THE OBJECTIVE
Julio Llorente

La virtud del envidioso

«Mientras el soberbio derrocha seguridad y autoconfianza, el envidioso resulta un cúmulo de inseguridades, miedos, complejos»

Opinión
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La virtud del envidioso

Monumento del Ángel Caído en Madrid. | Pixabay

En los primeros siglos de la Iglesia se dio un debate entre teólogos a propósito del pecado luciferino. Algunos sostenían que el mal que condenó al ángel fue la envidia, otros que la soberbia. Según los primeros, Lucifer no habría soportado que Dios creara al hombre a su imagen y lo colmase de dones, bendiciones, gracias: ¡sólo debía tener ojos para él, espíritu de luz! Según los segundos, por el contrario, el pecado demoníaco no consistió tanto en la envidia ―¿cómo iba a envidiar el ángel predilecto de Dios al hombre, un ser carnal y limitado?― como en la soberbia: enceguecido por su ego, altivo, no habría aceptado la majestad de su Creador y se habría sublevado contra Él.

Para mí, que reflexiono a toro pasado, con la ventaja que me brindan unos cuantos siglos de teología, no hay debate. La envidia, siendo pecaminosa, capitalmente pecaminosa, no es tan grave como la soberbia. En el envidioso se intuye una posibilidad de salvación que en el soberbio, en cambio, no. Piensen en cualquiera de sus amigos soberbios: ¡qué errada concepción tienen de sí mismos! Se perciben inigualables, consideran que el mundo gira alrededor de ellos o que, no siendo así, así debería ser. Su cotidianidad es el ensimismamiento; viven arrobados, deslumbrados por su propia brillantez, en una suerte de interminable y autosatisfecha introspección. «¡Qué bien hablo! ¡Qué maravilla de verso escribí aquel día! Y qué decir de mi último artículo, culmen de la sublimidad…»

El envidioso tiene una concepción más equilibrada, realista de sí mismo. Mientras el soberbio derrocha seguridad y autoconfianza, él, su identidad personal, resulta de un cúmulo de inseguridades, miedos, complejos. Está pendiente de los demás, secretamente atento a sus éxitos, porque es consciente de la miseria que lo carcome por dentro. La razón de que desee algo del prójimo ―su don de gentes, su talento, esa inteligencia erudita― es que él no lo tiene y lo sabe. La razón de que envidie la grandeza ajena es que contrasta, ay, con la pequeñez propia. Cuán diferente es la actitud del soberbio, que no admira, ¡no envidia!, porque cree reunir en sí todas las virtudes. Visto lo visto, algún cínico podría llegar a concluir, incluso, que la salvación del soberbio radica en hacerse envidioso por un tiempo…

La envidia implica además, por añadidura, una percepción atinada del prójimo y de la realidad que lo rodea. ¡Cuántos prodigios le pasan inadvertidos al soberbio, tan ocupado en la contemplación de sí mismo! El envidioso, en cambio, los ve y los estima, a su modo. Ve, aunque no lo reconozca en público, aunque tal vez prefiriese morir antes que aceptarlo, el talento de ese escritor primerizo que recibe más elogios que él. Ve, aunque le hierva la sangre al verla, la inteligencia de su compañero de oficina y el ascenso que ésta le ha granjeado. Ve, aunque provoque en su alma un efecto como de aguarrás, la buena relación entre aquel padre y su hijo, tan distinta de la que le (des)une a él con el suyo. El soberbio es insensible al brillo ajeno, y he ahí la razón de su condena. El envidioso es sensible, dolorosamente sensible a él, y he ahí la posibilidad de su salvación.

No hay ningún mal irreparable en el envidioso. Podría decirse que ya ha andado la mitad del camino. Sólo le queda celebrar el bien que percibe por doquier en lugar de aborrecerlo y convencerse de que la felicidad ajena no es un impedimento para la propia, qué va, sino algo así como su condición.  

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