THE OBJECTIVE
Paula Fernández de Bobadilla

Retales de afecto

«Me gustan las plantas porque lo mejoran todo, y los jardines porque son como una colcha hecha con los retales de nuestros afectos»

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Retales de afecto

Annie Spratt | Unsplash

Tengo un primo jardinero que parece que viene de pelearse con un león cada vez que lo veo, con los rizos revueltos y la pinta de pasao y el teléfono que no para. Lleva 20 años recomendándome que me dedique a las plantas de plástico y yo llevo 20 años empeñada en lo contrario. Me gustan las plantas –las de verdad– porque lo mejoran todo.

Uno no puede imponer su voluntad sobre el jardín, decía May Sarton, y no tengo más remedio que darle la razón. Se jardinea como se vive y durante mucho tiempo me he empeñado en tener un jardín inglés donde lo que correspondía era uno mediterráneo –y bien lustrosos que pueden llegar a ser–. Qué bonito un jardín que necesita poca agua, pero cómo me gusta la idea del sometimiento, de conseguir que se dé algo que en principio no debiera darse. Yo me he ido acomodando al mío, que no son más que los arriates del aparcamiento de mi bloque de pisos. Cuando nos mudamos aquí solo tenía malas hierbas. Se quitaban un par de veces al año, cuando estaban inmanejables, y listo. Poco a poco empezamos a colocar las plantas que veíamos languidecer en el balcón –nunca se me han dado bien las macetas– y ahora, tras seis años echándole un ratito de vez en cuando, nuestro muy feo aparcamiento de edificio sin gracia va pareciendo otra cosa. Budleias, plumbagos blancos y celestes, buganvillas, jazmines y madreselvas van trepando y salpicando de flores las paredes y la valla que nos separa del instituto.

Hace mucho que me propongo ir apuntando cuándo florece qué, hacer un calendario de los colores que van asomando alegre y puntualmente, usar esa información para rellenar, con algo de cabeza, los huecos que van quedando entre las vincas, las lavandas y las capuchinas. Pero nunca lo hago, parece que en el jardín estoy abocada al ensayo y error y a la sorpresa permanente. Quizá lo empiece este otoño. Sé que la budleia florece la primera, y que en abril los nísperos están amarillos, suaves, maduros. A Violeta le encanta saltar y sujetarle una rama a Lucas para que su hermano pueda coger unos cuantos. «Estos no están tan buenos como los de casa de abuela», dice. «Los de casa de abuela son más dulces o más amargos, y a mí me da igual que sean una cosa o la otra, lo que me importa es que sepan a algo».

Vuelvo a Sarton y a su enfoque del jardín, que tanto me gusta. La escritora luchó toda su vida contra la depresión: «No hay respuestas rápidas para la persona deprimida», decía. En su experiencia, al final todo se reducía a ir abriendo un canal cada día y guiar su barco por él. Para ella, ese canal era el trabajo, escribir. Si una escribe, una no ceja en su empeño, no tira la toalla, sobre todo si ha logrado crear a lo largo de los años un canal de rutina. Rutina. La mala prensa que tiene esta palabra y lo bien que sienta tenerla. A eso se agarra ella: por las mañanas, escribe; por las tardes, jardinea. El jardín la une a su madre, que no podía vivir cinco minutos en un sitio sin sembrar algo en cualquier parche de tierra, por pequeño que fuese. A mí cada planta me recuerda a una persona, a un lugar. Me gustan las plantas porque lo mejoran todo, y los jardines porque son como una colcha hecha con los retales de nuestros afectos. Mis arriates guardan los recuerdos de las personas a las que quiero y de los lugares a los que me gustaría sentirme unida, y el contrabando de esquejes, semillas y bulbos es uno de mis planes favoritos cuando viajo o visito casas de amigos. Una vez que empiezas a mirar el mundo a través de un jardín, nunca vuelves a verlo con los mismos ojos.

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