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Cultura

Andrés Trapiello: «Sánchez trata de ganar la Guerra Civil en el BOE 80 años después»

THE OBJECTIVE conversa con el escritor sobre la vida, la literatura y la memoria con motivo de la publicación de ‘Éramos otros’, el nuevo volumen de sus diarios

Andrés Trapiello: «Sánchez trata de ganar la Guerra Civil en el BOE 80 años después»

Andrés Trapiello en una entrevista en THE OBJECTIVE. | Carmen Suárez

Llega a las librerías Éramos otros (Ediciones del Arrabal), el volumen 24 de los diarios de Andrés Trapiello (Manzaneda de Torío, 1953), que constituyen uno de los pilares de su obra. El lector se encontrará en esta nueva entrega con el fluir de la vida observado por una mirada sabia y sagaz, capaz de encontrar en un detalle en apariencia nimio una epifanía. Asoman en estas páginas escenarios recurrentes como el Rastro y hay viajes a ciudades como Nápoles, Belfast o Bruselas. También se cuenta el encuentro nocturno en una sala de espera televisiva con un exdirector de periódico, hay un sentido homenaje a Miguel Delibes y algunos retratos de literatos esculpidos con el cincel de la sátira demoledora. Y hay montones de pequeñas escenas convertidas en prodigios literarios: desde un viejecito que vende libros por los bares de Cádiz al incómodo encuentro en una calle de Madrid con una escritora que trata de escabullirse, pasando por una discusión en el Rastro a cuenta de la placa de un premio chino que se le otorgó al autor y que ha acabado misteriosamente en manos de un vendedor. Todo ello contado con una de las mejores prosas de las letras españolas del presente. THE OBJECTIVE conversa con Andrés Trapiello sobre sus diarios, su trayectoria, la literatura y algunos temas de actualidad.

PREGUNTA.- Esta es la vigesimocuarta entrega de sus diarios. ¿Cuál es su disciplina de escritura? ¿Ha variado en algo su metodología a lo largo de los años? ¿Y su mirada? 

RESPUESTA.- La mirada sí, seguro que ha variado un poco, y la vista algo más. En la vejez, a la que ya estoy asomado, parece que se afina la visión. Galdós, que terminó ciego, dijo esperanzado después de una de las operaciones que le hicieron: «Veo moscas en el horizonte». Es verdad, con los años refina uno más su puntería, e igual no se ve mejor y tiene uno la vista cansada, pero sí se sabe hacia dónde mirar. Y disciplina yo a lo mío no lo llamaría, con los años eso es otra más de las rutinas. ¿Qué va a hacer uno, sino trabajar? Lo que JRJ llamaba «el trabajo gustoso» y la intuición son los caminos más apropiados hacia el conocimiento y la felicidad, me parece a mí.

Portada del libro

P.- Usted cultiva también otros géneros -poesía, ensayo, novela, articulismo-, ¿qué virtudes tiene este género y qué retos plantea frente a los otros? 

R.-Creo que la poesía está o debería estar un poco en todas las cosas, incluidos los artículos de los periódicos. La poesía te lleva a lugares inesperados, y lo hace con una luz nueva. El género del diario, al menos el que escribo, supongo que será un poco como yo mismo. Hay diarios en los que prepondera el sexo, en otros se da mucha importancia a la comida, en otros a los enredos sociales o políticos, en unos abundan los encomios y los autobombos, los ajustes de cuentas y venganzas… Unos son joviales, otros amargos… Decía Unamuno que toda obra de verdadera confesión es obra de originalidad siempre, sea quien fuere el que se confiese. Estoy de acuerdo. Y en todo caso, no hay diarios malos, sino vidas mal contadas. Desde el primer momento he tratado de poner en los míos un poco de todo, tratando de recoger los más posibles aspectos de mi vida. Hay quienes en sus diarios son muy pudorosos y nos celan cualquier noticia familiar, o sus ideas políticas o religiosas… Estamos hechos de muchas cosas: familia, soledad, amigos, viajes, retiros, humor, tristeza, momentos de celebración y ratos melancólicos… El reto está en poner por escrito, con la mayor aproximación a la realidad, todos esos estados anímicos y aquellos hechos que nos resultan significativos, en su justa medida. Y que el lector se descubra también en ellos, como nos descubrimos todos en un libro, en un paisaje, en otras personas… No hay que olvidar tampoco que el diario es la crónica de un desplazamiento. Acudimos al diario a encontrarnos con el que debimos ser en algún momento, y no fuimos. Son eso que los franceses llaman con mucha gracia «espíritu de la escalera», lo que se nos ocurre cuando ya hemos salido de tal o cual sitio, alejado de tal o cual situación en la que no estuvimos a la altura. Así que el diario, al menos el que escribo yo, tiene mucho de reencuentro conmigo mismo, y eso en el mayor número de tonos posibles, dando que pensar y dando que reír.

P.- En sus diarios aparece lo cotidiano y lo íntimo, y no elude situaciones en las que no sale muy bien parado. ¿En un diario se puede y debe contar todo? ¿O todo diarista al final se pone una máscara, interpreta un personaje? 

R.- Le pasa a sus preguntas como a mis diarios, en cada una vienen siete u ocho, y no se pueden contestar con pocas palabras. Bueno, la verdad es que no hay preguntas simples, las que nos importan vienen con otras juntas, como las cerezas. Toda la literatura biográfica (memorias, autobiografías, diarios, incluso la epistolar) acaba siendo una construcción o para decirlo de otro modo, una ficción. No puede ser de otra manera. Al contrario que en las sumas, el orden de los factores altera el producto y la selección de unos hechos u otros, siendo todos ciertos, puede dar como resultado sumas muy diferentes. Cada escritor, cuando habla de sí mismo, escoge también de la realidad aquellos hechos o meditaciones que perfilan una imagen que le conviene o que le parece la más acertada. Y por supuesto que no se puede ni debe de contar todo. Eso nos llevaría al personaje aquel borgiano que levantaba mapas a escala real. Se debe contar aquello que hable por nosotros acertadamente, nada más. Y además, ¿qué es contar todo? ¿Qué es todo?

