THE OBJECTIVE
Juan Claudio de Ramón

Madrid es racional

«Lo esencial de Madrid no es parecerse a ninguna otra ciudad, sino ser ciudad, ese vasto espacio inespecífico donde la gente sueña y trabaja»

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Madrid es racional

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He tenido ya en mis manos el Madrid de Trapiello (Destino, 2020). Quiere decirse que aún no he podido leerlo –lo haré poco a poco, de tapa a tapa– pero sí palpar y hojear, y estoy en posición de aseverar que es un objeto bello y necesario con que el autor puede dar por saldada sobradamente cualquier deuda de gratitud que creyera tener contraída con la Villa y Corte. El libro viene, además, en sazón por partida doble, biográfica y colectiva. Biográfica porque a Madrid he regresado tras una década de expatriación y me ayudará a redescubrir mi ciudad.

Por cierto que la he encontrado tan gozosamente inarmónica como siempre: fea y hermosa, algo elegante, asaz desmadejada; en (escasos) rincones recuerda a Londres; en otros (pocos) a París; guarda un parecido sorprendente con la Roma no monumental (que es donde viven los romanos y también existe); en Gran Vía no se echa a faltar Nueva York y en otras partes uno se diría en México D.F. La latinoamericanización de la urbe es evidente, y aunque sé que los nuevos munícipes no han venido a ser parte de ningún atrezo cosmopolita, sino a ganarse la vida, el barullo de acentos hispánicos que el oído capta a diario me recuerda en algo al alegre abigarramiento multicultural que conocí en Toronto. Todo esto, claro, son fruslerías: lo esencial de Madrid no es parecerse a ninguna otra ciudad, sino ser ciudad, ese vasto espacio inespecífico donde la gente sueña y trabaja en la confianza, como dice Rafa Latorre, de que le van a dejar en paz y podrá nadar libre y anónimo como un pececillo en un banco de arenques.

Aparte la cuestión personal, el libro es oportuno por coincidir con una no muy amable acometida del nacionalismo subestatal y sus guionistas contra Madrid, que los madrileños (sobreentendido: yo mismo) reciben perplejos por lo chocarrero del argumentario. Se habla de «dumping fiscal» cuando en puridad lo que hay es una política de baja presión impositiva, que se podrá discutir, como siempre se han discutido las cosas de los impuestos, pero respaldada en la urnas y respetuosa de reglas y márgenes que son iguales para todos (menos para, los que, ejem, sí cuentan con bien usadas ventajas normativas: País Vasco y Navarra, conspicuamente hurtadas del debate). Se habla de «efecto capitalidad» y no es posible negar que existe. Se benefician de él cabeceras de estado, de regiones y de provincias. Pero pretender que la capitalidad es la magia negra que brinda a Madrid su relativa prosperidad es simplificación abusiva y rechazable. (Lean al respecto a Manuel Hidalgo, que explica, sine ira et studio, que estamos más bien ante un fenómeno de concentración urbana, de los que se dan en todo el mundo, y que de hecho, mirados los números, «Madrid no es una capital que muestre ratios excepcionales». («El paupérrimo debate fiscal sobre Madrid», Voz Pópuli, 15 de diciembre). Por lo demás, el deseo de generar un clima de opinión adverso a la capital tiene fácil explicación: la intelligentsia nacionata hace virar el relato legitimador de sus propios desatinos del antipático «España nos roba» a un lastimero «Madrid es el primer problema de España». No hay por donde coger el aserto y asusta el vértigo conceptual que habría de causar en el catalanismo la contradicción en la que incurre: autoimpugna el autogobierno del que se dice valladar e insinúa que a Cataluña le iba mejor bajo un régimen centralista, toda vez que el despegue del rival madrileño coincide con la etapa de mayor descentralización política y administrativa de España. En fin, quien esto escribe ha defendido y defiende la co-capitalidad de Barcelona, pero aboga por un debate un pelín más serio. (Por cierto: para hablar de mover ministerios y organismos, la palabra es desconcentrar, no descentralizar, que eso ya no se puede seguir haciendo sin quedarnos sin Estado común).

A despecho de su poca afición a la geometría, Madrid es racional. Obtuvo la capitalidad cuando no era más que un villorrio frente a urbes señeras como Valladolid, Barcelona, Toledo, Segovia o Sevilla. Esa decisión fue racional –el gobierno se libraba de influencias episcopales–, y racional es que, puestos a tener capital, esta caiga más o menos por el centro. Y si la capital está en el centro, lo normal es terminar con un dibujo viario más o menos radial. Nada de esto tiene mucho de singular y nada de esto le sirvió a Madrid para ser una gran ciudad, cosa que solo ha ocurrido al anular la globalización la desventaja de su aislamiento y con la terciarización de la economía. Si su ascenso ha perjudicado a alguien es a las villas del interior de la meseta, y no a urbes costeras como Barcelona o Bilbao, que siempre estuvieron a la cabeza y que partían con la ventaja de una mejor ubicación y una burguesía autóctona más dinámica e imaginativa. Los lamentos que sus élites locales vierten ahora sobre los destinos de Ávila, Zamora o Teruel no parecen venir abrochados por la virtud de la sinceridad. Importantes son infraestructuras como el corredor mediterráneo, pero más lo es aún no expulsar o repeler el talento atándolo a la gleba de una identidad excluyente que niega la propia esencia de las ciudades, que, como dice un viejo proverbio alemán que le gustaba repetir a Max Weber, no es otra que ser sede de la libertad.

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