THE OBJECTIVE
Javier Benegas

«Taxonomía social»: así se fabrican ciudadanos correctos

«No es de extrañar que una vez más la Comisión Europea haya decidido arbitrariamente imponer una taxonomía social que sin duda tiene implicaciones ideológicas»

Opinión
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«Taxonomía social»: así se fabrican ciudadanos correctos

Ursula Von der Leyen. | Europa Press

Recientemente hemos sabido que la Comisión Europea creó en 2021 un grupo de expertos denominado Grupo Técnico de Expertos en Finanzas Sostenibles, con la misión de categorizar actividades económicas por su impacto social y establecer una guía para que los inversores discriminen las actividades que generan un «bien social» y las que generan un «mal social». A esta categorización se la ha denominado «taxonomía social».

Mediante este sistema, si un sector económico es clasificado como «sostenible socialmente», tendrá mejor acceso a financiación. Por el contrario, si es identificado como «socialmente dañino», le resultará más difícil financiarse. Esta clasificación también supondrá el encarecimiento de los seguros para las actividades marcadas como «socialmente dañinas» y el abaratamiento para las «socialmente benéficas».

Pero la «taxonomía social» no solo atenderá al tipo de actividad: también discriminará a las empresas en función de cómo se comporten con sus empleados y clientes. ¿Cómo se medirá este comportamiento? Es difícil saberlo. Sin embargo, los expertos dan algunas pistas sobre la discrecionalidad de esta medida al establecer como referencias la Declaración Universal de los Derechos Humanos, los Objetivos de Desarrollo Sostenible de Naciones Unidas y el Pilar Social Europeo. De esta forma, que una empresa sea clasificada como «buena» o «mala» dependerá de consideraciones bastante más que subjetivas y, por qué no decirlo, ideológicas. Pero lo verdaderamente importante de la «taxonomía social» no es la ideologización de la actividad económica, sino que burócratas, expertos y políticos incrementarán notablemente su capacidad para condicionar a las empresas y, por consiguiente, controlar a los consumidores.

La «taxonomía social» supone un paso más en la transformación de las sociedades capitalistas competitivas en sociedades tecnocráticas dirigidas. Esto es, la compatibilidad y complementariedad, entre la «bondad» socioeconómica y la eficacia económica, mediante una concepción mecánica de la política social. Una tendencia que se inició en los años 20 del siglo XX, cuando el partido socialdemócrata sueco abandonó los postulados marxistas ortodoxos e ideó una nueva ruta. No se renunciaría a la erradicación de la sociedad capitalista, pero este proceso debería acometerse de forma gradualista, sin violencia y utilizando una nueva vía. En vez de expropiarse los medios de producción, se dejarían en manos privadas porque era mucho más eficiente, pero se condicionarían los bienes y servicios que las empresas proporcionan a los ciudadanos. Con este propósito, los ingenieros sociales se dedicaron a «modernizar» la forma de pensar de las personas, para que llevaran una vida sana y correcta. Así el capitalismo no se controlaría por el lado de la oferta, sino por la demanda.

Desde que se diseñó esta nueva vía hasta que acabó propagándose por buena parte de Europa, ha llovido bastante. Hoy los ingenieros sociales saben que los consumidores no son tan fácilmente orientables. Las personas no renuncian fácilmente a sus preferencias, gustos y estilos de vida. Condicionar el capitalismo por el lado de la demanda tiene, por tanto, un potencial limitado. En consecuencia, si de lo que se trata es de empujar a la sociedad a una transformación radical, hay que condicionar también la oferta, no solo la demanda. De ahí que, en una nueva vuelta de tuerca, los ingenieros sociales hayan decidido intervenir también las empresas. Una maniobra de pinza de la que difícilmente podrá escapar el consumidor más irreductible o el empresario más independiente.

Pero la pregunta clave es ¿quién legitima la imposición de esta «taxonomía social»? En estos tiempos, en los que buena parte de la opinión pública muestra su disgusto con la deriva de la Unión Europea, se suele argumentar que, al fin y al cabo, esta dispone de un parlamento donde representantes elegidos democráticamente votan todas las propuestas. Sin embargo, esta explicación resulta poco convincente, porque la legitimidad de una ocurrencia comunitaria no debería basarse solo en el resultado final de la votación parlamentaria: también es muy importante la manera en que esta ocurrencia surge y acaba llegando al parlamento. En el caso que nos ocupa, ¿quién y cómo ha decidido que es pertinente establecer una «taxonomía social»? ¿Acaso se consultó a los ciudadanos? O, en su defecto, ¿existía una potente demanda social para que los políticos, burócratas y expertos de Bruselas se dedicaran a discriminar actividades económicas y empresas según criterios bastante más que subjetivos? Si es así, yo no me he enterado.

La legitimación de las ocurrencias que florecen en Bruselas no solo debería basarse en que son votadas en el Parlamento europeo: los ciudadanos deberían también poder opinar si estas ocurrencias merecen llegar al Parlamento o ir directamente a la basura, junto con otros muchos desvaríos. Más aún, lo que habría que dirimir es si la UE debe intervenir cada vez más el ámbito de lo privado, al que pertenecen las empresas y los consumidores, o si, por el contrario, debe respetar la separación entre lo privado y lo público. Porque sospecho que es aquí, en este intenso proceso de ingeniería social que deja a los ciudadanos a merced de las autoridades y de los expertos, donde nace buena parte del creciente desafecto hacia la Unión Europea.

Pero nada de esto parece importar en Bruselas. Por regla general, los ciudadanos europeos nos enteramos de lo que se cuece en la UE a hechos consumados; es decir, o bien cuando el Parlamento europeo se disponer a votar, o bien cuando ya ha votado, o bien cuando los legisladores nacionales trasponen las directivas aprobadas en Bruselas a las leyes locales. Así, no es de extrañar que una vez más la Comisión Europea haya decidido arbitrariamente imponer una taxonomía social que sin duda tiene implicaciones ideológicas, pero que, sobre todo, supone una nueva e importante transferencia de poder del ámbito privado al ámbito tecnocrático.

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