¿Podría el PP llegar a ser útil?
Pablo Casado tiene que dar respuesta a la gran pregunta: ¿qué quiere ser el Partido Popular? Mariano Rajoy renunció a la definición ideológica (ni liberales ni conservadores) en aras de un falso pragmatismo.
Pablo Casado tiene que dar respuesta a la gran pregunta: ¿qué quiere ser el Partido Popular? Mariano Rajoy renunció a la definición ideológica (ni liberales ni conservadores) en aras de un falso pragmatismo.
Este PP de Casado, este PP rearmado ideológicamente como partido liberal-conservador y como partido de oposición, es principalmente un partido de campaña. Un partido que lo que de verdad parece tener de nuevo es la doble y doblemente triste convicción de que merecía perder el poder, aunque lo perdiese por las razones equivocadas, y de que por haberlo perdido podría llegar a desaparecer como partido.
La lista de escritores que han encontrado en el fútbol un asunto digno de interés literario es considerable y sobre todo variopinta. En los papeles y fuera de ellos. Puede que Camus tuviera razón con la declaración citadísima del fútbol, la moral y la vida pero no me parece menos certero el juicio de Borges según el cual veintidós tíos en calzón corto persiguiendo una pelota nada tiene de hermoso.
Desde luego, no por los motivos que suelen dar los filósofos para ello. Tras que la última reforma educativa redujera las horas de Filosofía en los institutos, muchos han esgrimido el arma que se supone más filosófica de todas, la argumentación racional, para defenderla. El cuadro ha resultado un tanto lúgubre.
Raro es el día en que alguien no se lamenta por la desaparición de la Filosofía. Se coge alguna noticia bochornosa sobre educación –también puede ser de otra cosa– y luego se exclama: «¡Y quieren quitar la Filosofía de los institutos!».
«Hay una alianza natural entre la verdad y la desgracia –escribió Simone Weil–, porque una y otra son suplicantes mudas, eternamente condenadas a permanecer sin voz ante nosotros».
En una cartulina enorme de color lila había escrito un título en letras mayúsculas y apretadas: “Barcelona: my city”.
Ha pasado. Ha sido Barcelona. Antes fueron París, Londres, Bruselas o Niza. También Nueva York. Y Jerusalén.
En una sala enorme, varias hileras de hombres y mujeres sudan y bufan. Corren, pero no avanzan, empujan y nada se mueve. Una música aberrante (un ritmo industrial) marca el compás del ejercicio. El lugar no tiene ventanas sino unos grandes conductos de ventilación. No hay relojes.
Dicen que de la experiencia se aprende, pero yo no soy tan optimista. Estas son, de todos modos, las lecciones que creo que deberíamos haber sacado de esta larga crisis.
El PSOE de Pedro Sánchez compró el relato de Podemos e Izquierda Unida de que el partido no es suficientemente de izquierdas, en lugar de controlar el discurso y determinar qué es ser de izquierdas en el siglo XXI. Ser de izquierdas en el siglo XXI casa difícilmente con una declaración del país como plurinacional. España es multicultural y diversa. Tiene diferentes lenguas. Un Estado moderno debería respetar las diferencias y fomentar su reconocimiento sin mencionar naciones históricas ni atavismos.
Lo que les gusta olvidar a los analistas de la catástrofe es que la alternativa a Pedro Sánchez eran Susana Díaz o Patxi López. Y ese no es un problema de la socialdemocracia, sino del Partido Socialista Obrero Español.
¿Rajoy o Rivera? Rajoy, incluso por sus defectos. Cuando se trata de definir sus cualidades, pocos políticos como el Presidente Rajoy generan tanto consenso entre críticos y aduladores. Y bien está, porque en nadie como en los políticos se ve tan claro que las virtudes que uno tiene suelen ser indiscernibles de sus defectos.
En “Ámame, soy liberal”, una versión españolizada de “Love me, I’m a liberal”, de Phil Ochs, Nacho Vegas canta “y yo que votaba a Felipe/creí en el milagro de Aznar […] yo adoro a rumanos y a negros/si están lejos de mi portal […] yo siempre me siento español/soy fan de Jiménez Losantos”
En una nota del 29 de mayo de 1941, el capitán de la Wehrmacht Ernst Jünger explica que supervisó el fusilamiento de un soldado condenado por deserción. Al principio dudó si debía aceptar el encargo o inventarse algún tipo de excusa.