En un diario importa la verdad, pero en uno como el que trato de escribir, que tiene tanto de novela, importa menos. En una novela más que la verdad cuenta lo verdadero, ni siquiera lo verosímil. No es verosímil que nadie haya vivido en las copas de los árboles como el barón rampante, ni siquiera es del todo verosímil don Quijote, y sin embargo a través de ellos se nos entrega una realidad llena de verdad. El autor cuenta unas cosas sí y otras no, y el lector unas las cree y otras no, por muy verdaderas que sean. Ese es el juego. ¿Por qué un lector a veces da por verdaderas ficciones absolutas y no se cree hechos que son verdad? Luego está el asunto de la máscara. Es cierto, con máscara somos más libres, y dejamos que un personaje de ficción hable por nosotros. Eso lo hizo de una manera sublime Chaplin, hablando de sí mismo a través de Charlot, a veces historias trágicas envueltas en la cortesía del humor. Y está por último el asunto de la intimidad.  Intimidad no es contar cosas comprometidas o indiscretas. Intimidad es acercarse a la realidad sin destruirla ni falsearla. Puede haber más intimidad en hablar de una rosa o de un paisaje, que en confesar lo inconfesable. No sé, todo eso es difícil de explicar. Al final todos actuamos un poco por instinto, la intuición nos lleva de la mano, como el ángel de la guarda. Vamos haciendo las cosas, mejor dicho, las cosas se van haciendo un poco solas. Esa sensación la tengo yo. Echo la vista atrás y no sé muy bien cómo se han escrito mis libros ni cómo hemos sacado adelante a los hijos ni vivido tanto. Como si nosotros solo hubiéramos cuidado de que se fueran haciendo. Pero hacerse, libros o hijos, se han hecho solos. Eso tiene mucho de milagro, valgan lo que valgan.

«Hay algo en la ficción que nos ayuda a comprender el desorden del mundo»

P.- ¿Qué diaristas le interesan como lector? ¿Aprendió de alguno alguna lección importante para la escritura de los suyos? 

R.- Los hay, como decía, de muchas clases. Me gustan los de Pessoa y los de Ana Frank, los de Stendhal y los de Azorín (en realidad casi toda la obra de Azorín, como la de Unamuno, fue un extenso diario y de los dos me gusta casi todo lo que escribieron), los de Marià Manent, los de Jiménez Lozano y los de Jovellanos, que he leído hace poco. Jiménez Lozano, por ejemplo, raramente habló en ellos de nada íntimo o familiar, pero puso toda su intimidad en contarnos Port-Royal, y trataba a los acianos o azulejos, esa flor tan humilde y bonita de Castilla que fue como su enseña, como a persona de confianza. De todos ellos he aprendido o procurado aprender a hablar con naturalidad de las cosas y de mí mismo. En general, los diarios intelectuales o culturales me gustan menos. Me gustan los libros que hablan de la vida bastante más que los que hablan de arte, de filosofía o de literatura. Estos solo me gustan cuando logran hablar de arte, filosofía o de literatura con naturalidad y como de algo vivo. Así leo también los ensayos de Montaigne, que son como un maravilloso diario de lecturas y de vida. Decía Rilke que cuando todo sucede naturalmente las cosas son todavía más extrañas. Y la literatura se ocupa sobre todo de extrañezas, de anomalías, de milagros. O sea, de cosas comunes y naturales. A veces la claridad no es posible, pero lo que no comprendo es buscar la oscuridad y escribir oscuro para parecer profundo.

P.- El primer volumen se publicó en 1990 y correspondía al año 1987. La distancia entre escritura y publicación se ha ido ampliando y el volumen que aparece en 2023 corresponde a 2010. ¿Qué siente al releer ese material, se sigue reconociendo en esa persona que lo escribió? 

R.- Es un proceso al que uno le ha ido cogiendo el tranquillo, aunque puede parecer enrevesado. La mitad de lo que escribo, leído unos años después, no tiene el menor interés. Es frustrante, después de haber escrito tanto, no saber aún escribir del tirón, qué le voy a hacer. En fin, que entonces la mitad que queda, entre cien y doscientas páginas, crece, en un espacio corto de tiempo, hasta las quinientas o seiscientas que acaba teniendo el tomo. Este lapso de tiempo, ese reposo, es lo que hace que lo que empezó siendo un diario acabe siendo una novela. Es el tiempo que me tomo para tramar de un mínimo sentido lo que no lo tiene. La vida no tiene un sentido ni un argumento, pero la reescritura del diario se lo da, aunque sea muy vago, con sus insistencias, como una melodía musical. 

Andrés Trapiello
Andrés Trapiello en una entrevista en THE OBJECTIVE. | Carmen Suárez

P.- ¿Cuál es el proceso entre la escritura y la publicación? ¿Pule o reescribe al retomar el material, elimina partes, incorpora cosas nuevas? ¿Sigue unas pautas establecidas que siempre respeta?

