THE OBJECTIVE
Jacobo Bergareche

Masoquismo en la Feria del Libro

«La feria es castigo para el autor emergente, que debe recordar que lo importante no es despachar colas de fans sino contar una historia que aguante en el tiempo»

Opinión
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Masoquismo en la Feria del Libro

Gerónimo Stilton en Feria del Libro de Madrid.

Cuando un escritor acumula ya tres o cuatro reseñas en medios respetables, alguna aparición en un podcast y unas ventas de al menos 1.500 ejemplares de su último título, empiezan a generarse ciertas dudas entre los prescriptores culturales sobre si dicho escritor se mantendrá en la irrelevancia en la que se ha movido hasta la fecha o si acaso conseguirá publicar un par de libros más: es en este momento de duda cuando se le bautiza como «escritor emergente».

Se sabe definitivamente que un escritor es emergente cuando acude a dar charlas de lo que le pidan en cualquier población que tenga un aula con sillas plegables donde además le agasajen con un canapé de chopped y un vaso de plástico con algo que no sea agua de grifo.

Yo, que desde mi última novela he recibido el título de emergente, voy absolutamente a todo lo que me digan, no sea que con la próxima novela que publique regrese a ese estado anterior donde ya solo te presta atención tu perro (si es que tienes perro, que yo no). Que unos pocos te hagan un poquito de caso un ratito, anima y excita la vanidad, y este suele ser todo el retorno de la inversión con el que subsiste un escritor. La paga ya sabemos que es exigua.

Los últimos cuatro años me he trabajado el circuito del emergente, de pueblo en pueblo como el cómico, sin hacerle desprecios a ninguna plaza, y con total entrega a cualquier público, hasta los días en que el público solo consistiera en mi mujer, algún amigo ocioso y el organizador del evento. En todo este tiempo puedo decir que no hay cosa que más pánico me dé que una feria del libro, la experiencia suele ser casi siempre desoladora.

«Un tipo que se hacía llamar Blue Jeans despachaba a una cola de chavales que daba siete veces la vuelta a la isla»

Recuerdo una en Las Palmas de Gran Canaria, en la que coincidí con una emergente muy talentosa, Elisa Levi, y con alguien ya consagrado, Julio Llamazares. Había una enorme carpa donde se iba a firmar, allí en una mesa estaba un tipo que se hacía llamar Blue Jeans y que por lo que me contaron escribía libros para adolescentes con títulos como No sonrías que me enamoro. Blue Jeans despachaba a una cola de chavales ávidos de una dedicatoria que daba siete veces la vuelta a la isla. En la mesa de al lado había una niña youtuber de 13 años escoltada por sus jovencísimos padres-mánagers, no sé muy bien qué cosa de interés podría haber escrito a su edad, pero atendía a otra cola no menos corta que la del tal Blue Jeans.

Después venía un presentador de concursos televisivos bastante mazado que había dejado de consumir cocaína en cantidades industriales y debía de haber escrito un libro confesional sobre su superación –también provocando alguna cola razonable, aunque no tan larga– y ya en una esquina Llamazares se sentaba en una mesa frente a una breve cola donde al menos nadie iba en chándal, entre todos sumaban 13 lectores (los conté). En algún momento a mí me tocó el mal trago de ir a firmar, me vinieron a ver tres personas. Elisa debió tener una experiencia similar a la mía.

En cuanto pudimos, Elisa, Julio y yo salimos huyendo a tomar unos negronis paliativos enfrente de la catedral, bien lejos de la feria. Llamazares nos dijo: «Esto es humillante, así no se puede, hay que hacer dos tipos de ferias: una en la que esté esta gente que de verdad vende libros y otra en la que estemos los escritores, mejor no mezclar las dos cosas, son dos públicos muy distintos».

