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Gastronomía

La mejor fabada del mundo

«La fabada es, al margen de las modas y las estaciones, uno de los platos más representativos de España junto con el cocido, la paella o el gazpacho»

La mejor fabada del mundo

Imagen del concurso para elegir la mejor fabada del mundo. | Gustatio (Facebook)

¿Cuál es la mejor fabada del mundo? El próximo mes de marzo se celebra en Villaviciosa un concurso consagrado a despejar esta incógnita, dentro de las Jornadas Culturales y Gastronómicas de las Fabes impulsadas por el ayuntamiento de dicha localidad. Este peculiar torneo, que organiza desde 2011 la empresa de eventos culinarios Gustatio, está abierto a un centenar de participantes de todo el país y del planeta, aunque suelen imponerse en la final establecimientos del Principado, siendo el último vencedor, en la edición de 2022, el restaurante Cocina Cabal de Oviedo

Sobre la fabada no existe debate posible. Se trata del plato de cuchara más respetado de la gastronomía española: sencillo y popular, aparentemente fácil de hacer, pero que posee también gran complejidad, ligada a la rigurosa selección de los ingredientes y la atención que el guisandero o guisandera deben prestar durante todo el proceso de elaboración.

«Encontraréis este guiso hirviendo a fuego lento en los fogones de muchos cocineros en este tranquilo rincón del norte de España del que procedo. Es un plato rico y abundante, que siempre huele y sabe como si estuvieras en casa», ha escrito recientemente el chef astur afincado en Washington José Andrés agregando que, en su opinión, la fabada resulta ideal para «noches frías o días ventosos, cuando necesitas calentarte de adentro hacia fuera».

Según las últimas investigaciones arqueológicas, las judías fueron una de las primeras variedades cultivadas al inicio de la agricultura y forman parte de la dieta alimentaria del ser humano desde la prehistoria. No era tonto el hombre de Neanderthal que, para protegerse del frío glaciar y reponer fuerzas de cara a combatir contra temibles bestias, descubrió las virtudes de estas legumbres y su alto contenido en proteínas e hidratos de carbono. La facilidad de conservación de las leguminosas, tras su secado, las han convertido, a lo largo de los tiempos, en un manjar longevo y recurrente, pobre pero honrado, que admite mil combinaciones y, guisado en compañía de carnes sustanciosas, ofrece mil posibilidades sápidas.

El origen de las legumbres se sitúa 7000 años antes de Cristo en el sur de México, El Salvador y Guatemala. Cuenta la leyenda que Cristóbal Colón las bautizó como faxones o fabas por su similitud con las habas europeas (Vicia fava). Es ésta una leguminosa del género Phaeolus vulgaris, que crece como semilla dentro de una vaina y se seca, tras la recolección, para facilitar su conservación. Aunque existen antecedentes de su cultivo en el antiguo Egipto o en Roma, la alubia actual y otros parientes europeos proceden de unas especies genéticamente superiores que los navegantes españoles trajeron a Europa, ayudando así a paliar no pocas hambrunas a partir del siglo XVI. 

Desde entonces, se han prodigado por todo el orbe. Y el comensal curioso disfrutará descubriendo las cualidades de los guisantes secos azules germanos la judía áurea china o la lenteja parda de la India; como también le resultará cuanto menos curioso que, en lugares tan soleados como el Caribe, estas semillas comestibles constituyan la dieta principal de la población; en este caso, en platillos de de frijoles con arroz. 

Se trata, en cualquier caso, de un alimento de gran riqueza nutricional, rico en proteína vegetal y en fibras, hierro, minerales y vitamina B, sin colesterol ni grasas. Trescientas calorías por 100 gramos no es tanto, si se tiene en cuenta que lo que engorda aquí no es la legumbre, sino el tocino u otras carnes que se le agreguen. 

En nuestro país, la legumbre ha sido siempre un manjar eminentemente invernal, asociado al cielo gris, la lluvia y la lumbre donde hierve despacio un puchero repleto de alubias con algo de matanza. Estas alubias, judías, fréjoles, mongetes o camparrones –como se conocen en distintas zonas según la variedad y origen– se cultivan con pequeños matices diferenciales en casi todos los rincones de la piel de toro, desde La Bañeza (León), El Barco (Ávila) o La Granja (Segovia) hasta Tolosa (Guipúzcoa), pasando –claro– por el Principado, donde las hay que varias clases, destacando la delicada y menuda verdina y, por encima de todas, la auténtica faba de granja asturiana, con su sabor sutil y su textura mantecosa, que cuenta desde 1990 con su propia Indicación Geográfica Protegida, que supervisa su cultivo en alrededor de 2.500 hectáreas situadas fundamentalmente en los municipios de Luarca, Pravia, Cangas de Narcea y Villaviciosa.

