En mi obsesión por dar con el mejor método, la teoría, el lugar mágico en el que se les enseñe a los niños arte, historia, matemática y humanidades, ciencia y geografía sin machacar o aburrir o adocenar o anestesiar, descubrí que la solución al problema pasa por tener menos alumnos por clase, para poder sacar a los niños de su actitud pasiva, con profesores más preparados, y, sobre todo, mucho mejor pagados. Enseñar es una vocación que debe merecer la pena. Todos, hijos y padres, profesores y alumnos, deseamos lo imposible, que la educación, realmente, merezca la pena. Pero ocurre una cosa: como esto de reducir la ratio y dar más, mucha más calidad, parece imposible, al menos a largo plazo, nos rendimos.