La isla sin tentaciones
«Hay una rutina que me he propuesto en esta isla sin tráfico, sin ruidos, sin bares, sin más tentaciones que la peor de todas, que es la de sacar el móvil del bolsillo»
Cuando en vez de reenviar memes, la gente todavía tenía paciencia para concederle un rato de atento silencio a aquel que había desarrollado el arte de contar chistes, ocurría que a veces uno tenía la suerte de escuchar alguno que no sólo hacía reír, sino que ilustraba una gran verdad de la condición humana.
Es el caso de aquel que enfrentaba al paradigma de niño optimista con el paradigma de niño pesimista, y los situaba en la fecha de máxima expectación: la mañana del día de Navidad.
Los niños de aquel chiste vivían en el mismo edificio y a primera hora del 25 de diciembre se encontraron en el portal. El niño optimista, que no cabe en sí de entusiasmo, le pregunta al niño pesimista, que está circunspecto y cabizbajo, la única pregunta posible: qué te han traído de regalo.
El niño pesimista le cuenta entonces que han sido unas navidades que querría olvidar pronto, pues ha tenido la mala suerte de recibir la última consola, el balón de fútbol reglamentario del próximo mundial y unas Nike. La consola, explica, solo puede conducirle a un insalubre sedentarismo por las horas que pasará sentado jugando en un sofá, a la vez que le insensibilizará hacia la violencia, dada la temática de los videojuegos. Por otro lado, si combate ese sedentarismo ejercitándose con un balón de fútbol tan exclusivo, despertará envidias entre los niños más humildes del parque y alguno terminará robando el codiciado balón, lo cual provocará incómodas sospechas en su pandilla y eventualmente un doloroso cisma. En cuanto a las Nike, como todo el mundo sabe, le convertirán en un cómplice del trabajo semiesclavo de mujeres mal pagadas y hacinadas en un taller sin ventilación de algún país donde los trabajadores apenas tienen ninguno de los derechos que nuestros padres y abuelos han conquistado con tanto esfuerzo y dolor. Habiendo dicho esto, el niño pesimista concluyó que quizás debería donarlo todo a una ONG para que lo redistribuyera entre los niños que no tenían nada, y escapar así a las maldiciones que iban inextricablemente ligadas a los regalos que había recibido.
El niño optimista le dio un abrazo y le animó a disfrutar de sus regalos, y entonces el chaval pesimista, que temió contagiarse de algún virus estacional por ese abrazo, se liberó de él y le preguntó educadamente qué qué le habían regalado a él.
El niño optimista, que apenas podía vocalizar por la emoción, le enseñó una bolsa de plástico donde había una inmensa y maloliente boñiga y le dijo: ¡tío, son las mejores Navidades de mi vida, me han regalado un caballo! Ha debido de ir a darse un paseo, pero en cuanto lo encuentre, te lo enseño y nos damos una vuelta.
Todo este prólogo seguramente innecesario, pero créanme tengo todo el tiempo del mundo para escribir, es para contarles que he tenido la suerte de encontrarme al fin con el niño optimista de este chiste que siempre me fascinó. Se llama Ivan Sršen (Zagreb, 1979), y se limita a presentarse como el director de la editorial Sandorf, a pesar de que, como he podido averiguar en internet –el tipo no tiene redes ni whatsapp– es también un importante novelista, traductor, agente literario y ensayista croata.
El apellido Sršen es extremadamente inusual, me cuenta mientras saca del ferry que va de Dubrovnik a la isla de Mljet su coche chino con los asientos forrados de bolitas de madera. Poco después señala al nombre de la única calle que atraviesa Babino Polje, capital de esta isla donde me voy a recluir para arrancar la escritura de una novela, y observo que se llama precisamente «calle de Sršen». No es algo casual, me explica: el escaso puñado de personas que llevan ese apellido en el planeta están casi todas en esta isla del archipiélago Dálmata. Y no necesariamente vivas. Lo pude comprobar días después leyendo la cantidad de losas que hay con el nombre de Sršen en el tranquilo cementerio de la católica Iglesia de San Blas, donde seguramente haya más vecinos bajo tierra que los que aún caminan sobre ella: según me cuenta Ivan, apenas unas quinientas almas desperdigadas por una docena de aldeas a lo largo de esta estrecha isla de 37 km de largo por tres de anchura, cubierta de olivares, algarrobos, viñas, pinos y cipreses.
Es en este lugar prácticamente deshabitado, sin bares ni restaurantes de octubre a mayo (el verano es otra historia muy diferente) donde Sršen organiza con la financiación de la Unión Europea un exilio insular lejos del mundanal ruido para beneficio de escritores ávidos de encontrar ese bien cada vez más escaso que es la concentración.
