THE OBJECTIVE
Eduardo Pascual Pouteau

Mario Tascón, el aspersor de ideas

«Se nos va un genio entre los genios, alguien que, independientemente de su portentosa brillantez, tuvo como principal virtud una absoluta generosidad»

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Mario Tascón, el aspersor de ideas

Mario Tascón.

Fue un omnívoro cultural. Un oso hormiguero de los libros. Entraba en cualquier librería con ese aire de genio despistado y la escena se repetía. Saludaba cortés, inclinaba la cabeza y, acto seguido, entraba en hipnosis literaria. Sus gafas, cual saltadores de esquí de Año Nuevo, se deslizaban suavemente hasta la punta de su nariz, y el rito de rebuscar nueva presa comenzaba. Los libreros se relamían. Pensaban, «hoy hay negocio».

Lo conocí por vía marital. Fue jefe de mi mujer, Inma, en buena parte de lo que emprendió. Primero, en aquel El Mundo legendario del «espíritu de Pradillo», después en El País y por último en ese taller de artistas, como los definía su querida Rocío Martínez-Sampere, que es Prodigioso Volcán. Lo que empezó siendo el «jefe de mi novia» acabó convirtiéndose en amigo queridísimo. Pero nuestro caso no fue el único. Esa afinidad de espíritus era marca de la casa. Y el mérito –siempre– era de Mario.

Era el mejor y los mejores querían estar con él. Maestro de maestros, conformó equipos absolutamente disparatados que acabaron arrasando en todo certamen internacional. Los recuerdo perfectamente en una previa de boda, acodados en la barra del Faro de Cádiz. Se casaba nuestro estimado Rafa Höhr, y a su llamado allí estaban los mejores infografistas de España. En lo humorístico, lideraba Tomás Ondarra, otro personaje genial, concatenando batalla tras batalla. Yo era un chaval, pero volví de Cádiz ciertamente impresionado. «Menuda tropa cachonda», pensé. Imposible acumular mayor talento. 

Era una máquina de trabajar. En Argentina, para mostrar la imposibilidad de hacer dos cosas a la vez tienen una frase maravillosa: «No podés patear el córner y cabecear a la vez». Pero eso es para los mortales. Algunos elegidos juegan las simultáneas del ajedrez laboral sin despeinarse. Y Mario era de esos. Desde la más absoluta modestia, ejerció siempre como líder natural ajustándose la camiseta del 10. Allá donde estuvo sólo dejó buenos recuerdos.

Fue un aspersor de ideas. El último agitador pedagógico. Del volcán de su cabeza privilegiada surgían fumarolas de conceptos variopintos que le daba por probar. Era como un tarzán con barriga saltando de liana cultural en liana cultural. Lo mismo te comisariaba una exposición, que te organizaba un evento en una juguetería de barrio. Si existiese un gramo de sensibilidad en la política municipal, faltaría tiempo para tener una calle en su amada Malasaña.

Era tan sabio que no le importaba el dinero. En lo monetario su desinterés fue absoluto. Entendía que la cultura era otra cosa. Tuvo cientos de ideas, pero la motivación era siempre paladear el camino. Su última iniciativa, «El libro imposible», fue un espacio creativo de difícil definición en su Ponferrada natal. Cuando nos lo comentó no podía tener mayor ilusión: ser profeta en su tierra desde la agitación lectora. Estaba entusiasmado. 

Su refugio era su casa. Desde la minúscula terraza lo mismo escuchaba el murmullo de Pachá que observaba esos amaneceres gloriosos que tanto disfrutaba. Vivía en una sexta planta en un apartamento atiborrado de libros, con la curiosa casualidad de que Luis, su muy bibliófilo vecino, tenía unidos cuarto y quinto piso con todavía más libros que él. El resultado era una densidad de volúmenes tal que, más de una vez, pensé que cederían los forjados sepultando al vecindario por avalancha literaria. Buen libreto para una canción de Sabina.

Fue un futurólogo que miraba al pasado. Entre sus muchas aficiones, una era devorar periódicos antiguos. Por contradictorio que resulte en alguien que cartografiaba el porvenir, disfrutaba como el niño grande que era entrando en la hemeroteca de Abc y buceando en textos del año catapún. Era otra más de las ‘paradojas Tascón’.

Tenía un aspecto exterior no destacable. El emboscado perfecto. Lo mismo podía ser conductor de autobús que espía a lo Paesa. En lo estético la cosa iba por días. La fase peor fue cuando le dio por unas guayaberas imposibles a lo Miami Vice. Tremendas. Sin embargo, la cosa mejoró muchísimo el día que apareció tocado con un sombrero panamá color azul-Arequipa que le daba un tono distinguidísimo a lo personaje de García Márquez. En la calle Escorial no se hablaba de otra cosa.

Como buen letraherido una de sus grandes angustias fue no tener tiempo para leer todo lo guardado. En japonés hay un vocablo, tsundoku, que le divertía mucho y que hace referencia al acto de comprar libros compulsivamente y dejarlos en barbecho para leer a futuro. Mario, amigo, te dejaste muchos deberes por hacer. Pero si Borges estaba en lo cierto y «el Paraíso tiene forma de biblioteca», quédate tranquilo, que tarea no te ha de faltar.

Fue el rompeolas de todos los favores. En un sector, el periodístico, generador estructural de paro ayudó a generaciones enteras a reubicarse en lo laboral. Toda llamada era atendida. Y logró, además, generar un consenso insólito: desde Ferrán Adriá al último becario, desde la reina Letizia a sus amigos de Siniestro Total, el aprecio colectivo era descomunal. En el país de la envidia, Mario concitaba un torrente de parabienes.