R.- Está contestado en parte ya. El trabajo de reelaboración es muy laborioso, sí, y desde luego desesperante, porque suelo corregir entre seis y ocho veces todo el tomo. En todos ellos buena parte está escrito de nueva planta. Mis diarios acaban siendo mucho más el diario del año en que se publica que del que se escribió. Algunos profesores y entendidos consideran esto una gran frescura, una infracción delictiva que debería denunciarse ante el tribunal de las Musas. A mí no me parece tan grave. Mi vida es bastante parecida siempre, da igual hoy que hace veinte años. No siendo un erudito y no teniendo una significación histórica, nos da igual si Stendhal escribió eso en 1818 o 1832. Mis diarios son escasamente históricos. Se podría decir del alma lo que decía Baroja que le habían dicho a él de los vascos: no data. O dicho de otra manera: lo que se dice tiene una fecha, pero el silencio no. Y un diario es también la crónica de nuestro silencio, de nuestro silencioso estar en el mundo.

P.- Sus diarios llevan el subtítulo de «Una novela en marcha». ¿La vida es la gran novela? ¿O es que los diarios al final son una ficción? 

R.- La ficción a veces es más útil para conocer la realidad que el periodismo, el atestado o el acta notarial. Hay algo en la ficción, el orden en que se presenta, que nos ayuda a comprender el desorden del mundo. Y finalmente, y sobre todo en una novela extensa, la extensión acaba formando parte de la intensidad. Y creo que da igual el nombre que le queramos dar a un libro, lo importante es que algo de su contenido nos concierna y emocione. Sin emoción no hay nada que valga la pena, ni arte, ni literatura ni vida.

«Toda literatura biográfica acaba siendo una ficción»

P.- Hay una visión de la trastienda literaria -viajes, conferencias, firmas de libros en la feria, en esta entrega un taller literario- que resulta más desoladora que glamurosa. ¿Es sufrida la vida de escritor? 

R.- Todas las vidas mal vividas son malas. A quien le gusta la mina le haríamos desdichado sacándole de la mina. He llevado mal la vida literaria, me ha parecido mortificante. No me desenvuelvo con naturalidad en ella. Me gustan poco las reuniones de más de seis o siete personas, y menos si son desconocidos. Tengo esa falta. El trabajo que desde hace casi un siglo se le exige al escritor es el de vendedor de sí mismo en ferias y saraos, y ese, la verdad, es poco lucido. Ya lo decía Ferlosio con mucha gracia: el grotesco papelón del literato, ese que a todos nos ha tocado hacer de vez en cuando, incluido Ferlosio, por supuesto. Yo he procurado vivirlo y contarlo con humor, y verme a mí mismo como veo a los demás en él. Para eso Cervantes y Galdós son buenos maestros: hay que ser piadoso, empezando por uno mismo. Y recordar lo que le dijo a Gaya un amigo suyo muy dandi: «se puede llevar una corbata fea, pero sabiéndolo». Se puede hacer vida literaria, pero sabiéndolo.

P.- En el Madrid de antaño, las trifulcas literarias se ventilaban en los cafés. ¿Sus diarios han suplido ese papel? Se lo pregunto porque hay algunas escenas que parecen a punto de derivar en un duelo. 

R.- No lo creo, porque mi mundo es bastante restringido. Los escritores a los que trato no pasan de seis o siete. Lo que sucede es que cuando me toca hacer el famoso papelón y tengo que salir, lo hago como los corresponsales de guerra, sin exponerme mucho. Creo que exagera usted. Por suerte, los escritores no suelen leer mis diarios y si los leen, como pasa tanto tiempo desde que los escribo hasta que se publican, a la mayoría ya se les ha olvidado, y a mí, por supuesto, también. Puede que alguno se haya sentido molesto, pero como son inteligentes, pensarán que no vale tampoco la pena darle cuatro cuartos al pregonero. Y se lo agradezco, porque si algo detesto son las polémicas literarias, las peleas entre literatos. Es deprimentísimo.

El escritor galardonado Andrés Trapiello, interviene durante la entrega de los XXI Premios de Cultura de la Comunidad de Madrid, en la Real Casa de Correos, a 16 de marzo de 2023, en Madrid . | Carlos Luján / Europa Press

P.- Muchos de los personajes que aparecen lo hacen ocultos bajo las ya famosas X, o en algunos casos con las iniciales, de forma que solo los más avezados o enterados podrán identificarlos. ¿Por qué esta decisión que ha mantenido siempre? 

R.- Es lo que acabo de decirle. Viéndose debajo de una X, se encogerán de hombros. Fue una decisión consciente, aunque me ha traído más problemas que ventajas. Si escribo: «Me he encontrado con X, gran persona», no se da por enterado nadie. Si escribo, por el contrario: «Me he encontrado con X, que es idiota», inmediatamente hay 20 personas que se postulan y se dan por aludidas y se indignan. La razón principal de encriptar a muchos personajes con una X no fue de orden personal, sin embargo, sino literario. Se me ocurrió leyendo los diarios de Stendhal, anotados por Martineau. Acaba uno cansado de leer las notas que nos aclaran los infinitos Dupont o Marcel que aparecen en ellos, y hoy perfectos desconocidos. Me dije: «Dentro de cien años todos X, así que mejor ahorrarle al lector futuro las notas a pie de página». Bueno, dicho así resulta presuntuoso y ridículo. Lo que estoy tratando de decir es que me gusta contar cosas que tengan sentido en sí mismas, no por quién las dice o hace. Claro que a veces es necesario despejar la X: si yo, después de tener una conversación con el papa (cosa improbable no siendo Yolanda Díaz), escribiera: «Me he reunido con X, y me ha dicho que no cree en Dios», la X saldría sobrando. Hay también razones estéticas: qué pereza ver escrito el nombre propio de según quiénes, y los lectores de mis diarios lo agradecen. Además algunos críticos suelen desvelar bastantes de esas X, no siempre correctamente, hay que decir.

