no sea únicamente un parche más o menos redentor, sino también una oficina de monitorización de la miseria o, por emplear un tecnicismo al uso, del riesgo de exclusión social. Para los (des)amparados, obviamente, esa cuota de burocracia suele ser desagradable. Nombre, estado civil, número de hijos, profesión… Nadie responde de buena gana a la taxonomía de su propia desventura.