Lo ha bautizado como el Refugio de Ulises, referencia literaria a la paradisíaca cueva de Calipso en la isla de Ogigia, el lugar al que el famoso rey de Ítaca llegó agarrado al trozo de madera de un naufragio y donde se quedó siete años gozando en los brazos amorosos de la ninfa sin sentir demasiada prisa por volver a casa con su familia.
Me conviene aclarar que esta residencia no se llama así porque produzca en sus huéspedes esa amnesia hacia las obligaciones domésticas, sino porque al igual que la mítica Ogigia, Mljet está cubierta de bosques y tiene en el ecuador de su costa occidental una enorme cueva a la que se accede por un acantilado y que según la leyenda local es donde cabe situar la guarida de la ninfa Calipso.
Cierto es que en el Mediterráneo no hay isla con cueva que no reclame el título de Ogigia, pero yo con gusto se la entrego a Mljet.
La ruina del abuelo Sršen
Lo primero que hizo Ivan tras dejar mi equipaje en la que será mi pequeña casa durante quince días, fue llevarme al diminuto pueblo de Blato, un asentamiento de casas de piedra en lo más hondo de una vaguada rodeada por montes rocosos, cubiertos de chaparros, lentiscos y cipreses, que ocultan el mar y borran cualquier indicio de que nos encontramos cerca de él. En Croata, blato quiere decir barro, me explica Ivan, y es que el pueblo toma su nombre de un somero pantano color café que hay a sus afueras y que en verano se seca para convertirse en una inmensa costra cuarteada. Blato tiene un aire de pueblo deshabitado, no se escucha más ruido que el del viento agitando ramas, no hay bar, no hay más calle que la carretera que lo atraviesa, a cuyos lados hay un par de coches abandonados, materiales de construcción amontonados e higueras que brotan en las grietas de las tapias. Casi la mitad de las casas llevan décadas deshabitadas, entre ellas la pequeña casa que Ivan me quiere enseñar, a la que le faltan el techo y los cristales. Y esta es la boñiga del chiste del niño optimista con la que abrí la crónica. En otro tiempo fue la casa del abuelo de Ivan, dirigente local que organizó la resistencia de Mljet a los fascistas italianos y a los nazis que invadieron la isla, pero hoy en día, esta ruina que mi anfitrión me muestra con una expresión de radiante entusiasmo más propia de un niño que de un adulto, es nada menos que la carcasa de la futura Biblioteca Internacional de Poesía, un proyecto personal sin ánimo de lucro (o más exactamente con ánimo de empobrecimiento) que asume la ambiciosa misión de proteger los títulos más relevantes de la poesía universal de cualquier cataclismo natural, del colapso de la sociedad, de las pandemias, y yo quisiera creer que hasta de las purgas culturales de la cruzada woke.
La idea de construir una biblioteca en una ruina invierte el orden habitual del ciclo vital de las bibliotecas, que empiezan como ambiciosos edificios que compendian y expanden el saber de la Humanidad y terminan siendo las más tristes ruinas, símbolos del fracaso de la cultura ente la barbarie o la indiferencia. Esto lo ilustra mejor que nadie una de las fotos más memorables y estremecedoras de la guerra de los Balcanes, la de la destrucción de la Biblioteca de Sarajevo que hizo Gervasio Sánchez, que cuenta perfectamente lo que es la guerra sin necesidad de enseñar un muerto.
La inspiración para este proyecto de biblioteca que carece de plazos claros, le vino a Ivan hace quince años mientras escribía un ensayo sobre el papel de las bibliotecas de Zagreb en la preservación del acervo serbocroata. Investigando sobre la historia de las bibliotecas se topó con la figura de Casiodoro, un patricio romano del siglo VI que ejerció como alto funcionario durante el convulso reinado de los ostrogodos tras la caída de Roma. En aquella época se destruyeron infinidad de libros y bibliotecas, hasta el punto de que la supervivencia de la literatura latina estuvo en serio peligro. Casiodoro, preocupado por la extinción de la literatura, se retiró de sus funciones públicas y regresó a su tierra natal de Calabria donde fundó el monasterio de Vivarium, en cuya legendaria biblioteca se preservaron, se copiaron, se tradujeron y se divulgaron los grandes títulos de la cultura griega y romana, tanto de la cristiana como de la pagana. Me contó Ivan que en la actualidad son varios los investigadores que creen que gracias a este esfuerzo de Casiodoro se pudo salvar una parte importante de la cultura clásica sin la cual sería inimaginable la llegada de la Edad Moderna. Además, señala Iván, hay una afortunada coincidencia entre el nombre de Vivarium –que en latín quiere decir vivero– y la función que esta biblioteca cumplió: la de semillero y laboratorio donde los árboles se cultivan y se protegen, para que de un frágil brote pasen a ser una planta viable y robusta que pueda trasplantarse al campo donde fructificará.