«A mí me llegaban lectores con cuentagotas, uno cada 15 minutos, a veces incluso me confundían con el librero»

En la feria de Madrid descubrí que «esta gente que de verdad vende libros» a veces ni siquiera es gente, es decir, no son ni humanos. Lo comprobé un año en que me tocó firmar en una caseta junto a otra en la que también firmaba Jerónimo Stilton, un ratón (para que me entiendan, un pobre diablo enfundado en un inmenso peluche con forma de ratón). A mí me llegaban lectores con cuentagotas, uno cada 15 minutos, a veces incluso me confundían con el librero y me preguntaban el precio de otras novelas que no eran la mía. A Jerónimo Stilton sin embargo le tenían que infiltrar la muñeca para que siguiera firmando ejemplares a ese ritmo y con esa furia.

Eran tiempos pandémicos y la gente había hecho colas absurdas de hasta tres horas para entrar en la feria, una vez dentro volvían a hacer cola para pedir una cerveza o un refresco y después de esa cola del bar, aún les quedaban ganas para hacer la cola para la firma del ratón Stilton. Yo lo miraba desde el abandono en el que estaba, y de veras me daban ganas de enfundarme el traje de roedor por un día para tener algo que hacer en la feria, o por lo menos para ocultar la vergüenza de estar ahí siendo ignorado por el público, mirando a la multitud con la misma expresión que tiene el perro atado en la calle, que espera compungido a ver a su dueño a la salida de un comercio.

Un amigo escritor me dijo que el truco para pasar el rato cuando apenas vienen lectores a que les firmes nada, es secuestrar al incauto que pase por tu caseta a por una firma haciéndole la dedicatoria más elaborada que puedas imaginar, no dejarle ir hasta que venga otro, hacerle dibujos, chiribitas, versos, una carta, cualquier cosa antes que soltarle y quedarte mirando a la gente con cara de pena, o lo que es peor, al librero que te ha escogido con gesto culpable por no ser el cebo de su anzuelo.

En las ferias del libro suele haber pabellones (de la Unión Europea, de la Comunidad de Madrid, de una revista) donde se dan charlas de relleno a todas horas, y que raramente interesan a nadie, por lo menos así ha sido en aquellas en las que me ha tocado hablar a mí. En estos pabellones hay sillas y sombra, mi mujer sospecha que las personas que asisten son a menudo señoras con los pies hinchados que quieren darse un respiro de la feria y tener un sitio fresquito donde sentarse gratis. Puede que tenga razón. Las veces que me han liado para dar contenido a estos pabellones siempre escucho las mismas frases descorazonadoras del organizador que me bajan el litio inmediatamente, tipo «vamos a esperar cinco minutos más a ver si viene más gente» ante un panorama de sillas vacías.

En abril me invitaron a hablar en la Feria del Libro de Bruselas junto a un autor irlandés que escribía en gaélico, idioma al parecer con muy poca demanda, en uno de estos terroríficos pabellones que solo Blue Jeans puede llenar. Después de aquella frase de la organizadora que ya anticipaba (vamos a esperar cinco minutos más a ver si…) vino otra más dura aún para explicarnos el fracaso de la convocatoria: «Es que justo a esta hora coincide con una autora de éxito hablando en el otro pabellón». Se puede decir por todo ello que la feria es por lo general castigo y cura de humildad para aquel que empieza a creérselo un poco, quizás sea esa su mayor utilidad para el autor emergente, que debe recordar que lo importante no es despachar colas de fans sino esforzarse por contar una historia importante que aguante en el tiempo.

Uno envidia en todo caso la dignidad de Salinger, que no solo no se prestaba jamás a estos saraos de las ferias, sino que no dejaba poner la inevitablemente ridícula foto de autor en la solapa, ni un resumen en la contra, ni mucho menos las sonrojantes frases laudatorias que todos mendigamos a otros escritores para la faja del libro. Pero para llegar a esas exigencias –o esa falta de necesidad– está claro que hay que haber escrito como Salinger.

Yo que sigo yendo a todo, les estaré esperando con espíritu masoquista, otro año más, en la Feria del Libro de Madrid este domingo. Todo este artículo es para darles pena, por supuesto.

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