El jueves de la pasada semana fue el Día Internacional del Beso. Aunque mantengamos, firmes en nuestra sospecha sobre el mundo de hoy, que esto de los días internacionales es un santoral laico repleto de cursiladas, acaso demasiado ingenuas, por tanto prescindibles, este día en concreto levanta ternura y debilidades a los que somos esquivos y distantes. No obstante, besos en la historia los ha habido de todo tipo y condición. No hay que irse demasiado lejos. Esta pasada semana tuvimos un ejemplo: el beso de Judas. Beso de traidor. De una traición que, para la historia de la humanidad, cambió el curso de todo lo que estaba por venir. ¿Qué hubiese sido del humanismo y de la dignidad de la persona, del concepto del ser del individuo –en hombres y en dioses- sin ese beso del amigo fariseo y vendido por treinta monedas? Y es que los besos son eso, perdón por el ripio: revoluciones, cambios, transformaciones, ¡terremotos emocionales!, si nos dejamos llevar por ese horror llamado sentimentalidad.