Calcula este editor croata que con cien mil euros podría terminar de convertir esa ruina de su abuelo en la Biblioteca Internacional de Poesía (a partir de ahora BIP), una institución de alcance internacional que no obligaría a sus usuarios a llegar hasta la recóndita ciénaga de Blato, sino que enviaría por correo sus libros a cualquier persona en cualquier lugar del mundo, y (dice sin pestañear) los recuperaría por la misma vía –otra señal de la inquebrantable fe de este optimista en la honestidad de la especie humana y en el influjo benéfico que sobre ella tiene la poesía.
Quizás la mejor prueba que pueda ofrecer de que la poesía es capaz de unir a la gente a través de las fronteras es la manera azarosa en la que conocí a Ivan Sršen y terminé llegando a esta isla de Mljet, que los geógrafos de la antigua Grecia llamaban Melita. Fue precisamente en otra isla que los geógrafos de la antigüedad también llamaron Melita donde nos conocimos hace dos años. Estamos hablando de Malta, otro de los lugares que como Mljet reclama ser la mítica isla de Ogigia. Allí, un modesto festival de literatura organizaba una sesión de micrófono abierto en la que casi un centenar de espontáneos se animaron a recitar poesías de calidad muy irregular. Entre todos ellos destacó Ivan Sršen con una que me llamó la atención y que me hizo acercarme a él cuando para nuestro alivio apagaron por fin el micrófono y abrieron una barra. Traduzco su poema del inglés.
‘Intermezzo‘
Durante el descanso de la función teatral
estoy tarareando una melodía tonta.
Qué pasará en el segundo acto…
Esto no es para mí, pero en todo caso
tendré que mentir después.
Quizás el pálido rostro del actor
me convenza
de la inevitable victoria del bien.
Puedo decir por tanto que la primera vez que vi o que escuché a Ivan fue a través de un poema suyo recitado con su propia voz, sin ningún otro preámbulo. Quizás sea de las mejores fórmulas de presentación. No hay ninguna otra forma de que en menos de un minuto y con menos de cincuenta palabras se pueda dar más información y más conexión emocional con alguien. La gestualidad y la voz de quien recita, revela en su prosodia, en la intención con la que lee cada frase, si es capaz de transmitir sensibilidad veraz y no engolada afectación, si se cree lo que dice, si le brota de una hondura.
En las imágenes de su poema encontraba contención y sutileza, en la temática encontraba originalidad: construye con dos pinceladas una escena con la que podía relacionarme y en la que identifica un momento muy reconocible de frustración, ese estar en medio de una obra que a uno no le está gustando, y anticipa entonces que a la salida tendrá que disimularlo penosamente ante los demás, porque quién sabe, quizás conozca al dramaturgo o a algún actor que esperen su opinión. Pero en todo caso aún conserva la débil esperanza de que algo se produzca al final que pueda reconciliarle con la función.
Este tío sabe escribir, le dije a mi mujer en cuanto terminó su poema. Cuando digo eso, lo que quiero decir es: este señor sabe mirar muy dentro de sí mismo y no solo eso, sino que además sabe contar aquello que ha visto a los demás de una manera en que otros pueden hallar un eco de esa visión muy dentro de sí mismos.
Con personas así a mí siempre me apetece pasar un rato, pues sin pretenderlo nos han hecho una promesa de que si nos acercamos aprenderemos algo importante tanto de ellos como quizás de nosotros mismos.
Y con la esperanza de que se cumpliera esa promesa nos juntamos algunos de los que habíamos acudido al micrófono abierto. El resto de aquella noche en Malta la pasamos en un antro mal iluminado de La Valeta en que una vieja desdentada servía copas en vasos de plástico y cobraba en metálico, estrictamente para locales. Allí Ivan Sršen me terminó hablando del Refugio de Ulises, y de esa manera, dos años después me encuentro recluido en Mljet.
