Despejemos historias apócrifas: No existe ninguna prueba de que el ‘Times’ de Londres haya publicado jamás ese famosísimo titular, «Niebla en el canal de la Mancha. El continente, aislado». Pero los últimos acontecimientos, con aquella pacata Theresa May reconvertida a defensora entusiasta de la ruptura de Gran Bretaña con la Unión Europea, devuelven su actualidad a la noción de que los británicos se siguen considerando como ciudadanos aparte, instalados en unas islas situadas más o menos en el centro del océano Atlántico, a medio camino entre aquella Nueva Inglaterra que fundaron y con la que mantienen una relación especial, y esas placenteras tierras francesas que tanto les han dado bajo forma de buenos vinos de Burdeos, amables paseatas por la Promenade des Anglais de Niza y veladas locas junto a los Campos Elíseos. Somos muchos los que queremos y admiramos al Reino Unido, pero hacerlo comulgar con la integración europea sigue siendo, como en tiempos de Maggie Thatcher, una aspiración que choca de bruces con la realidad. El centro del Atlántico sigue atrayéndolos como un imán.
«América para los americanos» es la divisa decimonónica que resumió la célebre doctrina Monroe, conforme a la cual Estados Unidos debía proteger con celo cualquier intervención europea en su patio trasero continental. Ahora, tras el voto favorable al Brexit, Theresa May parece empeñada en darle nueva vida. Al menos, en lo que al mercado laboral se refiere, donde habrá de aplicarse una discriminación positiva en favor de los favorecidos. O sea, de quienes disfrutan eso que el economista Branko Milanovic ha llamado «renta de ciudadanía»: los beneficios automáticos disfrutados por quienes nacen en un país rico. Una cuestión de suerte que convertimos -porque de alguna forma habremos de organizarnos- en un derecho.
Tal vez sea poco respetuoso verla hoy decorar un tanga, pero algo bueno tendría la Unión Jack para que el IRA la llamara «el delantal del carnicero»
No quiero ni imaginar el dineral que costarán los equipos que llevan encima esos tres hombres. No quiero imaginar tampoco la cantidad de talento humano que habrá hecho falta para crear toda la tecnología que utilizan en sus trabajos.
El espionaje supo envolverse en elegancias cuando a la hora de la verdad Bond no era más que un funcionario. La ficción nos dejó un elenco cumplido de personajes y matices, del melancólico Smiley a ese Harry Palmer menos propenso al champagne que a la cerveza.
Me pregunto si estamos en una crisis cíclica o en una decadencia. Cada vez estoy más cierto que estamos inmersos en las dos.