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Josu de Miguel

Cien años de Weimar

El 9 de noviembre de 1918, el socialdemócrata Scheidemann proclamó la república de Weimar. Se la conoce así porque fue en dicha ciudad de provincias donde se reunió la Asamblea constituyente que en el verano de 1919 adoptó la Constitución diseñada, en gran medida, por el eminente jurista Hugo Preuss.

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Cien años de Weimar

El 9 de noviembre de 1918, el socialdemócrata Scheidemann proclamó la república de Weimar. Se la conoce así porque fue en dicha ciudad de provincias donde se reunió la Asamblea constituyente que en el verano de 1919 adoptó la Constitución diseñada, en gran medida, por el eminente jurista Hugo Preuss. En Berlín, auténtico corazón de lo que luego sería Weimar (véase el reciente libro de Francisco Uzcanga), era del todo imposible garantizar la seguridad de los diputados. Alemania acababa de perder la I Guerra Mundial, el sistema político guillermino se había derrumbado con una pasmosa facilidad y la izquierda amenazaba con instaurar una dictadura soviética de consejos. Ebert, canciller transitorio hasta convertirse en presidente, comete un error de bulto: pactar con el ejército la sofocación de la revolución, dando como resultado la incorporación a la vida pública de los Freikorps, organización paramilitar de antiguos oficiales a quienes cabe atribuir —entre otros muchos— el brutal asesinato de los espartaquistas Karl Liebknecht y Rosa de Luxemburgo.

Los primeros años fueron extremadamente difíciles. En materia de orden público, la Constitución no estuvo plenamente vigente en todo el territorio hasta 1924. Los estados excepcionales se sucedían intentando neutralizar los distintos alzamientos. En esta primera fase ya se prefiguró por donde vendría la crisis final: entre 1919 y 1922 hubo 22 asesinatos atribuidos a los comunistas y 354 cometidos por derechistas. Tales crímenes, al igual que los putsch protagonizados por Kapp y Hitler y Ludendorff, tuvieron como respuesta unas penas indulgentes por parte de los tribunales. Se demostraba que dentro del Estado constitucional había otros estados agazapados, como era el caso de la propia judicatura, la administración y el ejército, dispuestos a cegar todas las vías de democratización de la sociedad y a torpedear la Constitución. La leyenda de la “puñalada por la espalda”, que atribuía la derrota militar certificada en Versalles a la conspiración entre judíos, socialistas y otros enemigos de la patria, se hizo además fuerte en algunos partidos y amplias capas de la población.

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Combate en las calles de Berlín en septiembre de 1919. | Foto: Internal News Photos Copyright | Wikimedia Commons

Pese a la pesada carga de la derrota, pese a la difícil situación económica, los inicios de Weimar fueron también un terremoto cultural de gran magnitud. Tuvo fuertes réplicas en otras partes del continente, como fue el caso de España a partir de 1931. A lomos de un expresionismo que ya estaba presente en los estertores del Imperio, la aparición de la república supuso una revolución intelectual y artística que aún sigue asombrando a los diversos estudiosos que se acercan al zeitgeist de la época. Una extraordinaria comunidad de la razón, como la definió Peter Gay en su indispensable (y descatalogado) libro, emerge a comienzos de 1920 con el objetivo de aprender a “vivir con la república”. Sin embargo, dicho aprendizaje, con algunas importantes excepciones, no se resolvió en una fidelidad y confianza en el futuro de la democracia naciente, sino en una análisis equipado para descubrir los defectos y los vicios de un sistema político que se consideraba extraño a la tradición alemana.

