THE OBJECTIVE
Argemino Barro

Rusia, la OTAN y el club de los realistas

«El club de los realistas incluye a fríos halcones de la derecha, como Henry Kissinger y también a figuras de la izquierda altermundialista como Chomsky»

Opinión
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Rusia, la OTAN y el club de los realistas

Yanis Varoufakis. | Aristidis Vafeiadakis (Europa Press)

No pasa por su época de mayor popularidad, pero el club de los realistas sigue haciéndose oír en entrevistas y artículos. Su tesis principal es que Estados Unidos, al frente de la OTAN, se dejó llevar por la borrachera de victoria de los años 90 y acabó plantándose en el umbral de Rusia, que solo había bajado la guardia provisionalmente. El peligro estaba claro: algún día Moscú se pondría en pie y recuperaría su espacio, si era necesario, mediante la fuerza. Europa sufriría, y los realistas podrían señalar con el dedo la arrogancia de Washington y espetar: ¡os lo advertimos!

Y la verdad es que lo hicieron. La hemeroteca es terca, y Youtube aún más. Esto decía el politólogo John Mearsheimer, de la Universidad de Chicago, en 2015: «Occidente está encandilando a Ucrania con sus cantos de sirena y el resultado final es que Ucrania va a quedar destrozada. Lo que estamos haciendo, de hecho, es animando a ese resultado». Mearsheimer se refería a las seductoras ofertas que Washington susurraba al oído de Kyiv: sobre todo, la promesa de entrar en la Alianza, precedida por acuerdos de colaboración y por envíos de armas e instructores.

Desde el otro lado del espectro político, Noam Chomsky, también en 2015, hacía la misma profecía: «La idea de que Ucrania pueda unirse a una alianza militar occidental sería bastante inaceptable para cualquier líder ruso», declaró. Este proyecto «no protege a Ucrania, sino que amenaza a Ucrania con una gran guerra».

Lo interesante del club de los realistas es que incluye a fríos halcones de la derecha, como Henry Kissinger o Jack Matlock, embajador de la Administración Reagan en la URSS y uno de los que más claramente advirtió, en la década de los 90, del peligro de ampliar la OTAN, y también a figuras de la izquierda altermundialista: Noam Chomsky, Tariq Ali, Yanis Varoufakis o, en España, Carlos Taibo.

En este club hetereogéneo, el aviso que más peso tiene, y que estos intelectuales más suelen citar, es el de George F. Kennan: el gran conocedor de Rusia, el arquitecto de la doctrina de la contención de la Guerra Fría. «Creo que este es el comienzo de una nueva Guerra Fría», dijo el ya anciano Kennan en 1998, cuando el Senado de EEUU ratificó la primera expansión de la OTAN a Europa del Este. «Creo que los rusos reaccionarán bastante adversamente (…). Creo que es un error trágico».

Los mimbres de este club han sido bien identificados por Mearsheimer, que se llama a sí mismo, en su página web, «Mearchiavelli», bajo un retrato en el que aparece ataviado con las ropas renacentistas del astuto filósofo.

Mearsheimer considera que los estados solo invocan el derecho internacional cuando este coincide con sus intereses geopolíticos. Si este no es el caso, si el derecho y los intereses geopolíticos van por separado, el estado siempre se aferra a estos últimos. Los ejemplos abundan. Cuando Fidel Castro llegó al poder en 1959, y se puso a expropiar multinacionales extranjeras, EEUU intentó derrocarlo: violó descaradamente la soberanía nacional cubana. El derecho internacional hablaba claro al respecto, pero no coincidía con el interés geopolítico de Washington.

Según Mearsheimer, lo que sucede ahora mismo en Ucrania es parecido: la invasión rusa, dice, es un crimen aberrante que le provoca náuseas. Pero refleja los intereses más descarnados del estado ruso, cuyo presidente lleva dos décadas avisando de que Ucrania era una línea roja, como también lo era Georgia, invadida en 2008. 

Si el politólogo se compara a sí mismo tan explícitamente con Maquiavelo es porque siempre va al hueso del asunto, a la verdad cruda y, muchas veces, desagradable. Cuando, en 1994, Ucrania entregó su arsenal nuclear soviético a Rusia a cambio de que esta, junto a EEUU y Reino Unido, se comprometiese respetar para siempre su integridad territorial, una voz se alzó contra el acuerdo: fue la de Mearsheimer. Iniciativas tan ingenuas como esa, dijo, suelen acabar en desgracia. 20 años después, Rusia se reservó el derecho de amputar a Ucrania la península de Crimea. 

