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José García Domínguez

Fulgor, éxtasis y agonía de Podemos

«Pablo Iglesias solo era un agitador eficaz»

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Fulgor, éxtasis y agonía de Podemos

Jesús Hellín | Europa Press

Ahí al lado, en el rincón de esta península que los españoles miramos por encima del hombro, siempre con altivo y absurdo desdén, Portugal por más señas, la izquierda de la izquierda acaba de desahuciar del Gobierno al tibio y razonable socialdemócrata Costa. Como viene pasando en todas partes, con la única excepción de Grecia, la izquierda de la izquierda ya no pinta gran cosa en el país vecino desde el día que se suicidó a lo bonzo la Unión Soviética. Pero algo, como se acaba de ver, pinta aún. Si bien nada remotamente parecido al Podemos de los cinco millones de votos y el propósito de un asalto inminente a los cielos pasaría siquiera por la imaginación más febril de los dirigentes del Bloco de Esquerda, el teórico equivalente a lo de Iglesias y Errejón en su día, ni cuando el punto álgido de la Gran Recesión, con el país ahogado en el pozo sin fondo de las quiebras bancarias, humillado y herido en su orgullo nacional, desposeído de la soberanía y, de facto, dirigido por los enviados de la Troika. 

Ni entonces, decía, ocurrió. Algo, esa estridente asimetría ibérica entre los efectos políticos de un cataclismo económico no sólo común, sino que incluso resultó ser mucho más intenso allí, que debería darnos pistas sobre la razón última del enorme éxito inicial de Podemos. Porque no es casualidad que ahora mismo, trece años después del inicio de la crisis del euro en 2008, el paro en Portugal ande por el 6,4%, mientras que aquí aún roza el 15%. Podemos triunfó porque las élites políticas españolas, tanto las que se agrupan en el PP como sus pares del PSOE, quisieron con su miopía ecuménica que triunfase. Algo que no ocurrió en Portugal. Aquí, el establishment político optó por afrontar la crisis como un conflicto abierto entre generaciones. Y se la hizo pagar íntegra a los jóvenes. En Portugal, la elección fue repartir las cargas y el dolor de modo ecuánime entre la totalidad de los grupos sociales. 

Allí optaron por bajar el sueldo a todo el mundo para tratar de capear el temporal. Aquí, al contrario, se les mantuvo a los asalariados más mayores, los indefinidos, y, a cambio, se puso en la calle a todos los jóvenes de las plantillas, que eran los que habían firmado los contratos  temporales. En España se envió al paro a 16 empleados temporales por cada indefinido despedido, los amparados por los sindicatos y blindados por los convenios colectivos. Por eso, Podemos cuajó en España, no en Portugal. Nosotros los mandamos a la calle, y ellos nos mandaron a Podemos al Parlamento. Con aquellos cinco millones de votos a las espaldas y el país aún en la uci, un líder inteligente había emprendido un muy urgente aggiornamento ideológico similar al que impulsó a Felipe González a desprenderse de aquel marxismo nominal y apelmazado que todavía figuraba en los añejos estatutos del PSOE de 1979, perentoria limpieza de cutis que igual impulsó a Aznar a cepillar cuanto antes los últimos restos de caspa franquista heredados de la difunta Alianza Popular de Fraga. 

Pero Pablo Iglesias, como bien pronto se comprobó, solo era un agitador eficaz, amén de tertuliano ducho en las marrullerías y grescas propias de ese género teatral menor. Eso y solo eso. Así, bien al contrario de intentar atraerse a los dos millones de votos socialistas que le hubieran abierto de par en par las puertas de la Moncloa, a Iglesias no se le ocurrió nada mejor que entregarse a un intenso, apasionado idilio público con los secesionistas catalanes. Cortejo permanente que Podemos complementaria con un constante agitar de banderas marginales o estrafalarias, cuando no marginales y estrafalarias a un tiempo, desde su sillón en el Consejo de Ministros, así la defensa militante de la variante queer del feminismo postfeminista. La momia de Lenin todavía se tiene que estar retorciendo en la cripta del Kremlin. 

Y ahora, Yolanda Díaz, la legataria de los restos del naufragio electoral, tampoco apunta indicios de estar dispuesta a corregir otro de los sesgos contradictorios que atenazan el potencial de crecimiento de ese espacio que se sitúa a la izquierda del PSOE. Porque, al igual que los teóricos e intelectuales universitarios fundadores de Podemos, tampoco Díaz, mujer que nació a la política en sus antípodas, en ese mundo siempre pragmático y con los pies en la tierra del sindicalismo obrero, se atreve a afrontar la contradicción de fondo que atraviesa su proyecto político todo. Porque no se puede ser la referencia política que represente al nuevo precariado juvenil, el partido de los  excluidos del contrato social, de los salarios decentes y de una mínima estabilidad garantizada en el empleo, y, de modo simultáneo, postularse como la fuerza que combate todas las barreras a la inmigración extracomunitaria. 

Esa contradicción insalvable, más pronto o más tarde, le va a estallar en las manos a Díaz, igual que le ha estallado ya a Colau en Barcelona, quien va a perder la alcaldía de la segunda ciudad de España justo por eso, por su activa complacencia con la inmigración ilegal y sus múltiples estragos en la vida urbana. O lo que todavía queda de Podemos entiende que quien más bajó los salarios no fue la reforma laboral, sino una inmigración masiva y poco cualificada, o volverá a aquella testimonial nada que en tiempos respondía por Izquierda Unida.

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