La cocina inquietante de las ostras
Septiembre es, según la antigua creencia española, cuando comienza la temporada de este molusco
Ha echado a andar septiembre, el primer mes con erre del calendario gregoriano. Lo cual significa que empieza la temporada de las ostras, según la antigua creencia española que sugería no consumir este molusco durante los meses que no tuvieran esta consonante en su ortografía y que, en el Hemisferio Norte, son los más cálidos del año: mayo, junio, julio y agosto.
Una regla anticuada, de los tiempos en que dichos bivalvos llegaban desde la costa a las mesas públicas y privadas de interior sin la menor refrigeración, transportados en carros de caballos a temperatura ambiente, con el peligro evidente de desarrollar cualquier bacteria. Para colmo, la mayoría de las ostras –salvo las de la variedad triploide– viven con la dicotomía permanente de escoger entre alimentarse y reproducirse. En verano, claro, prefieren dedicarse a lo segundo, así que suelen andar más escasas de carne en esos días por la falta de ingesta.
Dicho todo esto, son ustedes muy libres de pegarse un atracón ostrícola en plena canícula. Y, si las van a disfrutar al natural –o sea, crudas–, ponga el mayor cuidado en que no se corte en ningún momento la cadena de frío.
No vamos a extendernos aquí sobre el alto valor nutritivo de este molusco de concha, sus diferentes variedades, su crianza y sus mejores zonas de producción, puesto que nuestra compañera Mara Sánchez ya le dedicó en THE OBJECTIVE un artículo muy bien documentado el año pasado. Pero baste recordar que la vasta familia de las ostras incluye subespecies tan distintas como la plana europea (Ostrea edulis), la hueca porguesa (Crassostrea angulata), la hueca japonesa (Crassostrea gigas) y muchas otras que no viene a cuento citar ahora para no aburrir.
Con este adictivo bivalvo, la única verdad incuestionable es una frase atribuida al escritor satírico irlandés Jonathan Swift, que calificó de valiente al primer ser que se atrevió a comerlo. No hay demasiada información sobre su origen en tal o cual continente, pero sí restos arqueológicos que indican que los hombres primitivos del litoral ya se alimentaban con ellas.
Lorenzo Millo, en El banquete del mar (1995), nos recuerda que en la antigua Atenas se utilizaban sus conchas para que los electores emitieran en ellas sus votos. Y de aquel país y aquellos tiempos viene igualmente el término helénico ὀστρακισμός, traducido más tarde al castellano como ostracismo, que según el Diccionario de la Real Academia Española, alude al destierro político o al «apartamiento de cualquier responsabilidad o función política o social».
Las ostras en la literatura
Las ostras están presentes en numerosas obras literarias de la Antigüedad, siendo mi favorito Matrón de Pitane, que en Un banquete ático parodia en versos hexámetros los poemas homéricos, describiendo certeramente a la ostra como «la trufa del mar». Nada más acertado, puesto que ningún otro producto de aguas saladas puede rivalizar con la ostra en encarnar la quintaesencia marítima.
En su Cuento de cuentos: origen y aventura de ciertas palabras y frases proverbiales (1993), Néstor Luján explica que las ostras eran una debilidad del emperador Trajano y que el poeta Juvenal les atribuía propiedades eróticas. «Es nuestra obligación señalar que la ostra es una hermafrodita genial que no ve, ni oye, ni huele, ni sabe leer», indica en un artículo el gastrónomo Antonio Vergara. «En las mesas romanas, los capitostes de la lyra, el triclinium y la summa cena, eran capaces de engullir alrededor de ocho docenas. No se asusten. ¡Era sólo el aperitivo!», prosigue el socarrón periodista valenciano, para terminar con una cita de Quintiliano II: «Una docenita de ellas, frescas y virginales, al día siguiente de una juerga cabezona, ponen el cuerpo a andar, como si de un remedio medicinal se tratase».
En la misma línea se expresaba el galeno Dífilo de Sifnos, en el siglo III antes C, al afirmar que dicho molusco era «de fácil digestión y bueno para los intestinos». Pero el mayor experto en ostras de aquella era fue sin duda Cayo Licinio Muciano, senador romano de los tiempos de Claudio y Nerón, quien en su autobiografía –a menudo citada por Plinio el Viejo– abunda en la historia natural, preocupándose de compartir sus reflexiones sobre los diferentes sabores de las ostras en función de su origen, en pleno siglo I después de Cristo: «Las de Cyzicus son mayores que las del lago Lucrino, más dulces que las británicas, más suaves que las de Medullis, más sabrosas que las de Efeso, más llenas que las de Ilice –actual Elche–, menos salinas que las de Coryfea, más tiernas que las de Istra y más blancas que las de Circeia». ¡Eso sí que era un sibarita con conocimientos cosmopolitas y no los foodies de ahora!