“¿Qué tenéis contra la nostalgia?”, se preguntaba en un monólogo sobreactuado uno de los personajes de la película La gran belleza. Y aducía ante su audiencia con gesto contrito: “es lo único que nos queda a los que no tenemos esperanza en el futuro”. Hay un breve silencio en el que el personaje espera angustiado sin abrir la boca la reacción del público. Estallan los aplausos y vítores, y el personaje queda liberado del esfuerzo y la frustración tras ser al fin un dramaturgo de éxito, objetivo que lo había llevado hasta Roma siendo un estudiante. Cumplido su anhelo, vuelve al pueblo. Se ha deshecho de angustias existenciales y de algún amor no correspondido. Ahora es libre y se dispone a comenzar otra etapa. De madurez, sino fuera porque la madurez le ha pillado más cerca de los 60 que de los 30.
La belleza surge de una lágrima que se disuelve en otra ajena. Aparece en el relato de Esaú, el hijo primogénito de Isaac, al que su hermano Jacob engañó en dos ocasiones. Es la historia perturbadora del hermano mayor a quien el padre le niega la bendición. «¿Es que tu bendición es única, padre mío? –leemos en el Génesis– ¡Bendíceme también a mí, padre mío! Isaac guardó silencio y Esaú alzó la voz y rompió a llorar». El llanto del hijo rechazado por su padre –y sobre el que pesa, según las Escrituras, el odio de Dios– plantea un dilema moral que involucra además la cuestión de la belleza: una belleza que nos apela e interroga, nos sondea y descubre. En su fundamental Tratado de las lágrimas, Catherine Chalier persigue este hilo argumental apelando a la autoridad de la tradición talmúdica. Lo hace en el marco estricto de la ética, pero su campo de resonancia es mayor: el padre aborrece a Esaú –sugiere la autora– porque en sus lágrimas percibe un sufrimiento encerrado en sí mismo, egoísta, ajeno al dolor de los demás. Son lágrimas que nublan la mirada y ocultan la realidad. Son lágrimas que convierten en imposible el esplendor de la belleza.
Hay un libro de fotografías de André Kertész que se titula ‘Leer’, publicado hace poco en España por Periférica. En las imágenes aparecen hombres y mujeres, niños y viejos, occidentales y orientales, ya sea solos o acompañados, totalmente abstraídos delante de un trozo de papel, un periódico, un libro. Leen, y es como si de pronto hubieran desconectado. El mundo sigue su curso, pero la lectura los ha apartado y están ensimismados en otra parte. Secuestrados por las palabras, distraídos, enchufados a otra historia.
Hace un par de meses volví a leer. Fue «Patria» de Fernando Aramburu y me gustó mucho. Luego empecé a frecuentar librerías, robar ejemplares en casas de amigos y recuperar otros que había prestado. En ese montón estaba, decían, lo más prometedor de la literatura española actual. En una de esas obras, se incurría en dos errores de bulto en las primeras páginas. No diré el nombre. Lo que en la cinco era, pongamos, un triciclo, en la siete era una canoa. Es bien sabido que solo la realidad se puede permitir algo así, nunca una novela.
En el año 1969, el historiador Owen Chadwick ofreció su lección inaugural como Regius Professor en la Universidad de Cambridge. Todo el texto estaba inspirado en el concepto de la amistad y su relación con la historia
A Mariano Rajoy le hemos señalado su parecido con Bartleby, con Oblomov y con Fabrizio del Dongo, aquel desorientado patricio de La Cartuja de Parma. Hemos hablado de su letal parsimonia, de su taoísmo innato, de su exasperante ambigüedad galaica, de esa ideología difusa que profesa y que siempre nos termina remitiendo a abstracciones como la normalidad, el sentido común o lo que importa la gente. Hasta le hemos comparado con un percebe, agarrado con más fuerza al poder cuanto más fuerte baten las olas. De él ya lo hemos dicho todo. Ya no queda una gracieta por inventarle.
Todos sabemos que el Congreso del Partido Popular ha sido previsible y aburrido. Las ideas y las ideologías han brillado por su ausencia. No ha habido el menor esfuerzo por construir un marco de referencias culturales que dé sentido a la acción de gobierno. El PP –colmo de la abyección- ha asumido de una vez por todas su condición socialdemócrata. La vocación liberal-conservadora ha sido traicionada.
