THE OBJECTIVE
Jorge Freire

Decálogo de la atención

«¿De qué sirve la libertad de pensamiento o la libertad de expresión sin una libertad de atención»

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Decálogo de la atención

¿Por qué nadie consigue concentrarse? Se cumple el dictum pronunciado por Herbert Simon en la década de los 70: cuanto más aumenta la información, más mengua la atención. Según las estadísticas, cada día pasamos tres horas mirando el teléfono y lo revisamos unas 2.000 veces. Merced a las interrupciones constantes que, mal que bien, nos avenimos a tolerar, no hay rey ni roque capaz de concentrarse en la lectura. ¡Hasta las series de 20 minutos se nos hacen largas! Sirvan los siguiente 10 preceptos para recuperar el hilo o, aunque sea, no perder comba del todo.

Renuncia a la multitarea. Es el gran camelo de nuestro tiempo. El famoso multitasking genera en nuestro cerebro, según un estudio del MIT, un efecto similar al de los opiáceos: estimula los circuitos del placer al tiempo que nos disminuye nuestra capacidad analítica. Por eso afirma Johann Hari en Stolen Focus (Bloomsbury) que, de cara a tu productividad, mejor que mirar el móvil a cada momento sería, ya puestos, fumarte un porro en la oficina. Abraza la monotarea. ¿Has olvidado cómo aprendiste a tocar la flauta o a montar en bici?

Atiende. Dice Georgina Rodríguez en el documental de Netflix: «Mire a mis hijos, ¿no ve qué estimulados los tengo?» Más o menos así se las gastan los pedagogos del «aprender jugando», empeñados en mezclar instrucción y distracción. Estas pueden ser consecutivas, pero nunca simultáneas. Recuerda la parábola de los talentos: el don que no se aprovecha es un don perdido. No confundas la concentración con la dispersión. Sin poner atención nunca se llega lejos. Y el fruto que cae fuera de surco siempre agosta.

Mantente en vilo. Age quod agis... Hagas lo que hagas, pon toda tu intención y tu empeño en ello, sin distraerte ni esturrearte. El hacer las cosas bien –Machado dixit- importa más que el hacerlas. Por eso es mejor ser un Bartleby que un chapuzas. O, por decirlo con el sabio taoísta más querido por nuestros niños de 50 castañas: Hazlo o no lo hagas, pero no lo intentes.

Defiende tu libertad de atención. Eso propone James Williams en su extraordinario Clics contra la humanidad (Gatopardo). ¿De qué sirve la libertad de pensamiento o la libertad de expresión sin una libertad de atención? El «sistema de recompensa variable» que engancha al boomer a la máquina tragaperras es el mismo que engancha al millennial a las redes sociales. La distracción constante lleva a la decisión impulsiva y al pensamiento inercial, a la obsesión por la actualidad y al señalamiento. La verdad conduce; la mentira seduce. Ducere, al fin y al cabo, es conducir; seducere, conducir por el camino que a otro le viene bien.

Plántate. Las redes te permiten estar al tanto de las cotizaciones del Nikkei, la clasificación del Celta y la edad de Jaimito Borromeo. Puedes saber a cada momento lo que hacen tus amigos y, sin embargo, no te lo pone nada fácil para quedar con ellos. ¿Casualidad? Bien sabido es que ganan dinero con cada minuto que pasas mirando la pantalla y que, huelga decirlo, dejan de ganarlo cuando paras. ¿Decir esto es neoludismo, rechazo de la tecnología, oposición al progreso? No hagas ni caso a quien arguya tan pobres pretextos. Hace varias décadas se construían casas con amianto, a despecho del daño que causaba en la salud. Solo un idiota sostendría que censurarlo suponía oponerse a la construcción de vivienda.

Educa el gusto. Era uno de los grandes mandamientos de la Ilustración, aunque nadie lo recuerde. Tan valiosa como la enciclopedia era la conversación. De ahí la importancia de los cafés, las tertulias, los salones. El ocio debía ser, ante todo, un ocio refinado. Dime cómo te diviertes y te diré quién eres, Ortega dixit. Quien no sabe disfrutar del tiempo libre es tan inútil como quien no sabe trabajar. Si resulta inexcusable consagrar los ratos libres al ocio embrutecedor, so pretexto de evitar «darle vueltas a la cabeza», es por lo adocenante que la vida diaria ya es de por sí.

Conecta. Quienes dicen que «hay que desconectar» hacen lo contrario: Pasar el día permanentemente conectados, esto es, enganchados. Echar horas zapeando en Twitter y zipeando en YouTube no te conecta a nada. Yo prefiero dar largas caminatas, ver a los amigos y embaularme una lubina a la sal en Chiquito Riz. Es decir, conectarme a las fuentes de corriente alterna que me suministran corriente continua el resto de la semana. Tan malo es andar a tontas y a locas como recluirse en el pináculo de la torre de marfil. La araña, carente de curiosidad, vive encerrada en la tela que urde; la hormiga va a todos lados, pero tantea ciegamente sin dar con nada. Mejor es ser como la abeja, que vive en el mundo pero destila su propia miel.

Oxigénate con moderación. Si quieres pasar un mal rato, bájate YourHour o alguna app de la misma laya y descubre cuántos minutos (u horas) pierdes haciendo scroll en Instagram. Pero no te culpes en exceso cuando te distraigas; abandónate, más bien, a esa maraña de distracciones y probablemente recuperes el hilo. Haz ejercicio y deja la mente vagar. Duerme al menos siete horas. Sal a caminar, pero deja el móvil en casa. Lee un libro por placer, algo que hoy casi nadie hace. Recuerda por qué en los submarinos hay medidores de oxígeno. Si hay poco, te ahogas; si hay mucho, cualquier chispa prendería un incendio.

Sé una persona civilizada. Ha escrito Armando Zerolo que terminaremos avergonzándonos del uso que hacemos del móvil. A su juicio, nuestra conducta es tan grosera como comer con las manos. Zerolo recuerda que, en tiempos idos, la costumbre en palacio era compartir un trozo de carne al que los miembros de la mesa pegaban dentelladas. Nos parece tan lejano como aquella época en que se fumaba en la oficina, aunque solo haya pasado una década. ¿Mirar el WhatsApp en la cena acabará siendo tan inapropiado como fumar en la consulta del médico?

Pero no te confundas… Solucionar el problema de la atención con una respuesta individual sería, por decirlo con James Williams, como acabar con la contaminación poniéndote una máscara de gas. Zuckerberg te ha sometido a estímulos supernormales hasta dejarte con más faltas que el caballo de Gonela. Tu problema es serio, pero en absoluto único -no existe lo raro salvo para el ignorante-, pues ¿qué adicción es exclusivamente individual? La cultura de la agitación es un entramado denso que empuja a la dispersión constante.

Coda. En una isla tropical crecen abetos recios y vigorosos; también, araucarias retorcidas y desgalichadas. ¿Tiene algún problema individual? Teniendo en cuenta el clima y el suelo, crecen todo lo robustas que su naturaleza y el entorno les permiten… ¿Podemos concentrarnos cuando todo nos impele a enviscarnos y desparramarnos? Injusto es culpar al usuario, ingenuo confiar en el orden espontáneo. Sin una regulación sólida que ponga coto a las tecnologías digitales, ninguno de estos preceptos servirá de mucho.

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