P.- Algunos retratos no son precisamente amables. ¿Alguna vez ha tenido problemas con algún retratado que se haya reconocido? 

R.- El que aparezcan como X me da más libertad, es cierto, y algunos parecen poco amables, más caricatura que verdadero retrato. Pero incluso en esos casos ha tratado uno de favorecer algo el modelo, por principio. Trato de ser más cervantino que quevedesco, y aun así los hay que piensan que ese que no sale muy favorecido, es infinitamente más feo, malvado o ridículo en la realidad de lo que yo lo he pintado. Con todo es un porcentaje mínimo de mis retratos. Esa de mi veta satírica, creo, es una leyenda sin mucho fundamento. Son muchísimos más los retratos que les he hecho a personas a las que admiro y quiero, seducido por su belleza física, intelectual, literaria o moral. Alguna vez alguien me dice: «esto, por favor, no lo cuentes en tu diario». Y no lo cuento, por supuesto. Otras veces te dicen «¿Voy a salir en tu diario, vas a sacar esto que estamos viviendo ahora?». Algo parecido pensaba don Quijote respecto de sus futuros historiadores. Si veo que les hace mucha ilusión, los saco, porque me siento como ese fotógrafo minutero que les hacía retratos a los novios en el Retiro; aunque, claro, no puede uno sacar a todo el mundo, y hay quienes se enfadan u ofenden por no salir, como si yo los hubiera vetado, sin comprender que un diario no es como la cámara de un banco o de un lugar público, que recoge los movimientos de todos cuantos pasan por delante  de ella. Y ya por último: sólo me he arrepentido de contar algo una vez; era sobre Jesús Aguirre, algo que no supe por él, sino por la mujer que había sido su casera, siendo él todavía cura. Un chisme. Y le fueron con el chisme a Aguirre (había presentado mi novela El buque fantasma), y Aguirre se portó como un duque, quiero decir que mandó a paseo al enredador. Cuando murió, traté de resarcirle y escribí su necrológica lo mejor que pude. Al poco me escribió la duquesa una carta muy bonita, pero llevo sobre mi conciencia esa indiscreción que circulé solo por lucimiento literario. Creo que es el único episodio que me arrepiento haber contado. Por lo demás, la indiscreción se confirmó con creces en la biografía que le hizo Manuel Vicent, cuando el duque ya había muerto.

«Intimidad es acercarse a la realidad sin destruirla ni falsearla»

P.- Frente a otros diarios, en los suyos no abundan las referencias y erudiciones literarias y culturales -aunque en este volumen se habla profusamente de su relectura de Guerra y paz-. ¿Es la vida y no la literatura lo que le interesa consignar en sus páginas? 

R.- Para mí la poesía, la literatura, la música, el arte son muy importantes. Son no solo parte de mi vida, sino que son mi vida. He tratado que todo eso sea tan orgánico como mi familia, mis amigos o mis aficiones. Se habla mucho de ello en mis diarios, pero, es verdad, de una manera sesgada, y sin importunar mucho. En esos asuntos creo que es mejor apuntar, más que levantar grandes edificios teóricos. Me gusta cómo habla de arte Gaya, pero raramente soporto a otros, ni siquiera cuando son de calidad como Ortega. Y con la literatura me sucede igual. Me gusta cómo habla de libros Azorín o de poesía Juan Ramón, pero me impaciento, por ejemplo, con Steiner. Gaya decía que los críticos entienden de algo que no comprenden. También he visto que las poéticas tienen todas una fecha de caducidad, como la mayoría de las ideas estéticas. ¿Para qué esforzarse entonces en teorizar sobre algo que está llamado a pasar de moda? ¿Quién lee hoy a Taine o a Ruskin, tan decisivos en su tiempo como Adorno o Steiner en el nuestro? Me parece bien que lo hagan otros, porque de las teorías de nuestros contemporáneos también nos servimos, a favor o en contra, pero ese es un trabajo que hemos de dejar a quienes lo hacen mejor que nosotros.

P.- Como en cada volumen, en este también aparecen sus visitas al Rastro, al que ha dedicado un libro entero. ¿Qué es para usted el Rastro? 

R.- La vida. Como en ninguna otra parte. Es paradójico, porque el Rastro se nutre de las pompas fúnebres. Allí van a parar, después de levantarse, muchas casas. En la escala de las degradaciones es el grado ínfimo, adonde van a parar las cosas que han desestimado herederos, anticuarios de postín y de menos postín… hasta llegar a los rastreros. Entonces sucede algo prodigioso. La mirada de unos pocos rescatan eso despreciado y le dan una nueva vida. Por lo general se trata de pequeños objetos de valor sentimental (un juguete parecido al que teníamos, un libro leído en la remota juventud), pero también algo de valor universal (el redescubrimiento de El Greco que hizo Cossío a principios del siglo XX tuvo varios episodios en el Rastro de entonces). Pero no solo eso, en mi caso hay todavía algo más bonito: al frecuentar poco los saraos y ambientes literarios es el único momento de la semana en que socializo algo con gentes en general mucho más interesantes que los literatos, como son los gitanos y almonedistas, y también, claro, los dos o tres amigos que coincidimos allí. 

P.- Hace poco salió en algunos periódicos la noticia del fallecimiento de Alfonso Riudavets, mítico librero de la Cuesta de Moyano, que tuvo un papel en el origen su libro Madrid 1945. Y en sus diarios aparece con frecuencia el librero Manolo Gulliver. ¿Son los libreros de viejo una estirpe especial? ¿En vías de extinción?

