THE OBJECTIVE
Josu de Miguel

Estado Español

«La proliferación del sintagma «Estado español» muestra la torpeza de una cierta clase política e intelectual que, pretendiendo combatir el franquismo cambiando el nombre de las cosas, ha terminado coreando su propia terminología»

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Durante años muchos se han preguntado por qué la noción «Estado español» tiene tanta presencia en nuestro lenguaje político. Tras aprobarse la Constitución de 1978, la prioridad de todos los gobiernos que ocuparon la Moncloa fue modernizar el Estado y dejar de la lado la construcción nacional en beneficio de estrategias banales y simbólicas. Es lo lógico: en una democracia liberal, las identidades deberían pertenecer al ámbito de lo privado y no constituirse en programas políticos fuertes. Así las cosas, el nacionalismo más diáfano ha sido cultivado en el marco periférico, fundamentalmente en Euskadi y Cataluña, donde una de las principales tácticas –con gran éxito- ha sido negar la existencia de la nación española y sustituirla por un concepto de rancio abolengo: el Estado español. ¿Puede una calificación jurídica por sí misma negar la realidad social que pretende designar? No entraré en esa cuestión.

La izquierda hace años que también tiene serios problemas con la palabra España. En Podemos suelen hablar de patria o gente, mientras que en los discursos de Pedro Sánchez abundan referencias al “país” o al “conjunto de ciudadanos”. Como acabamos de comprobar, los votantes de Galicia y País Vasco ya han tomado nota de este ejercicio de ocultación política. Pero la costumbre ha terminado por tener dimensiones hilarantes en lo cotidiano, como el bar de Bilbao que alardeaba de haber ganado un concurso de «tortilla estatal», el periódico que anunciaba un incremento de «turistas estatales» en Guipúzcoa o las revistas musicales que dedican una sección para hablar del «rock estatal». Este lenguaje robótico se ha terminado filtrando en casi todos los ámbitos de la vida: si el jurista persa volviera hoy a visitarnos, creería que el español es un pueblo leguleyo lleno de expertos en Teoría del Estado.

No parece excéntrico plantear la hipótesis de que sea Franco el ventrílocuo de todos aquellos que utilizan la palabra «Estado español» con intenciones pedantes o subversivas. Como saben, tras la Guerra Civil, el general se vio en la tesitura de inventarse una forma política que se adecuara a las exigencias del caudillaje y el autoritarismo. En 1947 se aprobó la Ley de Sucesión en la Jefatura del Estado y se declaró a España de nuevo reino. Hasta ese año, el franquismo tuvo el mismo problema que la Francia de Vichy: en su interior convivían varias sensibilidades y se hacía imposible dar coherencia a un adefesio institucional que empezaba a perder los referentes corporativos y fascistas de Italia y Alemania. Pétain, antes que Franco, encontró la solución llamando al régimen títere que dirigía «Estado Francés», sorteando así cualquier alusión a la forma republicana que le precedía.

En España, a partir de la década de 1940, también se popularizó, tanto en el derecho público como en los discursos de las autoridades, un aséptico «Estado español» que evitaba entrar a discutir las interioridades de un sistema que se iba a declarar reino sin monarca y cuyo jefe del Estado era un militar elegido por sus pares en plena Guerra Civil. La obsesión hegeliana culminó con la Ley Orgánica del Estado de 1967, que atribuyó la soberanía al Estado en vez de a la nación española. Me parece que este paroxismo organicista no puede explicar que algunos encuentren todavía hoy en la palabra «España» un sesgo ideológico de carácter reaccionario: ese es otro asunto cultural e histórico de no poca importancia. Pero la proliferación del sintagma «Estado español» muestra la torpeza de una cierta clase política e intelectual que, pretendiendo combatir el franquismo cambiando el nombre de las cosas, ha terminado coreando su propia terminología.

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