Según explica José Andrés en su newsletter, son precisamente las fabes el ingrediente secreto y el producto que marca la diferencia en cualquier fabada: «Aunque se hallan entre las legumbres más caras del mundo, vale la pena adquirirlas porque tienen esta habilidad casi mágica de conservar su forma y textura tras horas de cocción a pesar de su piel delgada. Así que son delicadas y fuertes al mismo tiempo».

Servida casi siempre como plato único, con su compango dentro del guiso o presentado en fuente aparte, la fabada es, al margen de las modas y las estaciones, uno de los platos más representativos de España junto con el cocido, la paella o el gazpacho. «Un plato barroco y suculento», como lo calificó Manuel Martínez Llopis, con el cual «lo mismo es posible deleitarse en la Pola de Lena, donde se inicia el camino hacia Castilla y donde, según la canción, baxan nubes al suelu, que en Cangas de Narcea, a la vera del bosque de Muniellos, donde aún puede ser escuchado el canto del urogallo, ese ave que expone la vida para cantar al amor». «En las casas ricas», prosigue el erudito en su libro Las cocinas de España (1990), «se viste con un derroche de lacón, oreja y pies de cerdo, tocino, morcillas y longaniza, pero en los hogares modestos su apariencia es menos aparatosa, la suficiente para engañar al paladar con su gusto excitante».

Su origen se pierde entre leyendas populares, que incluyen un lejano (y dudoso) parentesco con el cassoulet del Béarn. Pero la más verosímil es que se trata de una variación sofisticada del pote asturiano o potaje de berzas, versión norteña de la olla podrido castellana a base de berza, patata, fabes y diferentes productos del gorrino.

Siempre se ha atribuido a la novelista y eminente gastrónoma Emilia Pardo Bazán la transcripción de la primera receta en La cocina española antigua (1913), que más que un recetario de uso doméstico es libro de cocina íntimo y literario y un documento sobre la sociedad de su tiempo, donde la autora de Los pazos de Ulloa (1886) indica certeramente que «cada nación tiene el deber de conservar lo que la diferencia, lo que forma parte de su modo de ser peculiar». Sin embargo, hoy sabemos que la fabada ya aparece citada el Diario de Las Cortes, en una transcripción de la sesión parlamentaria del 15 de marzo de 1880, cuando un diputado valenciano se refirió a este plato durante su intervención: «Yo no sé lo que comen en Asturias, pero tendrán de seguro una paella especial que debe de ser buena, porque casi todos los asturianos que conozco son robustos. Un señor asturiano me dice que lo que allí se come se llama fabada… pero, en fin, debe de ser buena».

El plato ya se había convertido en santo y seña de la región cuando, en septiembre de 1882, abrió en Madrid el Centro Asturiano y dicha inauguración fue debidamente reseñada en el diario El Comercio, apuntando que el lugar proponía «una clásica fabada, que fuera de la tierra despierta recuerdos muy agradables y hace del paisano un cariñoso hermano».

Unos lustros más tarde, Francisco Díaz, jefe de cocina de la fonda La Serrana de Avilés publicaría en 1910 la primera receta de este plato, cuya elaboración se ha conservado incólume hasta hoy: «A las 10 o 12 horas, antes de ponerse a cocer se ponen a remojo las habas con el lacón cortado a trozos para que no salga la fabada salada. Por la mañana ponerlo a cocer en agua fría con una cebolla grande cortada a trozos, una cucharada de aceite, una cucharada de pimentón dulce, y pasados unos 40 minutos se le echan unas cuántas morcillas bien lavadas, procurando que la fabada obtenga suficiente caldo para todo con la sal correspondiente».

Yo no soy muy amigo de agregarle cebolla ni pimentón –creo que el del chorizo es suficiente–, aunque sí en cambio defiendo la aparición de unas briznas de azafrán casi al final de la cocción, para conferir al guiso aroma y color, pese a que se trata de un elemento externo ya que en el Principado nunca ha crecido el Crocus sativus.