R.- En vías de extinción desde luego que no, porque son tan necesarios o más que los de nuevo. Estos están sujetos a las leyes bastante caprichosas y a menudo injustas del mercado. Los libros entran en las librerías de nuevo por una puerta y salen por la otra a los cuatro días, y eso los que llegan, porque algunos ni llegan. En cambio, las de viejo son como unos asilos que recogen a la inmensa humanidad de libros vagabundos, y les dan allí acogida y reposo. Sin las librerías de viejo y el Rastro no se entendería el actual canon literario español. Cuando nosotros empezamos a comprar libros viejos, Gómez de la Serna, Cansinos y Chaves Nogales, Fortún, Canedo, Panero, Miró, Sánchez Mazas o Foxá, entre muchos otros, o los leías de viejo, o no los leías, porque no estaban reeditados ni estaban en ninguna librería de nuevo. Lo mismo pasaba con muchos libros de Unamuno, Azorín o Baroja. Hasta Galdós había que buscarlo en ediciones viejas de Aguilar, incómodas y agobiantes. Lo mismo que les pasaba a aquellos lectores, les pasará dentro de ochenta años a los que vengan. Ellos también tendrán que redescubrir y reescribir la historia literaria que más les convenga, y solo podrán hacerlo en librerías de viejo. ¿Dónde, si no, van a encontrar lo mejor de este tiempo, los libros de Marià Manent, de Carlos Pujol, de Jiménez Lozano, de Eugenio Montejo…? Ha sucedido así siempre. El 98 miró a su pasado, y el 27 hacia el suyo; el 98 hacia Manrique, San Juan o Bécquer, y el 27 hacia Góngora. Los de mi tiempo, casi todos volvieron la vista hacia el 27 y unos pocos hacia el 98. Yo era de estos. El 27 me parece, comparada con la de Galdós y el 98, una broma de generación y en general una lata, desde Alberti a Aleixandre, pasando por todos los dámasos del mundo. Solo releo algo de Cernuda y al Bergamín poeta. Está uno «de los cuatro muleros, mamita mía» y del «yo me subí a un pino verde» hasta el copete. En cambio, aún me queda por leer la mitad de lo que escribió la generación del 98 y releer la otra mitad. Y a eso sin librerías de viejo, no llegaría.

P.- ¿Prefiere un libro de viejo que un libro nuevo? ¿Hay algo especial en un libro usado? 

R.- No, ¿por qué? Claro que los libros nuevos que me gustan suelen ser aquellos en los que veo algo de viejo, por lo mismo que el clasicismo me gusta cuando anuncia el romanticismo, y del romanticismo lo que tiene todavía de clasicismo, y de la modernidad lo que tiene de tradición, y de la tradición cuando anuncia la modernidad. El moderno que no es un clásico, se pasa pronto, y al clásico que no fue un moderno ni siquiera llegamos. Las etiquetas igual funcionan en la ciencia; en las humanidades se da todo mezclado. Somos mezcla, sobre todo en literatura, no cree uno en las esencias ni en la pureza de nada. 

P.- Con todo, usted siempre ha dejado claro que no es un bibliófilo ni un coleccionista. ¿Qué opina de ellos?

R.- Hay cosas peores que los coleccionistas de libros, los de sellos o los de arte contemporáneo, por ejemplo; los primeros ya han visto que todas esas promesas de inversión segura se han ido al garete, como el valor de los tulipanes en la Holanda del XVII. A la mayor parte del arte contemporáneo le pasará lo que a los tulipanes y los sellos. Ahora,  gracias a los bibliófilos, bibliómanos y bibliópatas hemos llegado a algunos libros que sin su manía se habrían perdido. Pero también estos dos axiomas universales: libro que no has de leer, déjalo correr; y los libros que cambiaron nuestra vida los vendían en kioscos y papelerías y valían lo que un panecillo o poco más. Y para mí el día feliz no es ya aquel en el que entra un libro en casa, sino en el que sale camino del librero de viejo. A todo se llega.

P.- En tiempos digitales y en los que todo (supuestamente) está en internet, ¿cuál es el futuro de las librerías de viejo? Como amante de esos libros, ¿se siente usted un hombre de otros tiempos? 

R.- Internet es hoy por hoy la más maravillosa biblioteca de Alejandría que nadie soñó jamás. Antes te obligaba la búsqueda a dedicarle tardes enteras a la pesquisa, y eso en una ciudad como Madrid donde había treinta o cuarenta librerías de viejo. En una como León, en la que solo había una librera de viejo que vendía sobre todo libros de texto, la búsqueda duraba poco. Internet ha acabado con esto, pero también con el hallazgo de lo inesperado. En internet por lo general solo encuentras lo que buscas. En las librerías de viejo, y todavía en el Rastro, encuentras por lo general lo que no estabas buscando. Esto le da un encanto indecible a búsqueda. Decía Hessel que sólo vemos lo que nos mira. Es parecido a lo que decía Nietzsche, supongo que parafraseando el mito de la caverna, solo podemos pensar aquello que ya conocíamos. Con todo, siempre hay pliegues para lo desconocido. En esos pliegues es donde se mueve la imaginación, tan necesaria para escribir un poema como para buscar un libro del que no habíamos oído hablar siquiera. Así que desde este punto de vista, el futuro de los pliegues está asegurado, y el de los happy few también.

«A Madrid la gente llega llorada desde la patria chica»

P.- Estamos en tiempos de cancelaciones y de debate sobre si hay que separar la vida y la obra de los artistas. En este volumen hay referencias a las polémicas que en su día mantuvo sobre el comportamiento no muy digno de Alberti durante y después de la guerra y sobre el episodio pederasta de Gil de Biedma en Filipinas. ¿Se debe separar vida y obra? ¿Un tipo infame puede ser un gran creador? 

