THE OBJECTIVE
Josu de Miguel

¿Es democrático comprar votos?

«La subida de las pensiones, en un marco de crecimiento bajo, pone en entredicho la atención a los votantes más desencantados con la política: los jóvenes»

Opinión
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¿Es democrático comprar votos?

La ministra de Hacienda, María Jesús Montero, tras el Consejo de Ministros. | EFE/Juan Carlos Hidalgo

Tal y como establece nuestra Constitución, ya tenemos proyecto de Presupuestos Generales del Estado. Como es obligado, lo presenta el Gobierno, que ya lo ha pactado, al parecer, con la mayoría parlamentaria que lo sostiene en las Cortes. Después vendrán cientos de enmiendas que solo ratificarán el nuevo paradigma económico en el que nos encontramos: inflación alta, recaudación récord, techo de gasto histórico y unos programas redistributivos que premian a aquellas franjas de votantes que pueden decidir las elecciones del próximo año (pensionistas y funcionarios).

Por ello, una parte de la opinión pública ha calificado el proyecto de presupuestos como de electoralista: el Gobierno y sus partidos estarían «comprando» con subidas variables en los salarios sociales a pensionistas, funcionarios y otros beneficiarios. Pues bien, en democracia no se entiende bien esta crítica: los presupuestos son el vehículo normativo central de lo que en el derecho constitucional se llama principio de dirección política (art. 97 CE). En virtud de este principio, los partidos hacen uso del Gobierno, el Parlamento y la administración para volcar en la sociedad el programa presentado en las elecciones. 

En este cuadro ideal, cada cuatro años los votantes tendrán que evaluar si el programa se ha cumplido o no y si las políticas públicas en general han sido acertadas o defectuosas. Naturalmente, estamos dentro de una democracia pluralista en la que las asociaciones políticas por excelencia actúan en un mercado político: la oferta y la demanda se traslada a las propuestas que los partidos hacen al cuerpo electoral. Ello puede contribuir, en el mejor de los casos, a la necesaria alternancia entre formaciones, dándose paso al cumplimiento del principio de responsabilidad. 

Estamos dentro de una democracia pluralista en la que las asociaciones políticas por excelencia actúan en un mercado político

Pero todo esto que les cuento es una verdad a medias. Las constituciones constriñen negativamente -derechos de libertad- y positivamente -principios prestacionales- los programas electorales: en particular, en este último caso, los poderes públicos -que al fin y al cabo ocupan los partidos- se ven obligados a poner en marcha y mantener políticas como la educación, la sanidad o un régimen público de seguridad social. Todo ello en el contexto de la promoción de unas condiciones favorables para el progreso económico y una redistribución equitativa de la renta nacional (art. 40 CE). 

En las últimas décadas han aparecido algunas objeciones a este paradigma del bienestar. La teoría de la elección racional explica que la persuasión electoral en forma de salarios sociales, ayudas directas y otros beneficios asistenciales, produce desequilibrios bien conocidos: déficit y deuda pública. Esta semana pasada hemos tenido un cierto y alejado debate al respecto: la subida indexada de las pensiones, en un marco de posible crecimiento bajo, augura tensiones presupuestarias y pone en entredicho la atención y cuidado de la franja de votantes más desencantados con la política, los jóvenes. 

Pero no debiéramos olvidar que el debate intergeneracional no es solo moral, sino también constitucional. El art. 135 CE, reformado entre críticas generalizadas en el año 2011, como consecuencia de la presión de la prima de riesgo y de la Unión Europea, prescribe unas cuentas públicas saneadas, viniendo a recordar que el presente democrático tiene que hacerse cargo de los intereses financieros de los no nacidos. Hoy el art. 135 CE y el Pacto de Estabilidad y Crecimiento comunitario están en suspenso, demostrándose que estamos en una (nueva) era de la politización que permite una aplicación de las reglas jurídicas de acuerdo con una desconcertante fortuna maquiavélica. Y es que las políticas sobre el futuro no están exentas de contradicciones: queremos un capitalismo menguante para afrontar el cambio climático, mientras patrocinamos un gasto público y un crecimiento económico como si no hubiera un mañana.  

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