La paradoja del régimen iraní
Su mayor fortaleza en el exterior coincide con el momento de mayor debilidad interna del gobierno de los ayatolás
El pasado 1 de abril la agencia estatal iraní anuncio que altos cargos de la Guardia Revolucionaria habían muerto en un ataque a su embajada en Damasco, Siria. Con la desaparición de su jefe de operaciones en el exterior, o Quds en la nomenclatura del régimen, el General de Brigada Mohammed Reza Zahedi, y su mano derecha Mohammed Hadi Haji Rahimi, la acción iraní en el exterior sufre su mayor contratiempo desde que el 2 de enero de 2020 el mítico jefe de la Guardia Revolucionaria el General Suleimani fuera ejecutado por un dron americano en la letal Route Irish entre el aeropuerto y la Zona Verde de Bagdad. Con dos probables delfines de Khatami eliminados en cuatro años, la sucesión en la cúpula iraní se complica.
La reacción inmediata de los Mullahs es casi idéntica a la de entonces. El Ministro de Exteriores de Teherán, Hussein Amirabdollahian, denunció el ataque como una «violación de las normas internacionales» y auguró una «venganza implacable» al «Gran y pequeño Satán» (EEUU e Israel) mientras pacta en Doha una respuesta «equivalente y satisfactoria» en una base americana en la región para consumo interno de una sociedad convulsionada y, sobre todo, para subrayar a los árabes que el régimen teocrático de los Mullahs es sólido y esta en la «vanguardia de la lucha antiimperialista en la región y único valedor de la causa palestina en el mundo musulmán».
Una coreografía bien cuidada por ambas partes desde hace décadas, con el doble objetivo de a la vez motivar a la ‘calle iraní’ y al mismo tiempo evitar provocar una reacción por parte de los EEUU y/o Israel que ponga en evidencia la debilidad defensiva de Teherán ante una confrontación directa con sus némesis regionales. Una confrontación directa, que tras las intervenciones de Irak y Afganistán a principios de siglo, posiblemente traiga consecuencias imprevisibles que tampoco desean ni en Washington ni en Jerusalén. Desechada una ocupación militar y reconstrucción de Persia tras los recientes fracasos en ambos vecinos, el escenario de un Irán post-Ayatolás revolucionarios, sin control y en implosión económica/social es la peor pesadilla para todos los actores regionales y globales. Si hay transición en Irán vendrá del interior de los poderes estructurales del régimen quizás catalizados por una sociedad civil al límite de su paciencia. Según la activista Rina Amiri, «ya no hay zanahorias que repartir, solo palos».
Pero han pasado más de cuatro años y el contexto interno y regional para Teherán ha evolucionado sustancialmente en dos direcciones opuestas y quizás contradictorias. Como en los últimos años del Shah Reza Palhevi, su mayor fortaleza en el exterior coincide con el momento de mayor debilidad interna del régimen. Una debilidad alarmante para una gerontocracia que ya se ha quedado sin respuestas ante las demandas de una sociedad que desconoce y la asusta. Ante ese temor, prima la estrategia de «cuando uno no sabe qué hacer, hace lo que sabe» y, así pues, el régimen actúa como toda dictadura autoritaria, intenta comprar o reprimir para sobrevivir.
Por una parte, la cúpula del régimen ha envejecido y se enfrenta a un relevo generacional ante una crisis interna estructural, es decir; económica, política, social y cultural, que comienza a dinamitar la propia legitimidad de la revolución del 79 y su supervivencia a medio plazo. El régimen detecta los mismos síntomas que acabaron con el Shah a finales de los años setenta ahora en la sociedad persa.
Por otra parte, esta pesadilla interna coincide con la mayor proyección de influencia y poder en la acción exterior de Teherán desde que Jimmy Carter proclamara en 1978 que «Irán es el pilar de estabilidad y de progreso en Oriente Medio» cuando el Shah estaba en su cenit de influencia exterior mientras su régimen se desmoronaba en los zocos y las mezquitas del país.
Pero vayamos por partes, en el frente interno el régimen teocrático de líder Supremo Ayatolá Ali Khamenei (85 años) se enfrenta simultáneamente a tres retos que amenazan a los pilares del propio ‘sistema Khomeini’, su solvencia, su legitimidad y su ideología.