R.- No lo parece, pero detesto las polémicas, y más que ninguna esas dos, que tienen mucho que ver con la batalla por la hegemonía cultural.  Ambos son para mí asuntos sencillos, pero se ve que no lo son para la mayoría, si el pederasta es un poeta de izquierdas o el poeta un militante del PCE. Ahora, si el pederasta es un cura, ahí no tiene dudas nadie. Si el poeta escribe una oda a Stalin, tampoco, pero ay como se le haya ocurrido a otro escribírsela a Franco. Jamás prohibiría ni censuraría sus libros, al contrario, que se lean, que circulen, pero ni pagados ni circulados por el Gobierno de turno, volver la vista a otro lado cuando se trata de «uno de los nuestros», y decorarse cuando no. Debemos exigir al Estado un poco de consecuencia. 

P.- La polémica de Alberti venía ya de Las armas y las letras, su libro sobre los escritores en la Guerra Civil. Cuando se publicó por primera vez, fue recibido con mucha hostilidad por ciertos sectores. Después lo ha ido reeditando y ampliando y se ha convertido en un clásico ya apenas cuestionado. ¿Cómo ha vivido la evolución en la recepción de este libro? 

R.- Con agrado, desde luego, porque ha sido asistir a la madurez de nuestra sociedad. Es natural que cuestionaran el libro. A ver: si pierdes la guerra pero ganas el relato, al final has ganado la guerra. Lo estamos viendo, Sánchez trata de ganar la Guerra Civil en el BOE ochenta años después. Que los perdedores de la guerra habían ganado el relato no tiene duda, de la misma manera que los escritores que ganaron la guerra perdieron los manuales de literatura. Hubo casos más tristes, desde luego, quienes lo perdieron todo, guerra y manuales, como Chaves Nogales, Clara Campoamor, Elena Fortún, Castillejo y los de la Institución Libre de Enseñanza. En fin, que a los escritores del exilio se les dio un estatuto literario que a menudo no merecían, solo por haber perdido la guerra.

En la pintura fue al revés: pintores abstractos y «modernos» como Tàpies y los del grupo El Paso se hicieron con el santo y la limosna de la mano del franquismo, en detrimento de los pintores del exilio, a los que consideraban reaccionarios estéticamente. El relato de los perdedores, principalmente del PCE, al que se abonó la mayoría de las universidades extranjeras, donde trabajaban muchos exiliados, fue este: «los mejores escritores e intelectuales se pusieron del lado de la República». Es una de esas falsedades que hacen fortuna. Para ello, claro, suprimieron del relato a Unamuno, a Ortega, a Baroja, Azorín, Gómez de la Serna, a Manuel Machado, a D’Ors, a Sánchez Mazas… Incluso figuras como JRJ quedaron al margen, y lo opusieron a Antonio Machado o Lorca. Y para aupar a Alberti, León Felipe o Max Aub se ninguneó o menoscabó a Cunqueiro, Leopoldo Panero o Torrente Ballester.  Pasados los años, unos cuantos leímos con la misma atención a Bergamín o a Vicente Risco, y encontramos valores literarios parecidos en uno y otro.

Ahí es cuando los partidarios y herederos de los Alberti se indignaron: no estaban dispuestos a compartir los manuales de literatura con ninguno que no fuese de su bando. Por eso han vuelto a la matraca de la superioridad literaria e intelectual de los intelectuales republicanos, ahora desde el Gobierno de Sánchez. Presentando como demócratas a quienes no lo fueron en absoluto, haciendo creer que su antifascismo era equivalente a democracia, y no: su antifascismo se correspondía exactamente con su estalinismo furioso y criminal. Pero es, creo, una batalla que tienen perdida: Chaves Nogales, Clara Campoamor o Elena Fortún han vuelto para quedarse, como suele decirse, y cualquiera al que le guste la literatura, sabe que escritores como Cunqueiro o Pla sobrevivirán al franquismo, por lo mismo que la República no resucitará literariamente a buena parte de los escritores y poetas republicanos. Lo que nunca he llegado a entender es por qué Alberti centra el debate poético, y no Unamuno, Azorín, Baroja, Machado, Juan Ramón, Cernuda y muchos otros antes que él. A eso se ha referido uno siempre, al trabajo de la propaganda del partido para darle la vuelta a las cosas y presentar como legítima la politización de la estética, tal y como habían hecho los nazis estetizando la política.

«La actual ley de memoria obvia que hubo víctimas que fueron victimarios»

P.- ¿Qué opina de las leyes de memoria histórica? ¿La Guerra Civil sigue siendo un arma arrojadiza en manos de los políticos? 

R.- No son leyes justas, pero he ayudado también a aplicarlas de una manera racional cuando trabajamos en el Comisionado que creó la alcaldesa Carmena para el renombramiento de algunas calles de Madrid. El trabajo del Comisionado, compuesto por todas las fuerzas políticas representadas en el Consistorio, fue ejemplar. Es fácil ponerse de acuerdo con personas ecuánimes, y el 95% de nuestras decisiones se tomaron por unanimidad. Finalmente a Carmena le salió el Comisionado por la culata y acabó disolviéndonos antes de tiempo, justamente cuando le dijimos que el memorial que quería levantar en el cementerio de la Almudena a las víctimas del franquismo era un atropello a las otras víctimas y una grosería histórica. Esta ley actual obvia la clave del arco de la memoria de una Guerra Civil, algo tan elemental como esto: muchas de las víctimas fueron victimarios, unos antes de la guerra y otros después, de modo que en muchos casos cuando se habla de resarcir a las víctimas del franquismo es a base de agraviar a las víctimas de la República, de la misma manera que las víctimas de la República agraviaron después de la guerra a cualquier sospechoso de ser un victimario, con razón y sin ella.