En los festines romanos, las ostras solían servirse crudas dentro de sus conchas, rodeadas de nieve, y proponer menos de una docena a un invitado se consideraba una grosería. «Si Voltaire era capaz de zamparse hasta 12 docenas de fine de claire durante el aperitivo, el aristócrata Grimod de la Reynière –reconocido como el primer crítico gastronómico de la Historia-–llamaba a la moderación, sugiriendo que a partir de la sexta docena resultaba difícil apreciar sus virtudes», bromea al respecto Julia Pérez en Gastroactitud.
Más allá de ostras al natural
«Comiendo las ostras con su fuerte sabor a mar y su deje metálico que el vino blanco fresco limpiaba, dejando sólo el sabor a mar y la pulpa sabrosa, y bebiendo el frío líquido de cada concha y perdiéndolo en el neto sabor del vino, dejé atrás la sensación de vacío y empecé a ser feliz y a hacer planes», recordaba Ernest Hemingway en París era una fiesta (1964). Como él, otros ilustres vividores con buena prosa han evocado –cual magdalena de Proust– sus primeras experiencias con estos moluscos, desde Peter Mayle hasta Anthony Bourdain pasando por M.F.K. Fisher. Pero pocos han consignado en papel otras formas de disfrutarlas que al natural, a pesar de que los cocineros han ido inventado, con el transcurrir de los siglos, recetas para conservarlas y consumirlas de otra manera.
Y es que la cocina regional ha hecho siempre de la necesidad virtud, como bien sugería Jorge Víctor Sueiro en El libro del marisco (1990), señalando que desde tiempos inmemoriales, en su querida Galicia, no era descabellado comer las ostras rebozadas y fritas, cuando no guardarlas en escabeche. Del mismo modo, otros estudiosos señalan que, ya en el siglo XVI, las ostras de Villanueva de Arousa o de Combarro se enviaban escabechadas a la Villa y Corte para ser consumidas en el Palacio Real.
Como bien indica Julia Pérez en el artículo citado más arriba, Alejandro Dumas ya informaba en su Diccionario de cocina (1873) que «Galicia es el único lugar donde se elaboran ostras escabechadas, que se expiden en pequeños barrilitos a toda Europa». Y esta costumbre fue recogida igualmente por Néstor Luján al referirse al libro Los papeles póstumos del Club Pickwick (1837) de Charles Dickens: «Desde Pontevedra y Bayona, salían barrilitos de ostras escabechadas para Inglaterra, aquellos que el protagonista de la obra, Mr. Pickwick, llevaba como regalo navideño a Mr. Wardle y a su familia en la primera mitad del siglo XIX».
Escabechadas, con buen aceite de oliva, vinagre de Jerez y laurel, es como las prepara mi amigo Sacha Hormaechea en el bistrot madrileño que lleva su nombre. Y las sirve –lo pida el comensal o no– con una jarra de cerveza negra irlandesa, a la manera de los pubs dublineses que frecuentaba James Joyce. Si no lo han probado nunca, no se me ocurre una forma más divertida y gratificante de pegarse un atracón ostrícola evitando la opción en crudo. Si albergan dudas, tengan presente que era uno de los platos fetiche del poeta Oscar Wilde, aquel que dijo que «la única forma de superar una tentación es sucumbir a ella». Aunque a él le gustaba asimismo una versión algo más alambicada, con coñac, nata líquida y trufa…
La mejor ostra del mundo
En nuestro país, mantenemos la opinión chovinista de que la mejor ostra del mundo es la gallega, ignorando que cada vez hay menos ejemplares autóctonos y cada vez más de origen foráneo, cultivados hasta cinco años en las rías. Los franceses, que han hecho de la ostra un auténtico rito, distinguen las plates de las creuses en las cartas de sus brasseries y las cobran en función de su origen o del tiempo de crianza. Allí aprendí a comerlas crudas, con unas gotas de limón o vinagre y acompañadas de pan de centeno con mantequilla, bebiendo una copa de Muscadet de Sèvre-et-Maine o de afilado Champagne.
En mis viajes por el mundo, sin embargo, me he encontrado con recetas de todo pelaje que contravienen esta ortodoxia gabacha aplicándole incluso salsa Tabasco al pobre bicho, como gustan hacer en el mítico Oyster Bar de la Grand Central Station de Nueva York. Menos atrevidos, en Boston, me las han puesto rebozadas y con salsa bearnesa. Y en los clubes londinenses más exclusivos de Pall Mall, en esa brocheta con crujiente beicon que ellos llaman angels on horseback.
