THE OBJECTIVE
Ignacio Vidal-Folch

Esperando a unos demonios para cenar

«La determinación de Johnson, Satán con aires de locuelo despeinado, es posible que frene en seco el caudal de inmigrantes en el Reino Unido»

Opinión
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Esperando a unos demonios para cenar

El primer ministro británico, Boris Johnson. | Europa Press

En esos momentos de pesimismo que me asaltan, que son casi todos, me da por pensar que es previsible que, según vayan escaseando las materias primas, se declaren más guerras por controlarlas. Es previsible un mundo más cruel, desembarazado de modos y maneras. Se acaba el tul ilusión. Es previsible que la voluntad se imponga de forma más descarnada, dejando a un lado las máscaras de la representación –de la cortesía, la diplomacia, los ritos, las artes— que, según Schopenhauer –que lo aprendió de los filósofos orientales–, es el edulcorante que nos administramos para velar la horrible, la invivible verdad. O sea que somos los engañosos «poblados Potemkin» gracias a los cuales Catalina la Grande creía reinar sobre un imperio lleno de súbditos acomodados y contentos, y además somos la misma Catalina. Es la «interface», diríamos en nuestros tiempos tecnológicos, la bonita interface de un hardware glacial.

Se tomarán iniciativas implacables, de un egoísmo monstruoso. Ser despiadado tendrá recompensa en el mercado electoral. Adelantándose, como suelen hacer los británicos, al signo de los tiempos, el señor Boris Johnson, primer ministro del gobierno de Su Satánica Majestad, ha firmado un contrato con Ruanda para enviar allí a los inmigrantes ilegales que se atrevan a poner el pie en el césped de algún bondadoso vicario de pueblo inglés de Northamptonshire, es un decir. A falta de echarles al mar de una patada en el culo –son demasiados—va a organizar un puente aéreo Londres-Kigali, billetes solo de ida. Los expulsará en avión. Lo que vaya a pasar con ellos en el África Negra ya no es cosa que a los británicos incumba, ya que Ruanda queda a miles de kilómetros de distancia y ojos que no ven corazón que no siente. Hora de regar las petunias, señor vicario.

Se suele decir que las migraciones masivas son imparables, pues las empuja el hambre y no se puede poner puertas al campo. Sin embargo, la determinación de Johnson, Satán con aires de locuelo despeinado, es posible que frene en seco el caudal de inmigrantes en el Reino Unido.

Da escalofríos ponerse en la piel de uno de esos inmigrantes que después de correr mil vicisitudes para llegar a ver los blancos acantilados de Dover –ya no en sueños y quimeras, sino en la realidad— se despiertan en «El país de las mil colinas»: ¡Ruanda!

¿Qué harán los ruandeses con esos desdichados impecunes? Aquellos tutsis, hutus y pigmeos que componen su población no dudo que sean gente excelente y muy hospitalaria, pero yo por si acaso no me fiaría.

En mis momentos de hondo pesimismo, que son casi todos, y a despecho de lo que piensen los optimistas, que son unos seres beatíficos que van de error en error sin dejar de sonreír, repitiendo «todo se arreglará», creo que llegará el día en que, hartos de los problemas que nos causará una inmigración masiva, votaremos a un partido que electrificará las vallas y mandará enviar a pique las pateras, a cañonazos. No creo que falte mucho.

La celeridad con que el presidente del Gobierno, sin encomendarse a Dios ni al diablo, saltando sobre la tradicional simpatía de la izquierda española por el frente Polisario, le ha entregado el Sáhara a Marruecos, a cambio, supuestamente, de que este país frene la avalancha de emigrantes, me parece que es otro signo de los nuevos tiempos. Esto se ha acogido con un encogimiento de hombros general, y si acaso lo que preocupa del asunto es si afectará al suministro de gas argelino, o al precio que pagaremos por él.

Lo llaman «realpolitik». Asistiremos por todas partes a tomas de decisiones glaciales e implacables. Emergerán aquí y allá figuras demoníacas en las que nadie había pensado, que no supimos prever. Tampoco es imposible que nosotros mismos seamos objeto de alguna de esas figuras. O que nos convirtamos, de vez en cuando, en una de ellas.

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