El 13 de septiembre de 2022 una paliza por parte de la Policía religiosa mata a una joven kurda Mahsa Amini «por colocarse el hijab incorrectamente» y enciende la mecha de unas protestas en todo el país que bajo el lema «Abajo el dictador» -refiriéndose al primer ministro Ebrahim Raisi y el colectivo teocrático que gobierna el país. La protesta se convierte en una revuelta que canaliza la frustración generalizada de una sociedad que por primera vez en cuarenta años no pide más subsidios o reformas políticas, sino que pide directamente el cambio de régimen. Curiosamente, el mismo eslogan y las mismas demandas que clamaban las masas contra el Shah en 1978.
Las protestas a lo largo de los últimos 18 meses han sido severamente reprimidas con una virulencia exagerada (se calcula que han ejecutado a más de 420 personas y encarcelado a más 30.000). Khamenei y su Consejo de la Revolución temen hacer concesiones, pues todavía recuerdan las lecciones de la implosión de la URSS en 1989-91, la respuesta china en Tiananmén 1989 y ‘las primavera árabes’ de 2011. Los Mullahs interpretan que cuando un régimen muestra síntomas de debilidad y concede reformas políticas firma y certifica su suicido a medio plazo. Solo la firmeza garantiza la supervivencia.
Ante estos parámetros no sorprendió que las elecciones parlamentarias y para la Asamblea de Expertos de marzo tuvieran el índice de participación más bajo de la historia de la República Islámica, un 41 %. Las protestas, la represión, la endémica corrupción y perpetua crisis económica con una inflación desorbitada del 45 % anual, un paro de 25 % (los jóvenes menores de 25 años de un 54%), falta de perspectivas –Irán debe crear 1,8 millones de empleos anuales para absorber a su crecimiento demográfico-, y un empobrecimiento generalizado con la virtual desaparición de la clase media o ‘zoco’ que fue la masa social que apoyo la revolución de 1979, dinamita la legitimidad y solvencia del régimen. A su vez esta realidad provoca tensiones entre los persas arios y las etnias periféricas del país como los beluchis en el este, los azerís en el norte, los kurdos en el este y los árabes del sureste. A ojos del régimen, la sensación paranoica de estar rodeados de enemigos exteriores e interiores, siempre presente en la historia persa, les parece más real que nunca.
Las quinielas sobre la sucesión de Khamenei también debilitan al régimen. Tras la muerte de Soleimani, en 2022, Mojtaba, el hijo de Khamenei, fue elevado a Ayatolá en Qom bajo dudosas credenciales religiosas para una posible sucesión dinástica que alarmó al resto de la curia chiita. Esto provocó que en un golpe de autoridad Khamenei destituyera a su jefe de Inteligencia Hossein Tayeb, para dar ejemplo a los demás, y depurara los cuadros de la Guardia Revolucionaria en prevención de un posible golpe palaciego en cooperación con los Mullahs «reformistas» de Isfahan, Mashad y Teherán frente a los «conservadores» de Qom y Kerbala en la vecina Irak. El líder Supremo desea tener el monopolio de una posible opción bonapartista que el ataque del 1 de abril a la Embajada en Damasco le ha vuelto a frustrar.
En el frente externo desde la invasión de Putin de Ucrania el pasado 24 de febrero 2022 y el ataque de Hamás desde Gaza a Israel del 7 de octubre de 2023 Irán ha visto como su peso exterior ha aumentado considerablemente y refuerza al régimen como potencia revisionista en la nueva geopolítica global. Este auge se basa en tres ejes:
- La consolidación de su alianza informal con Rusia (suministrador de stocks armamentísticos) y China (fuente de hidrocarburos) como pilar del eje revisionista global.
- Su éxito de su estrategia de «defensa adelantada» a través de su «Eje de resistencia» con milicias afines en Palestina (Hamás), Líbano (Hezbolá), Iraq (Sadristas y Katab iz Ayatollah), Yemen (Hutíes), Afganistán (Hazaras), Pakistán (Beluchis) y Siria (apoyo al régimen de Bashar al-Assad) que llevan la iniciativa y mantienen el conflicto lejos de las fronteras de Irán.
