«Es una forma de redimirse y de devolver el mal hecho, actitud que parecen desconocer los pueblos africanos, y que les lleva a seguir pasándonos una factura que ya hemos pagado con creces y que están explotando quienes han decidido que nos suicidemos lo antes posible»
Diría que es un sueño, si no estuviera seguro de haberlo vivido. Eran dos o tres mansiones blancas en lo alto de una colina de tierra roja. No tenían puertas, ventanas o muebles; eran carcasas de otro tiempo habitadas por familias enteras; la lumbre al pie de la escalinata y las miradas desconfiadas -quizás solo cansadas- hacia los recién llegados. Los niños, que no tienen miedo, se acercaron, y rieron a carcajadas con la crema solar que les aclaraba las mejillas. Estábamos en una antigua hacienda belga en la región de Bunia, al noreste de la República Democrática del Congo, y los descendientes de los esclavos ocupaban las residencias de los amos.
La imagen tiene una enorme carga simbólica. Una mujer arrastrada por el duro asfalto de una calle cualquiera de la India. Sucede en una manifestación de protesta y es un policía quien tira de ella. Pero cada día le sucede a miles de mujeres allí, que las humillan, las maltratan, las dañan, las golpean, las venden, las masacran. Y según las estadísticas, en 2015 fueron violadas cada día 93 de ellas. Buena parte de quienes fueron obligadas a hacer sexo sin su consentimiento y con violencia eran niñas, y un 95% conocían a sus agresores. Es escalofriante, pero real como la vida misma.
Equilibra su cuerpo sobre montañas de basura sin medio gesto de asco; de hecho, parece incluso que sus ojos sonríen al objetivo. Mira con la profundidad de aquellas personas a quienes la vida les ha dado ya demasiadas idas y vueltas.
Éste ha sido un año intenso en acontecimientos. Hechos que encierran situaciones inexplicables. Circunstancias que sensibilizarían al más apático de los seres humanos.