THE OBJECTIVE
Enrique García-Máiquez

El antitaurino ocasional

«En los debates, como en las películas de juicios, hay que defender la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad»

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El antitaurino ocasional

Fotograma de 'La vida oculta'.

Cada día espero a que mis hijos se bajen del autobús del colegio y enseguida les pido que pongan nota a su jornada. Carmen siempre pone un siete; Quique, siempre un nueve. Y así es la vida: si un día Carmen pusiera un ocho, hago una fiesta; y si Quique, un ocho, me saltarían todas las alarmas. El otro día el niño se puso un cuatro con cinco. Sentí un mareo.

Imaginé ipso facto acoso escolar, bullying, soledad en el patio o suspenso en religión (que es la asignatura que más nos interesa). No. En Lengua habían hecho un club de debate y le habían asignado la postura del antitaurino furibundo. El niño le había indicado al profesor que él eso no podía defenderlo. El profesor, algo perplejo, porque la criatura tiene 10 años, le había vuelto a explicar —silabeando las palabras— que él no tenía que pensar eso en absoluto, solamente defenderlo con todas sus fuerzas como parte de un ejercicio de clase y nada más. Mi hijo ha estado a punto de marcarse un Jägerstätter, ya saben, el ejemplar objetor austriaco de la película La vida oculta (Terrence Malick, 2019) que acabó de mártir. Pero mi hijo, al final, ha cedido.

Estaba tan hecho polvo que no he querido preguntarle qué ha tenido que proferir a lo largo del ejercicio, sino que le he quitado hierro. Más vale que reservemos nuestras objeciones de conciencia para casos mayores, como hizo Tomás Moro, que guardó su cabeza todo lo que pudo. Faltan nos va a hacer la cabeza clara y alta y la más acendrada objeción de conciencia.

Es lógico también lo que pedía el profesor, le he explicado, tirando de corporativismo pedagógico. Además, el maestro no podía saber que, hace dos años, a la entrada de los toros, un antitaurino empezó a gritar a mis niños (entonces nueve y ocho) que su padre era un sádico y un asesino y un irresponsable por llevarlos a la fiesta, que me tendrían que quitar la patria potestad o clavarme dos buenas banderillas en los lomos… Supongo que aquella experiencia no ha dejado a la criatura con muchas ganas de ponerse en los zapatos o sandalias o babuchas de aquel caballero.

Por eso, salvado el corporativismo y la buena intención de su profesor, le he dicho al niño que su reticencia me parece muy bien, porque lo de defender cualquier cosa, se piense o no, es, sin lugar a dudas, un entrenamiento inmejorable para manejarse con éxito en la postmodernidad, pero con nosotros no va. Natural que en los clubs de debate de Oxford y Cambridge practiquen así, echándose a suerte los ideales. Los ingleses tienen esa costumbre, desde que un rey les cambió la religión de la noche a la mañana. Pueden defender una cosa y la contraria, incluso a la vez, no sé, la piratería y la gentlemanliness, pero no es nuestro caso. Nosotros somos más anglófilos que nadie, sí, pero o de los que recusaron o de los que regresaron. Precisamente el lema del joven John Donne era: «Antes muerto que mudado», así como suena, en español, verso escogido de La Diana de Sotomayor. Luego, mudó al anglicanismo. Y luego, se murió. Pero eso es otra historia.

Van pasando los días y a mí no se me va la alegría por la tristeza del niño, el orgullo de su humillación y la admiración por su mala conciencia. Yo a su día le puse matrícula de honor. En los debates, como en las películas de juicios, hay que defender la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. Entre el enjambre de buenos propósitos que nos tientan en estos días ilusionantes, esa defensa me parece uno especialmente oportuno para este año 2022, que les deseo muy feliz y muy objetor.

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