Otra de mis recetas favoritas son las ostras Rockefeller, que he tenido la suerte de probar varias veces en el lugar en que fueron creadas por Jules Alciatore en 1889: el restaurante Antoine’s de Nueva Orleáns. La última vez fue aquel verano de 2005 en que me obligaron a ponerme una americana encima de la camiseta y los pantalones cortos para acceder a este templo culinario en los días previos al desastre del huracán Katrina.
¿En qué consiste este icono de la creole cuisine? Pues, aunque la receta es secreta, resulta obvio que los moluscos se gratinan con espinacas, un chorrito de Pernod y bastante mantequilla y se les agrega quizá algo de nuez moscada. El invento era, al parecer, un homenaje al magnate John D. Rockefeller. «Tienen ese color verde en alusión al dinero», nos contó entonces medio en broma un veterano camarero del histórico establecimiento de la calle Saint Louis.
Otra colega del gremio, Marta Fernández Guadaño, nos recuerda en Fuera de Serie que existen múltiples formas de elaborarlas: desde rebozadas hasta escabechadas, pero también asadas como en la antigua Grecia, a la plancha, a la crema, guisadas o incluso en cebiche, como está de moda hoy debido a la influencia mundial de la cocina novo-andina, «acompañadas de leche de tigre, el aderezo de lima, jengibre y ají».
Para más preparaciones, les sugiero que se descarguen el manual El cultivo de la ostra rizada en Galicia: pasado, presente y futuro (2017), publicado por el Centro Tecnológico del Mar-Fundación CETMAR de la Xunta de Galicia, que consagra su último capítulo a la cocina de las ostras. «Un manjar con mil posibilidades», afirman los autores, para explicar después la forma de cocción de las ostras al vapor y compartir seguidamente recetas más convencionales (sopa, empanada, ostras con fabas de Lourenzá) o más atrevidas, como el salpicón agridulce de ostras, las ostras en Bloody Mary de tomates negros de Santiago y Ribeiro, las ostras con crema de pimientos de Padrón y ají amarillo, las ostras en escabeche de ajo negro, las ostras en salsa agridulce o las ostras a la parrilla con cilantro y patatillas.
«La aventura creativa es el único acto de resistencia contra la muerte», afirmaba Gilles Deleuze. Por eso, aunque yo en cuestión de ostras me declaro conservador, no puedo dejar de fascinarme ante la imaginación desbordante que algunos chefs han mostrado, en mis viajes, al aplicar a este molusco los tratamientos más arriesgados, como si hubieran tenido una epifanía leyendo La melancólica muerte del chico ostra (1997), ese maravilloso libro de poemas naifs e ilustraciones oníricas firmado por el cineasta Tim Burton. Algunos de esos platos me parecieron tan intrigantes como fascinantes.
Helos aquí: ostra a la vainilla de Madagascar de Alexandre Couillon en La Marine (isla de Noirmoutier, País de Loira); ostras templadas al curry y al comino de Mathieu Guibert en el restaurante Anne de Bretagne (La Plaine-sur-Mer); ostras salvajes de La Camarga, con salsa XO y tocino de Florent Pietravalle en La Mirande (Aviñón); quisquilla de Santa Pola con emulsión de ostras y bullabesa de Fran Martínez en Maralba (Almansa); ostras, manzana y jugo de pepino y apio de Pepe Solla (Poio, Pontevedra); ostra con remolacha y polvo helado de yogur de Oriol Castro, Eduard Xatruch y Mateu Casañas, en Disfrutar (Barcelona) y ostras con algas y cítricos de Elena y Juan Mari Arzak.
Otros, por el contrario, no me impresionaron tanto o, si lo hicieron, fue más bien negativamente: creaciones como la ostra Gaya con chalotas, gel de limón y jengibre, rillettes de sardinas y lámina de plátano helado de Pierre Gagnaire, el gazpacho de remolacha con ostras y vainilla de Dani García o el tartar de ostras al yuzu con lechuga de mar de Stéphane Haissan en 7 Mers (Saint-Malo, Bretaña).
Claro que si hay una elaboración con ostras que ha logrado provocarme pesadillas son aquellas ortiguillas de mar con sesos de conejo y ostra licuada de la temporada 2008 de elBulli, donde Ferrán Adrià y los suyos jugaban con las texturas babosas buscando literalmente sacar de su zona de confort al comensal. Ni el mejor champagne –un blanc de blancs millésimé de 1983– pudo entonces consolarme. Mira que he disfrutado como un chiquillo en todas las visitas que hice en mi vida a Cala Montjoi, pero aquello fue demasiado inquietante para mí. Solo de recordarlo, me aferro al hedonismo decadente de Oscar Wilde y llamo a Sacha para pedir mesa.