P.- ¿Destacaría alguna buena novela sobre la Guerra Civil, que no sea maniquea, dejando, claro, aparte la suya sobre el exilio republicano, Días y noches

R.- Celia en la Revolución, de Elena Fortún, es una novela que le hubiera gustado haber escrito a Baroja. Los relatos de Chaves Nogales son buenos también. Madrid de corte a cheka de Foxá e Incierta gloria de Sales, bastante significativas de la visión del asunto desde un bando y otro. La soledad de Alcuneza, de García de Pruneda, es una novela que merecería mayor atención. Pero en general prefiero leer memorias de los protagonistas, de un bando y de otro también. Por ejemplo España sufre, los diarios de Morla Lynch contando la peripecia de los dos mil refugiados en su embajada de Chile durante los tres años de guerra. Hay en ellos más verdad que en la mayoría de las novelas y ensayos sobre la guerra, de ese momento o escritos después. Y desde luego, en los periódicos de ambos bandos. En ellos descubres cuánto mintieron después unos y otros.

P.- Vive en el centro de Madrid y ha escrito un libro sobre la ciudad. ¿Cómo la ve en la actualidad? 

R.- Es una ciudad acostumbrada a hacer de necesidad virtud. Hay muchas ciudades más bonitas que Madrid, y sin embargo esta irradia algo especial, acaso por el hecho de estar formada por gentes venidas de todas partes. Su identidad es no tener identidad, aquí la gente ha venido a ganarse la vida y salir adelante, y hasta las muchas cosas feas que tiene van poniéndose bonitas, no sé cómo. La catedral de la Almudena será dentro de uno o dos siglos otra cosa. En general a Madrid la gente llega ya llorada y quejada desde sus patrias chicas. Y por tanto la mayoría está dispuesta a no enredarse demasiado con la historia y las esencias. Tenemos además la suerte de hablar una lengua común, quiero decir que la lengua no es un instrumento de división. Su momento actual es especial. La gestión de Ayuso durante la pandemia fue acertada, tuvo además la fortuna de su parte y los madrileños se lo agradecieron con una mayoría absoluta. Ahora dicen sus contrarios: claro, es que Madrid es una ciudad rica. Bueno, también lo era Barcelona, y ahí la tiene arruinada por los nacionalistas y comunistas, a los que también premian con mayorías amplias, pese a la ruina. Es raro. Supongo que en ese caso les votarán por masoquismo, por fanatismo o por falta del sentido del ridículo. El madrileño otra cosa no, pero está mostrando más seny hoy que los catalanes. La diferencia entre una y otra ciudad es esta, a mi modo de ver: en Barcelona se piensa mucho en Madrid, y en Madrid no se piensa nada en Barcelona. El día que gana el Barça al Madrid, en La Vanguardia lo dan en portada. Cuando es al revés, y gana el Madrid, eso los periódicos de Madrid lo metían en deportes. Al menos era así cuando yo me fijaba y los periódicos eran solo de papel. Ahora no sé. Y eso, claro, es difícil de conllevar.

P.- En los últimos tiempos ha tenido usted alguna presencia en manifiestos y declaraciones políticas. ¿Cuál debe ser la relación del intelectual con la política? 

R.- Esas son decisiones personales. Pero siempre he sospechado de aquellos que se ponen del lado del que está mandando. Con el PSOE, con el PP, con el PNV, con CIU o ahora ERC… Nunca he calculado los costes personales. Por ejemplo, cuando asumí ir a la plaza de Colón. Jamás hasta ese momento había hablado en ningún mitin, ni siquiera cuando fui en las listas al senado por UPyD con Savater e Iwasaki (sacamos menos votos que los animalistas). Lo asombroso es que aquel manifiesto de Colón, que proclamaba la libertad e igualdad de todos ante la ley, no concitara la unanimidad de los demócratas, que en Colón no hubiera tres millones de madrileños exigiendo de Sánchez que no concediera los indultos a quienes habían hecho lo posible por acabar con nuestra convivencia pacífica. Porque lo raro del caso es que no conozco a nadie, de izquierdas o de derechas, que no estuviera, en privado, en contra de los indultos o, después, de la reforma de la ley que ha acabado exonerando los latrocinios de los golpistas catalanes. El problema de la política (bueno, también sucede con la literatura), es que la gente no suele sostener en público las opiniones que defiende en privado. Y, bueno, de algo tendría que servirnos la lectura del Quijote: con el débil siempre, y en Cataluña los débiles no son los nacionalistas, desde luego.

P.- Publicaba sus diarios en Pre-Textos, pero desde el volumen anterior ha pasado a Ediciones del Arrabal, una empresa familiar en la que están usted, su mujer y sus hijos. ¿Puede explicar los motivos del cambio? 

R.- Obedece a razones prácticas. Pre-Textos sigue siendo la editorial donde publico otros libros y los ‘pretextos’ son más que amigos. Pero el proyecto no era viable tal y como está concebido el negocio editorial. Después de darle vueltas en la pandemia, Rafael y Guillermo, nuestros hijos, se ofrecieron a hacerlo posible si lo editábamos nosotros y vendíamos online al menos una parte de la edición. Se puso entonces al frente Miriam, mi mujer, a quien por cierto, se le ocurrió el nombre y quien nos dirige un poco a todos, ella sabe bien qué nos conviene a los cuatro y al proyecto. Los distribuidores son necesarios para tiradas grandes. En tiradas artesanales, como la nuestra, las cuentas no salen. Por eso los libreros han entendido que nuestra fórmula es justa, y han colaborado con nosotros aceptando unas condiciones inusuales (pedidos en firme y sin devoluciones). Por otra parte, la idea es editar el número justo de ejemplares sin reediciones. No se trata de llegar con los libros a todas partes, sino a quienes los esperan; ni de ganar más dinero, sino de una retribución justa. En ello andamos, y a los cuatro nos hace una ilusión grande eso de trabajar juntos en algo en lo que cada cual aporta lo suyo. Es como si los cuatro hubiéramos vuelto a una infancia común, quiero decir en la que los cuatros tuviéramos la misma edad.