Compartimos miles de almuerzos, pero recuerdo uno particular en Samm. En torno a ensaladilla pagable y gamba roja de a millón, nos concentramos Pedro Cuartango, Domingo ‘Mincho’ Villar, Tascón y un servidor. Si la existencia va de trasegar mientras se aprende de gente con cosas que contar, aquel fue un arroz memorable. Si querías conversación florida, Mario era caballo ganador.

Pero los genios no deben de estar solos. Con María encontró esa cosa tan simple que todos buscamos y tan pocos encuentran: la felicidad. Pamplonesa ejerciente de ojos color Formentera, supo componer con Mario una aleación a prueba de lanza térmica. Lo compartían todo: aficiones, trabajo y amor. Conformaron un tándem imbatible. Los podías visualizar como la pareja perfecta encaramados a un sidecar: María al volante con chupa de cuero y sonrisa perenne, y Mario al habitáculo con su legendaria libreta tomado notas. Los Bonnie and Clyde de la creatividad comunicacional.

Juntos tuvieron a Sofía, la alegría de sus vidas. Una princesita vikinga pasada por el Bierzo que bien podría ser la hermana pequeña de Elsa y Anna. Una niña primorosa a la que hemos visto crecer y que era el motivo de felicidad absoluta de su padre. Una ‘tasconcita’ cuyo parecido gestual con su progenitor es simplemente atronador. Benditos sean los genes buenos.

Pero la parca quiso poner las cartas boca arriba. Cuando el teléfono sonó a las 4.00 de la mañana supimos que nada bueno podía traer. Era pleno conticinio, ese momento prodigioso de la noche en que el silencio absoluto emerge. La voz de María nos desgarró: la peor de las noticias había ocurrido muy lejos. Arrancaban 72 horas espantosas. Empezamos a mirar billetes para Buenos Aires.  

Tras aterrizar en Ezeiza, Patricia Santa Marina, queridísima amiga porteña de los Tascón y puntal absoluto de María en este periplo trágico, me encomendó ir a recoger los enseres de Mario. Jamás recibí tarea tan dolorosa. Sin embargo, pese al sobresalto inicial, acabó siendo un momento muy bonito; diría que hasta espiritual. 

Resultó que, entre sus pertenencias, sobresalían dos bultos. Uno era un bolsón grande abierto del que se adivinaban todo tipo de cachivaches: libros, cuadernos, regalos. Era como estar viéndolo. El otro era una mochila de ordenador que pesaba un quintal. Parecía plomada de pesca. Por la noche, a la cena, María con mucha dulzura y serenidad nos resolvió el misterio. La mochila, además de su querido Mac (él decía Macintosh), estaba cuajada de libros recién comprados, muy probablemente para regalar. Mario en estado puro.

Porque esa es otra. Si algo le definía era su compulsión obsequiadora de libros. Las editoriales de España deberían sufragar colectivamente una estatua en su honor. Es más, si la RAE estuviera a lo importante, y no a admitir «almóndiga», debería proponer «tasconear» como acepción de «regalar libros por el placer de regalar». Imposible mejor vocablo.

Morir en Buenos Aires no es tema menor: pocas ciudades más literarias. Diría que, junto a su querida Cartagena de Indias y Ciudad de México, era su lugar favorito. En mi último día allí ocurrió una coincidencia curiosa. Con María veníamos de arreglar unos papeles, y resultó que ese mismo domingo jugaban Boca contra River –el ‘Superclásico’ lo llaman– y en fiero debate presidencial Milei se atizaba de lo lindo con Massa. Fútbol y demagogia política. ¿Existe algo más argentino? En lo tristísimo de todo pensé que a Mario le hubiera gustado ese salseo. 

Cuando falleció el gran Ramón Lobo, dejó dicho un aforismo extraordinario: «La muerte sólo es un problema si no has vivido». Y así es. Mientras cruzaba de vuelta el Atlántico pensaba en lo absurdo muchas veces de la vida. Desde el axioma de Pascal hasta el ateísmo a lo Puente Ojea todo registro es respetable. Pero uno cada vez está más convencido de que la existencia va de aquí y ahora, de aprovechar el presente. De esa decantación de sabiduría popular condensada en una frase tan maravillosamente española: «Que me quiten lo bailao». Y Mario bailó. 

La última vez que lo vi fue hace dos semanas. Era comisario de una exposición fascinante, «Fake News: la fábrica de mentiras», y los Escribano, Toledo y Pascual, junto a churumbeles varios, acordamos visitarla. Él haría de cicerone particular. Al acabar, y ante su sonrojo, a los gritos de «¡comisario!, ¡comisario!» nos despedimos. Como en la canción de Pablo Guerrero, llovía a cántaros y decidí volver a casa con las niñas. Inma se quedó con los Tascón a tapear. Esa fue la última vez juntos. Jamás lamenté tanto no tomar una caña.

Primero fue Mincho y ahora Mario. Todavía no damos crédito. Se nos va un genio entre los genios, alguien que, independientemente de su portentosa brillantez, tuvo como principal virtud una absoluta generosidad. Alguien en quien sabías que podías confiar ciegamente. Un amigo quijotesco que deja un vacío desgarrador en todos aquellos que tuvimos la fortuna de compartir un trocito de existencia.

No hay consuelo posible. Irse antes de tiempo es inhumano: demoledor para los que se quedan. Pero si algo puede aliviar es intentar pensar en la escena del reencuentro; en ese momento mágico en que, allá donde estén, Mario se tope con Mincho y los dos se rían un rato. Porque, como bien dice nuestro amigo Alfredo, «menuda tertulión vais a montar por ahí arriba».

Disfruta de tu viaje, amiguísimo Mario.

Cuidaremos de tus chicas.

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