En ocasiones, los atestados de tráfico se parecen mucho a la política. En contra de la apariencia, se descubre que el vehículo ha caído por el barranco en el que no se encontraba el peligro. La corrección de la trayectoria, bienintencionada pero excesiva, hace al conductor precipitarse por el lado contrario al riesgo del que se quería huir. El fenómeno Donald Trump tiene, en efecto, algo de trágico: es una huida que lleva hacia la muerte que se pretende sortear.
Me he sentado a escribir sobre José María Aznar cuando ha llegado la noticia de la muerte de Paloma Chamorro, nuestra benefactora de ‘La Edad de Oro’. Y me he acordado de lo que contó hace poco Jesús Quintero sobre la primera entrevista que le hizo a Aznar a principios de los noventa. Quintero le había indicado al cámara que mantuviese un primer plano del entrevistado, y nada más comenzar le espetó: “¿Usted ha sido punki?”. No sé qué se trasluciría en su rostro, pero el futuro presidente pensaría sin duda en mazmorras para el entrevistador…
La actitud conservadora admite, al menos, dos variantes. La primera se deja guiar por unas convicciones, es doctrinaria y se desplaza de arriba abajo: de las ideas a la realidad más inmediata. La segunda, en cambio, incide en lo que el filósofo inglés Michael Oakeshott calificaba como apego al presente y en la desconfianza hacia los cambios bruscos y las reformas radicales. Para Oakeshott, «ser conservador consiste en preferir lo familiar a lo desconocido, lo contrastado a lo no probado, los hechos al misterio, lo real a lo posible, lo limitado a lo ilimitado…». Por supuesto, en esta concepción del conservadurismo, el credo ideológico prima menos que la estabilidad o que los equilibrios sociales e institucionales del país. Una es activa; la otra, pasiva. La primera quiere imponer un modelo de sociedad –que considera más moderno, más justo o sencillamente más eficaz– y la segunda se conforma con mantener cerrada la caja de Pandora que podría enfrentar a los ciudadanos en una amalgama de conflictos sin soluciones claras. Ambas son instintivas, aunque respondan a instintos de diferente orden. Y, si aplicamos este marco a la política nacional, Aznar y Rajoy representan las dos almas del conservadurismo español, con sus respectivos intereses, sus filias y también sus fobias.
Algunas sentencias recientes por delitos contra el honor, o injurias, o calumnias en redes sociales encienden el debate, sobre todo cuando castigan a artistas cuya libertad de expresión se ve menoscabada. Se alzan voces trémulas sobre la Inquisición digital que llega. Yo no lo veo así: creo que tenemos el mismo problema que sufrimos desde hace mucho en España con un Código Penal, aun tras su reforma de 2015, que deja prácticamente al albedrío del juzgador la apreciación de delitos de injurias (artículo 208), o de calumnias (art. 205), o de amenazas (art. 169). Los periodistas y demás personas que escriben o hablan con frecuencia en los medios de comunicación tradicionales (en un sentido lato: del diario impreso al digital, pasando por la radio y la televisión) lo han sufrido muy directamente. Lo que sucede ahora es que el universo de los amenazados por alguna sentencia ha crecido exponencialmente por ese fenómeno de las redes sociales, y de ahí la alarma de algunos.
La prostitución es uno de esos debates que tiene la capacidad de poner de acuerdo a personas de distinta adscripción ideológica y de enfrentar a compañeros de causa. Son muchos los progresistas que comparten con los liberales la necesidad de regular la actividad. Los primeros aluden a la necesidad de que el ejercicio de la prostitución no quede fuera del escrutinio institucional. Solo así, aseguran, podremos garantizar que se realiza en condiciones de dignidad, salud y seguridad para las trabajadoras, al mismo tiempo que las dotamos del reconocimiento pleno de sus derechos laborales. Los liberales, por su parte, arguyen que no se puede prohibir una relación contractual libre entre dos individuos adultos, al tiempo que señalan los beneficios que el afloramiento de una actividad económica clandestina reportaría al estado en forma de tributos.
