
Una piedad interminable
Sigue habiendo Navidad al margen de esas cenas de empresa en las que el contable termina bailando a lo Tom Jones y la chica de marketing se retira al baño con una crisis de llanto inexplicable. Cuando Dickens escribe su Cuento de Navidad, busca reencontrar al público con la mítica ‘merry England’ que calentaba los espíritus con sopas maternales, tientos al ponche y asados en su punto de rosado. Chesterton dice que Dickens se batía por la antigua alegría europea, por la fiesta pánica y cristiana que nos llevaba a comer, beber y rezar como una trinidad de perfecta congruencia humana*. Tanta repostería conventual, tanta paciencia azucarada de las monjas, tendrán su sentido previo –afirma Joseph Ratzinger- en la propia Escritura: ‘aquel día, los montes destilarán dulzura y las colinas manarán leche y miel’. Quizá por eso la mesa jubilosa de la Navidad es el pretexto para que las mejillas ganen los colores del vino y el avaro de la casa tenga la magnanimidad de abrir un champán de buena añada. En Navidad no dejamos de celebrar –como diría d’Ors- que hay anunciación además de apocalipsis.

