En otras palabras: si un país tiene la mala fortuna de vivir junto a un gorila, lo más inteligente, la manera de minimizar los posibles daños, es acomodarse un poco a los caprichos de ese gorila. Sufrir algo para evitar, un día, tener que sufrir muchísimo. 

Pero quizás sea impreciso referirse a los realistas como realistas. Porque la escuela que tienen enfrente, y que ahora domina el debate envuelta en una bandera bicolor, también tiene sus sobrios expertos, y hasta sus fríos halcones. 

«Estoy muy preocupado por la interpretación de la guerra de Rusia contra Ucrania como un conflicto entre Rusia y la OTAN», escribe el profesor Klaus Richter, especialista en historia de Europa del este de la Universidad de Birmingham. «Para los países entre Alemania y Rusia, el siglo XX significó: agresión militar y política, pérdida de soberanía, hambrunas provocadas, deportaciones a Siberia, limpieza étnica, expropiación. Sus preocupaciones de seguridad son infinitamente mayores a las de Rusia». 

Las «garantías de seguridad» de las que habla constantemente Moscú no cuadran con la historia de las últimas décadas. Pese a que Rusia no es atacada desde 1941, solo en los últimos 30 años su ejército ha hecho la guerra en 14 ocasiones. Moldavia, Georgia, Tayikistán, Ucrania. Todos han sufrido la mordedura de los rusos, además de Siria, la República Centroafricana, y, dentro de Rusia, Chechenia y Daguestán.

Por tanto, para sus países vecinos, el concepto de seguridad no es algo abstracto y anticuado, como podría serlo para un español: una cosa de la que se habla en aulas soñolientas. La seguridad de un lituano, un esloveno o un armenio es un concepto sólido y a la vez frágil. Cualquier ajuste geopolítico podría liquidarlo. Frente a estas ansiedades, la OTAN ha demostrado ser una excelente garantía de tranquilidad.

«¿Qué sería hoy de Polonia si no fuera miembro de la OTAN?», se preguntaba hace unos días el historiador Stephen Kotkin, de la Universidad de Princeton. «Estaría en la situación de Ucrania». 

Kotkin, autor de una biografía monumental de Stalin, añadía en otra entrevista que la invasión rusa de Ucrania no se debía particularmente a la ampliación de la OTAN, sino a las dinámicas internas del estado ruso. «Lo que tenemos hoy en Rusia no es algún tipo de sorpresa. No es algún tipo de desviación del patrón histórico. Mucho antes de que existiera la OTAN, en el siglo XIX, Rusia tenía este aspecto: tenía un autócrata. Tenía represión. Tenía militarismo. Tenía sospechas de los extranjeros y de Occidente. Esta es una Rusia que conocemos, y no la que llegó ayer o en los años 90. [La invasión] no es una respuesta a las acciones de Occidente. Hay procesos internos de Rusia que explican dónde estamos hoy».

Desde la izquierda del club de los realistas se preguntan por qué la OTAN, caída la Unión Soviética en 1991, no se disolvió motu proprio. ¿Cuál era la razón de existir de una alianza militar anti-comunista cuando el comunismo había sido vencido?

Pero la OTAN, además de ser, siendo realistas, una proyección del poder estadounidense, también ejerce de instrumento de integración y protección para las naciones que anduvieron dando tumbos por el siglo XX, incluidas las naciones grandes, especialmente Alemania. A la vista de nuestra historia, nadie quiere una Europa donde cada cual enfile militarmente por su lado, atendiendo solamente a sus intereses. La OTAN, a la que se entra no por la fuerza sino por la voluntad soberana de cada país, crea un clima común, y fuerza a sentarse y a pensar en conjunto.

Dice Anne Applebaum, historiadora, periodista y una de las voces más prooccidentales del reino, que la expansión de la OTAN ha sido «la estrategia de política exterior americana más existosa, o la única exitosa, de los últimos 30 años». 

Pero hay momentos en que las visiones realista y atlantista, digámoslo así, coinciden en tiempo y espacio.

La propia Applebaum estuvo presente en el discurso que el presidente ucraniano, Volodímir Zelensky, pronunció en la Conferencia de Seguridad de Múnich, pocos días antes de la invasión rusa. Ya entonces se le advirtió de que salir de Ucrania era peligrosísismo, pero Zelensky prefirió hacerse oír en persona. El líder hizo un alegato por la paz y reivindió el derecho de Ucrania a tomar sus decisiones libre y soberanamente. El auditorio le dedicó una larga, sonora, sentida y rutilante ovación. 

Cuando llegó la hora de la verdad, sin embargo, Zelensky y Ucrania se quedaron solos: combatiendo mientras los valerosos amigos occidentales animaban desde el otro lado de la valla. Habían adoptado la postura realista.

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