THE OBJECTIVE
Javier Benegas

Negra suerte del autónomo

«El Gobierno ha decidido, ante la patata caliente de las pensiones, hacer caja con los autónomos»

Opinión
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Negra suerte del autónomo

El ministro de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones, José Luis Escrivá. | Europa Press

La historia reciente de España es en esencia la historia de la imprevisión, de la visión de corto plazo y del oportunismo político. Hay infinidad de asuntos que lo constatan. Quizá uno de los más irritantes sea el auge del separatismo. Un problema originariamente muy marginal que la falta de voluntad política y el cambalache partidista han convertido en un desafío existencial. Pero si existe un problema que evidencie de forma palmaria la visión de corto plazo que domina la política española es el que atañe al sistema de pensiones, porque para llegar al desfase colosal actual ha sido necesaria una desidia de décadas.

En España, tras un periodo de elevada natalidad, los nacimientos comenzaron a desplomarse a partir de 1975. Una década después, entre 1985 y 1990, pudo comprobarse que el hundimiento de la natalidad y el correspondiente envejecimiento de la población no eran fenómenos coyunturales sino estructurales. Es decir, desde hace al menos tres décadas se sabía que, si no se tomaban las medidas oportunas, el sistema de pensiones se volvería completamente insostenible a partir de 2025.

Había, pues, dos noticias. Una mala y otra buena. La mala: que el sistema era una bomba de relojería. La buena: que el temporizador del detonador estaba programado a 35 años vista, tiempo más que suficiente para ponerse manos a la obra, generar ahorro público y añadir progresivamente formas de capitalización al sistema.

Pero el temporizador siguió contando y apenas se hizo nada. ¿Por qué? La explicación es bastante sencilla. Cuando las vastas generaciones nacidas entre 1960 y 1975 se incorporaron al mercado laboral, la recaudación se disparó. Los políticos, tentados por los cuantiosos recursos de ese periodo de vino y rosas, en lugar de ahorrar, utilizaron ese dinero para comprar voluntades y votos y favorecer a colectivos influyentes. Con su miopía, treinta y cinco años parecían una eternidad. Así que se dedicaron a generar déficits en lugar de superávits. Y el que viniera detrás, que arreara.

Tuvo que ser la Unión Europea quien advirtiera en 2012 que la bomba estaba a punto de estallar. Solo entonces, y de forma atropellada, se alumbró la reforma de las pensiones de 2013, que entró en vigor en 2019. El apaño, más que reforma, básicamente consistía en que el importe de las pensiones no sólo se reducirá con el incremento de la esperanza de vida, también se amoldaría al ciclo demográfico: cuantos más pensionistas, menos pensión. Lo que significa que los nacidos entre 1960 y 1980 percibirán unas prestaciones muy inferiores a las que les habría correspondido antes de esta reforma.

Sin embargo, el desfase del sistema de pensiones ha avanzado a un ritmo mayor y más rápido del previsto, y la reforma de 2013 se ha quedado bastante más que corta. Así que o bien se cambia el sistema piramidal, cosa inviable a corto plazo y menos con altísimo endeudamiento del Estado (el cambio requeriría temporalmente una fuerte financiación), o bien hay que imponer nuevos ajustes, incluidos recortes a los pensionistas actuales. Pero ¿qué político está dispuesto a recortar las retribuciones a nueve millones electores bastante disciplinados a la hora de acudir a votar?

Mientras el Gobierno busca la manera de sortear esta patata caliente, ha decidido hacer caja con los trabajadores autónomos. Así, el Ministerio de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones (¡caray con el nombre!) está preparando un real decreto como antesala a la futura ley que reformará el sistema de cotización de los trabajadores autónomos y que, según reza la propaganda acostumbrada, se estaría negociando con los «agentes sociales» y las «organizaciones de este colectivo». Pero el real decreto no sería tanto el paso previo a la futura ley como un subterfugio para adelantar el incremento de las cotizaciones de los autónomos por la vía del artículo 33. De esta forma, el Gobierno podría ofrecer a los autónomos como víctimas propiciatorias en Bruselas y, quizá, distraer los recortes de las pensiones actuales.

Con todo, lo peor es que José Luis Escrivá, antaño considerado un tipo competente, serio y ecuánime, se haya prestado, como titular de la cartera correspondiente, no ya a impulsar un incremento de cotizaciones disparatado y en el peor momento posible para los autónomos, sino a vender las bondades telemáticas de este expolio. Se suponía que Escrivá era el paradigma del técnico de carrera, del tecnócrata acreditado capaz de sustraerse a las presiones partidistas para decirle al gobierno de turno las verdades del barquero. Pero, como tantos otros, Escrivá sabe que, si no quiere ver truncada su, hasta ahora, exitosa trayectoria, no debe contrariar al poder sino servirle. Si esto no fuera así, o bien habría convencido al presidente del Gobierno para que renunciara a una medida tan inoportuna y de consecuencias muy adversas, o bien habría renunciado.

Como expresidente de la Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal (Airef), Escrivá sabe mejor que nadie que el problema de fondo no son las cotizaciones de los autónomos: es el gasto ineficiente del Estado, que el Instituto de Estudios Económico (IEE) estimó recientemente en unos 60.000 millones de euros anuales. Es más, la propia AIReF en 2019, con él de presidente, analizó diversos capítulos del presupuesto público, por una cuantía total de 33.000 millones de euros, y llegó a la conclusión de que las administraciones gastaban 14.000 millones de euros anuales en subvenciones sin que existiera ningún control en su gestión y sus fines. Lo que equivale a reconocer que cada año se reparten 14.000 millones con criterios meramente clientelares; es decir, se dilapidan.

Desde hace tiempo se considera el crecimiento de afiliación de trabajadores autónomos como un indicador de la buena marcha económica. Pero se olvida que cada vez más personas se dan de alta en el régimen de autónomos no por gusto sino porque el mercado laboral se está transformando. Esto significa que para muchos españoles ser autónomo no es algo vocacional: es simple necesidad. El régimen general cede terreno en favor del profesional por cuenta propia, mucho más flexible porque puede trabajar para varias empresas simultáneamente y, además, asume sus costes laborales y de actividad, no cobra indemnización por despido, no tiene horario, no tiene pagas extraordinarias y no tiene vacaciones pagadas a cuenta de la empresa.

Algunos países avanzados ya prevén que el trabajador autónomo será mayoritario en un futuro cercano y que, en consecuencia, sobre él recaerá en mayor medida la misión de crear riqueza. Así pues, en vez de cargar sus hombros con el peso del Estado, se intenta aliviar su carga, porque, a medio plazo, esta benevolencia redundará en beneficio de la sociedad… y de la recaudación.

Sin embargo, en España también avanzamos en dirección contraria. Vamos a desnudar a un santo para vestir a otro, a tapar un error con otro error. La misma visión miope que ha llevado el sistema de pensiones al borde del colapso, va a sacrificar el vivero de la economía del futuro para intentar llegar a las siguientes elecciones sin contrariar, o sin hacerlo demasiado, a nueve millones de electores.

Es probable que Pedro Sánchez no consiga llegar a esa playa, y que le acabe sucediendo lo mismo que a Zapatero en 2010, que sonó la campana y tuvo que imponer recortes a todo lo que se movía o respiraba. Pero mucho me temo que, con este gobierno o con otro, la suerte de los autónomos no va a cambiar demasiado y que, más tarde o más temprano, acabarán siendo sacrificados en el altar del Estado clientelar… perdón, de bienestar. Ojalá me equivoque, por el bien de todos, no solo de los autónomos.

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