THE OBJECTIVE
José García Domínguez

El día que se jodió la Argentina

«La Argentina, frente a lo que siempre han querido creer los argentinos, no es un país rico»

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El día que se jodió la Argentina

Alejandro Querol | AP

Mientras escribo estas líneas, Carlos Saúl Menem agoniza en un hospital porteño. Iba a añadir ahora que Ménem fue argentino y peronista, pero sería incurrir en una redundancia ociosa. Apócrifa o verdadera, al cabo lo de menos, cuenta la leyenda que cierto corresponsal británico en Buenos Aires inquirió al Perón recién instalado por primera vez en la Casa Rosada por cuáles eran a su juicio las fuerzas políticas más importantes del país. Parsimonioso, el coronel comenzó entonces a inventariarlas. Primero se refirió a los radicales, después mencionó a los socialistas, luego a los liberales, más tarde a comunistas y democristianos. Llegados a ese punto, parece que el periodista, ya algo inquieto, lo interrumpió para preguntar por los peronistas. «¿Los peronistas? Peronistas son todos», espetó lacónico Perón. Y quizá sea ese el genuino problema crónico e irresoluble de la Argentina, que peronistas son todos. Lo que va a quedar de Menem en la memoria popular, al menos en la  española, son un par de patillas desmesuradas en las que la pericia profesional de su barbero supo insinuar sendas banderas albicelestes. Los libros de historia no serán mucho más generosos con su memoria. Eso sí, le reservarán todos una nota a pie de página en la crónica interminable de los desastres económicos argentinos.

Y es que creación suya fue una de las terapias de choque más extravagantes, el establecimiento por ley de una paridad fija e inamovible entre el dólar norteamericano y la moneda nacional argentina, que nunca se había aplicado a ese enfermo crónico. Cuando Menem llegó al poder, los argentinos eran los consumidores más veloces del mundo. Tenían buenas razones para serlo. Porque si uno se demoraba media hora antes de pagar sus compras en una gran superficie corría el riesgo cierto de que los precios de los productos que portaba en su carrito hubieran aumentado un 20 por ciento. Por aquel entonces, finales de la década de los ochenta, la inflación anual ya pasaba de un cinco mil por cien. La paridad acabó, sí, con la hiperinflación. Y de golpe, además. A partir de su implantación, los argentinos empezaron a ser conocidos como los «póngame dos» en las mejores tiendas de Nueva York. Pero esa medicina de Menem era muy peligrosa. Demasiado. Si haces de tu moneda una fotocopia del dólar, cuando el dólar se dispare, tu moneda también se disparará. Mal asunto tener de repente la divisa más fuerte del mundo si lo que quieres es vender algo en el extranjero. Y justo eso fue lo que le ocurrió a la desquiciada Argentina de Menem. 

«El peronismo representa la expresión política de las heces de la sociedad argentina», sentenció Borges en cierta ocasión. Pero lo que en verdad ha representado siempre el peronismo es la creencia popular en el mito de la Argentina potencia, la fe en la fábula del país inmensamente rico por la gracia de Dios. Una ficción colectiva de la que, como le hizo saber el coronel a aquel periodista inglés, casi todos los argentinos, no sólo los peronistas, han participado. El de la inmensa riqueza natural es, de hecho, el mito sobre el que se asienta la identidad nacional del país desde la independencia. Pero la Argentina, frente a lo que siempre han querido creer los argentinos, no es un país rico. No lo es hoy, desde luego, pero tampoco lo era hace un siglo, cuando cientos de miles de europeos soñaban con embarcarse rumbo a la entonces deslumbrante Buenos Aires, el Nueva York del Sur. Unos neones fascinantes, los de la noche porteña de cuando aquel instante germinal y legendario, que sirvieron para ocultar la muy prosaica realidad de que ningún país del mundo se ha hecho rico, rico de verdad, vendiendo carne de vaca y trigo. Con la carne de vaca no se llega nunca muy lejos; con el trigo, tampoco. Y resulta que el origen último de toda aquella inmensa riqueza ficticia de la Argentina de principios de siglo procedía justamente de esas dos únicas fuentes, el trigo y la carne de vaca. Por lo demás, un maná en forma de exportaciones agropecuarias a Europa, el del trigo y las vacas, que se vino abajo, y para siempre, justo en el instante en que los fundadores del Mercado Común decidieron crear la PAC para proteger a su propia población rural. Fue un día de 1962. Ese día se acabó la Argentina. Nunca más levantaron cabeza. Que la tierra le sea propicia a Menem.

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