Quizá no sea especialmente importante esta sutil distinción entre la cultura de Weimar y la cultura en Weimar si hacemos un repaso somero a las innovaciones producidas hasta la llegada de los nazis en 1933. En cuanto a los asuntos públicos, la irrupción del periodismo y de grandes grupos mediáticos que editaban cabeceras y revistas de una calidad deslumbrante (gracias, en gran medida, a la aparición de nuevas técnicas fotográficas), supuso la profunda transformación de la vieja esfera liberal y burguesa que desde el siglo XIX había tratado de conectar gobernantes y gobernados. La columna alcanza categoría de arte bajo la pluma de Polgar, Kisch o Roth, mientras que los semanarios (por ejemplo, el soberbio Die Weltbühne de Tucholsky y Ossietzky) especializados en política, literatura y otras variantes, se convierten en los principales foros de debate. En lo relacionado al desarrollo de la arquitectura y el arte, Eric Weitz da cuenta en su libro de las sobresalientes tendencias enfocadas a integrar a los ciudadanos en las profundas transformaciones que traía aparejada la modernidad industrial. Apunten algunos nombres, sin ánimo de exhaustividad: Mendelsohn, Gropius, Zinnemann, Wiene, Grosz, Brecht o Döblin, creador de la famosa novela urbana Berlin Alexanderplatz.    

Los avances técnicos y la generalización de derechos de ciudadanía y en particular de la mujer incentivaron la aparición de una cultura del miedo

No es extraño que cuando se estabiliza la república en 1924, gracias a algunas modificaciones en las condiciones impuestas a Alemania en Versalles y a la introducción de cambios en la política monetaria por parte de Hjalmar Schacht, aparezca la “nueva objetividad” artística como rechazo al expresionismo dominante. El control de la inflación galopante, la mejora significativa de las condiciones de vida y la apertura del país a la esfera internacional, fruto del gran trabajo de Gustav Stresemann, no aquieta los conflictos y el desgobierno secular: a lo largo de la existencia, la república contó con un nuevo ejecutivo cada ocho meses y medio. Tras la  muerte de Ebert, Hindenburg es elegido presidente en 1925. Su figura, muy vinculada al pasado imperial y al conservadurismo de corte militar, revela un giro autoritario y hegeliano en la sociedad alemana, deseosa de recuperar unos valores tradicionales que estaban siendo promocionados desde la academia por autores como Meinecke, Schmitt, Spahn o Spengler. 

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Superviviente del campo de concentración nazi Buchenwald, cerca de Weimar. | Foto: AP Photo/Jens Meyer

En gran medida, Weimar sería víctima de sus propios éxitos. Los avances técnicos y la generalización de derechos de ciudadanía y en particular de la mujer, incentivaron la aparición de una cultura del miedo que se consolida frente al incesante cambio social y el hedonismo de los “locos años veinte. La república comienza a parecerse al sanatorio de Davos de La montaña mágica de Thomas Mann, donde se respira una pulsión de muerte provocada por el temor a la decadencia civilizatoria. La crisis de 1929 aumenta desaforadamente el déficit fiscal y el desempleo. La famosa “coalición de Weimar”, integrada por los socialdemócratas, los católicos del Zentrum y los liberales, desatienden las tempranas enseñanzas de Weber sobre la necesidad de anteponer la responsabilidad a las convicciones, y dejan caer al canciller Müller como consecuencia de sus diferencias políticas. Brüning, que trata de salvar la situación mediante un programa de recortes en los salarios de parados y funcionarios, se tiene que apoyar en los decretos presidenciales para intentar superar la desconfianza parlamentaria.

El Tercer Reich “nació por generación espontánea, fruto contra natura del vientre que lo parió”. Una garantía para que la historia no vuelva a repetirse

El rechazo de uno de esos decretos por parte del Reichstag, implicó su disolución por parte de Hindemburg y la celebración de unas elecciones en septiembre de 1930, donde los nazis pasaron de apenas 800.000 votos a más de 6.000.000 y 107 diputados. El suicidio democrático de Alemania, culminado con la elección de Hitler como canciller el 30 de enero de 1933, ha intentado ser explicado desde diferentes enfoques y acudiendo a las más diversas teorías. Sin embargo, sigue constituyendo un misterio cómo pudo gestarse y, lo que es peor, planificarse y ejecutarse, el experimento de irracionalismo político más espantoso de la historia de la humanidad. Jean Améry, en el segundo prólogo a su libro donde explora la conditio inhumana de las víctimas del nazismo, rechaza tentativas económicas y especulaciones sobre la dialéctica de la Ilustración, sentenciando —de manera escalofriante— que el Tercer Reich “nació por generación espontánea, fruto contra natura del vientre que lo parió”. Al menos parece una garantía para que la historia no vuelva a repetirse.  

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