THE OBJECTIVE
Cristian Campos

Los nanofans

Puede parecer una contradicción y de hecho lo es, pero existen famosos a los que no conoce nadie. Son esos a los que Xavi Sancho llama en este artículo “nanofamosos”. Celebridades de Instagram, o de Youtube, o de Vine, con cientos de miles de seguidores, a veces millones, y cuyos nombres suenan a chino fuera de su ¿minúscula? ¿gigantesca? burbuja de popularidad digital. Son gente como Cameron Dallas, Cory Kennedy, Dulceida o Gianluca Vacchi. Anónimos sin mayores méritos, cuyos quince minutos de fama no suelen durar más de un par o tres de años y a los que, aun sin profundizar demasiado en su obra, resultaría fácil confundir con macarras de bolera zumbándose el dinero de papá, adolescentes insustanciales capaces de ametrallar faltas de ortografía incluso hablando y exhibicionistas del esperpento que avergonzarían hasta a un tertuliano de deportes.

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Los nanofans

Puede parecer una contradicción y de hecho lo es, pero existen famosos a los que no conoce nadie. Son esos a los que Xavi Sancho llama en este artículo “nanofamosos”. Celebridades de Instagram, o de Youtube, o de Vine, con cientos de miles de seguidores, a veces millones, y cuyos nombres suenan a chino fuera de su ¿minúscula? ¿gigantesca? burbuja de popularidad digital. Son gente como Cameron Dallas, Cory Kennedy, Dulceida o Gianluca Vacchi. Anónimos sin mayores méritos, cuyos quince minutos de fama no suelen durar más de un par o tres de años y a los que, aun sin profundizar demasiado en su obra, resultaría fácil confundir con macarras de bolera zumbándose el dinero de papá, adolescentes insustanciales capaces de ametrallar faltas de ortografía incluso hablando y exhibicionistas del esperpento que avergonzarían hasta a un tertuliano de deportes.

 

Los sociólogos atribuyen el fenómeno a un cambio de paradigma social cuyas consecuencias aún no conocemos. La teoría que ha triunfado es la de que nos encontramos frente a un fenómeno sólo comprensible para los menores de 20-25 años, esos cuyas mentes privilegiadas son capaces de aprehender sutilezas intelectuales que para el resto de los humanos rivalizan en oscuridad y complejidad con la cábala. Parece ser que son la primera generación de adolescentes que hacen y dicen tonterías que no han hecho y dicho también los adultos que los precedieron, con algún intrascendente matiz puramente decorativo.

 

Obviamente, los sociólogos se equivocan. El fenómeno fan surgió de forma simultánea y como consecuencia del nacimiento de la cultura pop durante los años 50. La diferencia entre las fans de Dulceida y las que se desmayaban frente al hotel en el que se alojaban los Beatles es que a estas últimas se les exigía bastante más esfuerzo intelectual que a las de hoy en día (para empezar, el mínimo trabajo que implica escuchar, y no simplemente oír, sus discos).

 

Por supuesto, a una devoción barata y minúscula, la que implica un simple clic, corresponde una contrapartida escasa e intrascendente. Y eso es exactamente lo que los nanofans de los nanofamosos reciben a cambio de su me gusta. Un selfie del sujeto en cuestión frente al espejo, un tutorial de dos minutos sobre cómo desinfectar los poros espinilleros o algún libro repleto de poemas vergonzosos del tipo “hay heridas que se cierran cuando dos piernas se abren”.

 

También ha triunfado la teoría de que la nanofama es una de las consecuencias de la revolución igualitaria alentada por las redes sociales. Una revolución que habría permitido que individuos talentosos antes rechazados por los circuitos intelectuales, literarios, musicales o artísticos creen sus propios canales de acceso al público y rentabilicen su obra (que en la mayor parte de los casos son ellos mismos) sin que se lo impida ese antiguo filtro llamado mérito. En este sentido, la nonafama no sería más que democracia aplicada.

 

En realidad, lo que ha ocurrido es exactamente lo contrario. La cultura digital no ha permitido a los talentos ocultos y marginados por el sistema acceder a ese Parnaso de la fama antes reservado a las castas culturales, sino que ha abaratado los requisitos para acceder a él. Imaginen unas Olimpiadas en las que la marca mínima para acceder a la final de los 100 metros fuera un tiempo de diez minutos y entenderán el overbooking de naderías que sufrimos en la actualidad. Adorar a un mindundi es garantía casi segura de que el día de mañana el adorado puedes ser tú, y sin necesidad de romperte demasiado los cuernos.

 

Resulta fascinante comprobar cómo millones de personas siguen creyendo a pies juntillas, y sin prueba que lo demuestre, que se puede obtener algo a cambio de nada. Otra cosa es que esa nada produzca ingresos, aunque breves y volubles. En ese sentido, mis más sinceras felicitaciones al sector de los comerciales.

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