- Su certera apuesta por optar por el arma nuclear, que unida a su «ambigüedad estratégica» sobre el cuándo y el cómo será materializada, aumenta su peso como única potencia musulmana que podría amenazar la existencia de Israel y, por lo tanto, se consolida como un actor esencial en el presente y futuro orden regional.
Conviene recordar que el Acuerdo Nuclear de 2015 que repudió la Administración Trump en 2018 pretendía retrasar lo inevitable con incentivos económicos y políticos que interesaban a los Mullahs como medio para aumentar esa «ambigüedad estratégica», pero que nunca aceptarían en su conjunto, pues significaría ceder su mayor activo estratégico a cambio de nada y ofrecer una imagen de vulnerabilidad no deseada. Los ejemplos del Iraq de Sadam Huseín en los 90 y de la Libia de Muammar Al- Gadafi cuando cedieron sus aspiraciones nucleares para que años después fueran depuestos por coaliciones occidentales pesan mucho en el régimen iraní, que no desean de ninguna manera emularlos.
Los hechos demuestran que la disuasión más efectiva para evitar la ‘bomba persa’ es, por una parte, el informal ‘acuerdo entre caballeros’ entre Pakistán con Arabia Saudí por el que en el momento en que Teherán adquiera la bomba, Islamabad se la traspase a Riad. No en vano, la ‘Bomba Islámica’ del Dr. Khan en 1998 fue financiada con petrodólares saudíes. Y, por otra parte, el despliegue de las Quintas y Sexta Flotas de EEUU en el Golfo Pérsico y Mediterráneo Occidental, respectivamente, también subrayaban este aspecto disuasorio sin ambigüedades por parte de EEUU.
Así pues, la iniciativa está en manos de Teherán y los golpes de mano de sus milicias afines en la región, ya sean los Hutíes atacando las vías marítimas o los drones de Kitab iz Ayatollah que mataron a tres soldados americanos en una base de Siria o los ataques de Hamás y Hezbolá al sur y norte de Israel, tienen tres cosas en común que favorecen a los persas:
- Todos dependen financieramente de Teherán y están pertrechadas y entrenadas por la fuerza Quds iraní.
- Todos tienen la autonomía estratégica y táctica de una franquicia, como antaño tenía Al-Qaeda. Es decir, que Irán puede rechazar la responsabilidad directa de sus acciones y, por lo tanto, tienen «plausible deniability». Así pues emplazan a sus adversarios, es decir a EEUU y a Israel, a ser los que decidan si optan por escalar en su respuesta militar hacia un enfrentamiento directo, controlando la agenda del conflicto.
- Sus acciones le permiten dominar «la narrativa de resistencia» de la causa palestina ante la ‘calle árabe’ –sorteando su debilidad numérica como líder chiíta en una región de mayoría Sunní, ante la Umma o comunidad musulmana de Indonesia a Marruecos y en todo lo denominado el Sur Global-, una proyección que le da legitimidad ideológica frente a su debilidad económica, social y cultural.
A todas luces uno podría concluir que el régimen iraní es uno de los grandes beneficiados por la deriva de las dos guerras regionales más trascendentales de esta década, Ucrania y Gaza, y que la crisis existencial a la que se enfrenta la tiranía teocrática de los Mullahs puede ser superada si el régimen mantiene su actual estrategia de «defensa adelantada» y logra implantar su equilibrio de terror en la región. Si los fundamentos del régimen fueran más sólidos uno quizás llegaría a aceptar que un nuevo orden persa a modo de la tiranía militarista de Cyrus el Grande se implantaría en la región como sucedió antaño, pero la evidencia apunta a que la actual estrategia de Teherán solo tiene tres probables escenarios futuros:
- Una escalada militar gradual y/o repentina de consecuencias existenciales para el régimen y posiblemente la región en su conjunto, ‘la opción Somalí’. Poco probable.
- Una reforma del régimen tras un evento/crisis que implique una decisión binaria para su supervivencia, ‘la opción sudafricana’. Anecdótica pero la más deseable.
- Una sutil y prolongada decadencia del régimen, ‘la opción Paquistaní’, que diese como resultado un estado fracasado de facto aunque no de jure. La más probable.
Andrew Smith Serrano es analista del Centro para el Bien Común Global de la Universidad Francisco de Vitoria.