Pocos debates como el de la prostitución contradicen más lo que nuestra fría razón liberal nos dice que debe ser (“de la piel para dentro empieza mi exclusiva jurisdicción”, que escribió Antonio Escohotado) y lo que, en realidad, resulta ser (proxenetismo, miseria y violencia sexual). Sí, sé que hay reportajes que nos hablan de prostitución voluntaria, incluso “feminista”. En definitiva, que se trata en algunos casos de un actividad liberal, de una prestación de un servicio sujeto a la oferta y demanda de sexo, por lo que quienes lo practican se definen como “trabajadores sexuales”.
Olvidar es un problema. Por eso resulta tan complicado escribir sobre ideas de las que deshacerse, y más cuando uno tiende a enterrar el dolor y la tristeza, práctica habitual hoy en día y que nos lleva, aunque alguno diga lo contrario, a enquistar la miseria. De ahí que se me plantee la tarea como algo imposible, pues la letanía de desgracias que se nos acumulan desde hace años podría llenar el papel -e incluso faltaría espacio- hasta terminar con un “las cosas van mal, eso está claro”. Pero de qué serviría -y a quién le importa- semejante despliegue de infortunios, si además se hace evidente la desdicha que nos espera en un horizonte cada vez más cercano.
Si de conversaciones de sobremesa se trata, nada peor que no estar al día. Y nadie está menos al día, de un tiempo a esta parte, que quien carece del conocimiento suficiente sobre la producción televisiva contemporánea. ¡Imperio de las series! Semejante infeliz apenas puede meter baza, y habrá de callar mientras se desenvuelve el debate sobre cuál es la serie verdaderamente imprescindible que uno no puede, bajo ningún concepto, perderse. Bien es verdad que siempre habrá alguien más avezado que los demás, un connoiseur capaz de sentenciar sin vacilación que, si no se ha visto la última producción alemana sobre las mafias del puerto de Hamburgo, no se ha visto nada. En cualquier caso, un conocimiento básico que vaya más allá de las perogrulladas habituales sobre The Wire («cumbre indiscutible»), True Detective («la segunda no vale nada») o Borgen («refleja la política tal cual es») resulta inexcusable antes de salir a la calle. Por algo tiene dicho Daniel Gascón que las series televisivas han terminado por convertirse en parte de la conversación culta de nuestro tiempo: o estás dentro, o te quedas fuera. Aunque reconózcase, a cambio, que se trata de una temática bastante más inclusiva que el nouveau roman o los elementos fundamentales del materialismo histórico: lo que hemos perdido en sofisticación, lo ganamos en democracia.
Sería conveniente que el PP, el PSOE y Ciudadanos formalizaran una gran coalición gubernamental, pero no tanto como que el PSOE se afiance en la sensatez que, de manera un tanto inopinada, trajo la gestora presidida por Javier Fernández. Dicho de otro modo: antes que un Gobierno de concentración (fórmula que, siquiera de modo subrepticio, parece funcionar en la práctica) urge en España un PSOE de concentración, entendiendo por tal un partido socialdemócrata clásico, con ambición de poder y dotado de un proyecto nacional. En este sentido, que el pasado 27 de diciembre 70 cargos intermedios animaran a Pedro Sánchez a pelear por el liderazgo del partido no puede ser sino una pésima noticia, como lo fue la candidatura soterrada de Paxi López o lo ha sido estos días el intento de rehabilitación del principal responsable de la deriva sectaria del partido, José Luis Rodríguez Zapatero, quien, por cierto, va jactándose de ser un damnificado del sanchismo cuando fue el sanchismo el que, durante la campaña del 26-J, reivindicó su legado. Por lo demás, tampoco resulta muy halagüeño que Fernández obtenga mejor nota entre los votantes del PP que entre sus votantes, en lo que aparenta un indicio de que el populismo también ha prendido en las bases. O que, como me decía un amigo a propósito de la intervención en el acto de Libres e Iguales ‘Por el pacto español’ de Nicolás Redondo Terreros, Joaquín Leguina y Enrique Múgica: «En el fondo, presentarlos como socialistas tiene algo de ficción».
Una de las excentricidades de la vida política española, síntoma de su inmadurez, es la imposibilidad de que el PP y el PSOE se coaliguen. Hasta los que estábamos a favor de la Gran Coalición éramos conscientes de su imposibilidad. Le pedíamos peras al olmo, para que por pedir no quedase.