«Como punto de partida, son importantes unos buenos ingredientes. Pero lo es más el amor y cariño que le ponían al guiso las abuelas», recalca de forma entrañable el chef ovetense Pedro Martino. Más sardónico y costumbrista, mi admirado José Manuel Vilabella escribió un día, con su jocosidad habitual, que la fabada es plato «que no debe interpretarse como ascos que suelta el cuerpo, sino como relincho de satisfacción de ese animal que todos llevamos dentro». «Comparado con los cuescos del cocido», añadía sin rubor, «el pedo fabadino es cantarín, espontáneo y liberal, mientras que el que se basa en el garbanzo es retorcido y poco noble, torvo y mal encarado». ¡Qué pluma incomparable la de Vilabella!

En su diatriba sobre las flatulencias producidas por las legumbres cocinadas a fuego lento entronca con otro escritor indomable como era Paco Ignacio Taibo I, el cual en su imprescindible Breviario de la fabada (1981) consagra tres páginas a reivindicar el pedo. Describe Asturias como «el paraíso del pedo libre» y hasta propone puntuar la calidad de tal o cual versión del guiso en base a los gases que este nos haya provocado: «Ayer comí una fabada de tres pedos y medio», señala. Y hemos de suponer que esa es una nota bastante alta.

Volviendo al tema de la mejor fabada del mundo, como he ejercido de jurado en cientos de concursos culinarios me confieso proverbialmente escéptico con el resultado. Esta clase de torneos con un jurado profesional concienzudamente escogido son sin duda objetivos, pero también injustos para todos, ya que no permiten al participante trabajar en las condiciones idóneas de su propia cocina. Así que el vencedor suele ser el que con mayor fortuna ha esquivado una sucesión de incidentes imprevistos.

Sí me atreveré a señalar que en el Principado existen casas notables que han tomado este guiso por bandera, desde los templos gastronómicos Casa Gerardo (Prendes) o Casa Marcial (Arriondas) hasta clásicos de la cocina regional como Los Pomares (Gijón), La Máquina (Siero), El Cruce (Soto del Barco), El Llar de Viri (San Román de Candamo) o Casa Chema, en las afueras de Oviedo, ganadora del concurso en dos ediciones. Igual que, en la Villa y Corte –donde resido habitualmente–, he disfrutado fabadas de mucho fuste en direcciones clásicas como Casa Hortensia o casi insospechadas como La Cruz Blanca de Vallecas o el Mesón Arturo en el distrito de Hortaleza.

En cuanto a mi preferida, me permitiré darles un par de nombres que llevo en el corazón: la que estuvo haciendo hasta los 83 años Amalia García Díaz en el Parador del Puerto de Tarna, en el límite de Asturias con León, y la que prepara todavía hoy diariamente Doña Julia Bombín en el restaurante Asturianos de la madrileña calle de Vallehermoso. ¡Dos cumbres incuestionables de la cocina de ayer, hoy y siempre!

¿Y que aconsejamos beber con este monumento de la cuchara patria? Recurriendo de nuevo a Martínez Llopis, coincidiremos con el maestro en que «su compañera inseparable es la sidra, que antaño se escanciaba en las típicas tariegues, recipientes de barro que aún perduran en algunos lugarejos medio olvidados, pero que hoy han sido sustituidas por cumplidos vasos de fino cristal en los que la sidra debe cantar al caer desde lo alto al gusto del bebedor, que va trasegando culines cuya mitad va a remojar el suelo».

No obstante, otro buen amigo, el añorado Ismael Díaz Yubero, advertía en Sabores de España (1998) contra este bebida procedente de la manzana que «en la fermentación digestiva complica la asimilación del plato» y recomendaba como alternativa «un tinto de consistente estructura y buena crianza», que yo interpreto como un rioja clásico con algunos años, con la acidez necesaria que aporta a la tempranillo un pequeño porcentaje de la uva mazuelo y un envejecimiento en barrica lento y poco presente en el paladar.

Anoten los lectores más inquietos que Pedro y Marcos Morán de Casa Gerardo gustan, por su lado, acompañarla con vino espumoso de Champagne, contraviniendo cualquier norma impuesta de maridaje regional o preocupación digestiva. Yo, por mi parte, suelo recurrir a tintos ligeros y frescos del noroeste peninsular, aunque también me dejo tentar por un buen gamay. Y es que estamos en esto por el placer, que puede venir tanto de lo novedoso como de lo conocido. Así que descorchen ustedes con la fabada la botella que les venga en gana y piensen tan solo en asegurarse una sobremesa lo más agradable posible, pausada y acaso meditativa. Y, si es al calor de una chimenea, aún mejor.  

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