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Juan Milián

Puigdemont es culpable

«Puigdemont es culpable de la decadencia amarga en la que se ha sumido Cataluña. Puigdemont es culpable. Y quienes le aplauden, también»

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Puigdemont es culpable

Yara Nardi | Reuters

En Cerdeña detuvieron al fugitivo. La fregona volvía a estar en el cubo. Y su menguante masa de seguidores salía a las calles de Barcelona… a bailar. Tras tantas jornadas históricas e histéricas, los puigdemontistas ya no saben si tienen que estar eufóricos o deprimidos. Así, ante la desorientación y la falta de criterio propio, algunos se dejaron arrastrar por sus referentes tribales más cercanos y, como la omnipresente Pilar Rahola, trataron de mover sus caderas al ritmo de una Bella ciao aún menos partisana que la de Netflix. Una vez más, el separatismo demostró que está tan reñido con la verdad como con la estética. El procés[contexto id=»381726″] no es bueno, ni bello. Es simplemente una explosión de narcisismo descontrolado y carcundia supremacista. Algunas veces provoca angustia; otras, hilaridad.

Carles Puigdemont dormirá esta noche en su mansión de Waterloo. Los tribunales españoles aún no podrán juzgarlo, pero él es culpable. Es culpable de la fractura de la sociedad catalana, rompiendo familias y amistades. Puigdemont es culpable de convertir una manifestación contra el atentado islamista de la Rambla en un aquelarre de odio contra España. Es culpable de desprestigiar el Parlamento catalán al convertirlo en una asamblea cupera durante los plenos de aquel infame mes de septiembre. De haber expulsado del otrora motor económico de España a miles de empresas y a prácticamente todos sus bancos. De haber provocado una diáspora que aún nadie se ha atrevido a contabilizar. De cobardía y traición, al dejar a los suyos en la estacada y huir en el maletero de un coche. Es culpable de mentir compulsivamente: ni implementó su república bananera, ni regresó a Cataluña después de las elecciones. Puigdemont es culpable de la decadencia amarga en la que se ha sumido Cataluña. Puigdemont es culpable. Y quienes le aplauden, también.

El pastelero loco ha perdido su influencia en una política catalana dominada por la oscura alianza entre el Esquerra y el PSOE. Sin embargo, su (in)cultura democrática persiste como un tóxico legado. El procés acabó con el principio de autoridad. La élite política catalana ha sido el peor ejemplo que podía tomar la juventud. Las calles de Barcelona ardieron este fin de semana. No fueron los seguidores de Puigdemont, pero sí los hijos de su (in)cultura. El nihilismo de botellón ha protagonizado las fiestas de la Mercè. Ya lo había avisado en 2017 el entonces presidente del Parlamento europeo Antonio Tajani: cumplir la ley no es una opción, es una obligación. La ley se cumple, y punto. No obstante, a ambos lados de la plaza Sant Jaume diferencian entre legalidad y legitimidad en una irresponsable llamada al caos. En 2018, el presidente Quim Torra arengó a sus huestes: «¡apretad!». Y estas trataron de asaltar el Parlament. La exconsejera de Educación Clara Ponsatí felicitó a los violentos que protagonizaron «la batalla de Urquinaona». Y la presidenta del Parlament, Laura Borràs, afirmó el año pasado que quemar contenedores no es violencia. Y es que en Cataluña los maestros del vandalismo se mueven en coche oficial.

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