“El poder desgasta a quien no lo tiene”. La frase de Talleyrand, que Andreotti popularizó antes de que Coppola la parafraseara en la trilogía de El Padrino, adquiere relevancia en el actual escenario político español. Ciudadanos decidió investir presidente a Rajoy con condiciones programáticas pero manteniéndose en la pertinaz oposición. En uno de los mejores discursos que le he escuchado Albert Rivera justificó el donde dije digo… apelando a una convincente y valiente responsabilidad de estado; esa de la que carecen tanto los hórridos populistas como el nacionalismo desleal (valgan las redundancias). C’s ha ensayado la estrategia del apoyo condicionado y centrífugo a nivel autonómico. Parece ser que la experiencia ha funcionado razonablemente.
El crecimiento acelerado de Ciudadanos durante estos dos últimos años se ha fundamentado sobre una sucesión de crisis superpuestas: la económica, la territorial y la política, aunque no necesariamente por este orden. La descomposición de los principales partidos de la estabilidad ha facilitado todo este proceso. El Partido Popular resistió a duras penas el efecto combinado de los recortes presupuestarios sobre el Estado del bienestar y el persistente goteo de casos de corrupción que afectaban a las mismas entrañas de su organización. El PSOE, tras la experiencia Zapatero, sufrió una especie de tormenta perfecta que le ha dejado al borde de la ruptura interior y muy debilitado parlamentariamente. El colapso de UPyD dejó libre la franquicia del centro constitucionalista y el procés soberanista dinamitó la sentimentalidad del catalanismo moderado para dar paso a la lógica del dret a decidir. Ciudadanos ha sabido abrirse paso en medio de este paisaje de ruinas. Le ha favorecido su aspecto pulcro, moderno, urbano y técnicamente limpio de grandes corruptelas. Ofrecía algo parecido a una modernidad tecnocrática con aires de Obama: economistas de la London School of Economics y actores de series televisivas, candidatos políglotas y tuiteros de calibre. Era –o pasaba por ser– la derecha aseada, el centro razonable y la izquierda moderada: Dinamarca en lugar del Mediterráneo. O, lo que es lo mismo, mayor libertad económica junto a unas políticas sociales más generosas.
Padre de la conciencia moderna, Michel de Montaigne en “Costumbre de la isla de Ceos” concede al suicidio el raro poder de sellar los muros de la dignidad humana. Se trata de un privilegio antiguo que preservaba la osamenta íntima del alma antes de ser definitivamente corroída por el mal o la desgracia. Para el escritor francés, «la vida es esclavitud si se carece de libertad para morir»; pero sólo si el hombre ha logrado antes perseverar en la esperanza hasta el final. Aquí, Montaigne adelanta un principio que hará fortuna literaria en el siglo XX y que nos vincula, de un modo u otro, con la esperanza. «Ante todo –le confiará Séneca a su discípulo Lucilio– evítese aquella pasión que se adueña de muchos: el deseo de morir». Y es que, para los clásicos, apartarse de la vida no debía suponer un desprecio de sus dones, sino reivindicar el esplendor de una nobleza combatida por el oleaje de un mar funesto.
Es sabido que los antiguos griegos concebían los regímenes políticos como formas degenerativas: la aristocracia mutaba en oligarquía, la democracia en tiranía. Más de dos milenios después, podemos incorporar otra degradación, no estrictamente política pero con consecuencias políticas: la tertulia convertida en tertulianismo. Porque la tertulia es una conversación amigable sin una finalidad determinada y el tertulianismo un ejercicio organizado de tribalismo moral. Seguramente aún quedan almas cándidas que creen, como hacían durante el auge de los periódicos gratuitos, que el consumidor de tertulias es un futuro lector de semanarios anglosajones. En realidad, ha sucedido lo contrario: las costumbres políticas más visibles -incluidas las formas parlamentarias- se han hecho más plebeyas. Y las tertulias, en alianza parasitaria con las redes sociales, algo tienen que ver.
Si Errejón es los Beatles, Iglesias es los Rolling Stones. Pura clase media intentando pasar por macarra de barrio vallecano.
En la vida, uno puede ser objeto de ardorosas pasiones capaces de congregar a las masas o del odio más encendido, que siempre doblega y paraliza al enemigo. Puede caer en gracia, como un cómico bendecido, o puede suscitar antipatías, como un villano de cine. Lo que no se puede es dar pena.
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