«Los madrileños están mostrando más ‘seny’ que los catalanes»

P.- No es su primera experiencia como editor, antes estuvo la mítica Trieste y también la dirección de la exquisita colección de poesía La Veleta. ¿Cómo ve un escritor el mundo de la edición? ¿De qué está más orgulloso entre sus aportaciones como editor? 

R.- Me ha gustado la parte artesanal de la edición, ocuparme de lo más creativo, la elección de títulos, la tipografía, las cubiertas, encargarme de que los amigos les presten algo de atención y los difundan. Pero en todos esos casos el trabajo ingrato lo han hecho personas que confiaban en lo que uno hacía, Valentín Zapatero en Trieste y Miguel Ángel del Arco, primero, y ahora su hija Ana en Comares, con La Veleta. También me han echado una mano Alfonso Menéndez con la tipografía, Juan Marqués con las pruebas y ahora con la selección de poetas… Esa manera de entender la edición tiene para mí mucho del labora de los cartujos. Mi vida es muy solitaria, y me encanta al final de la tarde, cuando estoy cansado de escribir, dibujar, idear tipos, mirar cubiertas… Como quien cava un jardín o hace una mesa de madera.

P.- Usted es también tipógrafo. ¿Cómo ve el cuidado de estos detalles en los libros actuales? ¿Hemos avanzado o retrocedido? 

R.- En eso España ha mejorado mucho, y puede decirse que la distancia con las grandes naciones tipográficas (Italia, Holanda, Alemania, Francia, Inglaterra y Estados Unidos) se ha acortado. La gente ha comprendido al fin lo que decía Juan Ramón, gran tipógrafo también: «En edición diferente, los libros dicen cosa distinta», a veces incluso muy diferente. Pero claro que tampoco hay que perder de vista que aunque la mona se vista de seda… Los libros buenos aguantan las ediciones feas y con erratas, como soportan los clásicos las malas traducciones. En este mundo nuestro no hay reglas. Así que los libros salen del horno como los panes. Hasta que no salen no sabes cómo estarán. Pero sin olvidar tampoco aquello de que la mejor salsa es el hambre, los libros los hacen los lectores. Quiero decir que sin ilusión, los libros son insípidos. Lo primero es tener ganas de leer, afición. Y luego todo viene solo.

P.- ¿Cuál es la edad dorada de la tipografía en España? 

R.- Para mí, y para cualquiera que sepa de esto un poco, el siglo XVIII, el de Ibarra y los Sancha. Viniéndonos más cerca, en plan popular, la Barcelona de los años cuarenta y cincuenta del siglo pasado, la de Janés, la Giralt Miracle y todo un archipiélago de pequeñas editoriales ejemplares. Aunque para mí el mejor tipógrafo español de todos los tiempos fue un apátrida que apenas estuvo en España diez años, porque tuvo que exiliarse, y murió en el exilio: Mauricio Amster.

P.- En este volumen hay un comentario sobre una vieja blackberry que dice: «Nada envejece más rápido que lo que ha sido más moderno». ¿Esto también lo podemos aplicar a la literatura y el arte? 

R.- Desde luego. Es pronto para decirlo y ninguno de nosotros lo veremos, o sea, que da igual lo que diga, pero llegará un tiempo en que se vea a Matisse, Picasso, Mondrian y mil más como los grandes escaparatistas y decoradores del siglo XX, decoradores de lujo, desde luego, los Van Loo de las vanguardias, podríamos decir. Lo más académico que hay hoy en el mundo del arte es la vanguardia y el arte abstracto, apestan a dinero y a buen gusto, a lo que el dinero nos dice que es de buen gusto solo porque es caro.

P.- Sus autores de cabecera, como Galdós o Baroja, son vistos con reticencias y hasta desprecio por ciertos sectores literarios. ¿Es usted un antiguo, un clásico, un carcamal o un sabio? 

R.- Allá quienes los vean así. Ellos se los pierden. Cervantes tardó doscientos años en entrar en el canon. Me atraen los cascarrabias como Baroja y los difíciles como JRJ, Bergamín o Gaya, pero lo cierto es que cuando no me ataca la misantropía suelo ser bastante jovial, alguien que solo aspira a acompañar a quien me lee o me tiene al lado, compartiendo con él lo que la vida nos da unas veces y otras se lleva, a veces elegíaco, a veces celebrativo. Y siempre que puedo, de buen humor. Me gustaría hacer míos también los versos que Sánchez Rosillo dedicó a la alegría: «Y aunque me hallas faltado tantas veces, / aunque un día me faltes, / desde la fe y el sueño / te proclamo señora de mi vida, / de mi casa y los míos, / la más cierta verdad de las verdades». El humor tiene algo siempre de heraldo de la alegría.

P.- Se atrevió a hacer dos continuaciones del Quijote y a adaptarlo al castellano moderno. Para terminar, ¿qué son para usted Cervantes y don Quijote? 

R.- Dos buenos amigos con los que quedo de vez en cuando para contarnos cosas y ponernos al día.

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