En qué momento se jodió Yugoslavia
Antes de disfrutar de la codiciada soledad de la isla, Ivan me pide que hagamos un recital bilingüe de mis poemas en la principal Biblioteca de Dubrovnik, para lo cual tendremos que dedicar un día a la traducción. Así pues, mi viaje comienza en una residencia universitaria de esa bella ciudad, donde coincido en el desayuno con Jelena Žugić, una joven poeta serbia que traduce del español, y con Varja Djukić, una actriz teatral montenegrina que en los ochenta fue una estrella del cine yugoslavo.
Es difícil pasar por alto que Varja, Jelena e Ivan hablan el mismo idioma y nacieron en el mismo país, y sin embargo hoy tienen tres pasaportes distintos, uno de ellos escrito en otro alfabeto que en cierto modo levanta una frontera innecesaria donde no la hay, que es en ese idioma común que estas tres personas que hoy desayunan tan cordialmente comparten. Se me hace inevitable preguntarles por Yugoslavia, aunque lo hago con no poca inquietud, porque puedo imaginar que quizás esto sea una situación análoga a poner en una mesa a una madrileña, una vasca y un catalán junto con un noruego, por ejemplo, que de repente les pregunta por España. O quizás se parezca más a tener en una mesa a un palestino, a un israelí y a un libanés y que llegue un tailandés y les pregunte por Palestina. O que un japonés les pregunte a un norirlandés unionista y a un norirlandés católico por la Unión Europea. O a preguntarle qué les pasó a unos hermanos que dejaron de hablarse tras heredar una empresa familiar, o preguntarles quién tuvo la culpa a una pareja que se divorció después de muchos años.
El extranjero ignorante e inocente, que pregunta sin prejuicios por la explicación de un conflicto enquistado entre vecinos durante varias generaciones, se expone al peligro de que le conviertan en árbitro de la interminable batalla por el relato.
La pregunta de Yugoslavia no es cualquier pregunta para un español, menos aún para uno de origen vasco como yo. Yugoslavia siempre ha sido una tenebrosa distopía para los que queremos seguir siendo españoles, una suerte de dickensiano fantasma de las navidades futuras. Para otros españoles que quisieran no serlo, representa la posibilidad del desmembramiento del país en rebaños homogéneos donde por fin se suprima esa otredad que repugna.
Recuerdo un restaurante en un pueblo de Guipúzcoa donde me llevaron a tomar un delicioso chuletón y en cuyas paredes tenían por toda decoración una serie de mapas con la evolución del conflicto balcánico, con una narración visual de la atomización del país y de la aparición de nuevas fronteras. El dueño del restaurante veía ese mapa con anhelo. Tampoco es casualidad que Puigdemont vea en Eslovenia un modelo aspiracional. Para el nacionalista xenófobo formado en la vieja escuela del caciquismo cleptócrata, el desmembramiento de Yugoslavia es un cuento con final feliz, por supuesto nuestros indepes se identifican con la pacífica y próspera Eslovenia, y se olvidan convenientemente de que las condiciones para su independencia se fraguaron necesariamente en el marco de una guerra civil devastadora para el resto de Yugoslavia. Pero dada la heterogénea composición demográfica tanto de Cataluña como del País Vasco, el espejo en que deberían mirarse es el de Bosnia-Herzegovina, un país con una sociedad rota e irreconciliable, donde serbios, croatas y musulmanes viven en burbujas infranqueables.
Jelena tenía tres años cuando se disolvió el país, no tiene más memoria de Yugoslavia o de la guerra, que la que obtiene a través de los recuerdos de sus mayores. Iván era entonces un adolescente y Varja, había ya había cumplido 30 años y había triunfado en el cine y el teatro. Los tres hablan con tristeza del final de Yugoslavia, no hay ningún conflicto entre ellos al respecto, tienen muy claro que la destrucción del país es una tragedia para las gentes de la cultura cuya herramienta es el idioma común.
Iván, que edita a varios autores que escriben en serbocroata, indistintamente de donde procedan, cuenta que llegar a los mercados de Serbia, Bosnia o Montenegro no es tan fácil como cabría suponer entre países vecinos que hablan una misma lengua. «Cada vez que he mandado libros a Bosnia, he sido incapaz de cobrar por ellos», me dice. Ya no lo hace, le deja esa difícil tarea al valiente distribuidor que se atreva. Sé bien lo absurda que es la fragmentación de este público porque mi novela Los días perfectos va a aparecer próximamente tanto en Serbia como en Croacia, en sendas traducciones diferentes del español al serbocroata, ambas por supuesto subvencionadas, dada la poca viabilidad comercial de mercados tan reducidos.
«Los macedonios, kosovares y eslovenos eran bilingües y utilizaban el serbocroata como idioma común, pero las nuevas generaciones ya no lo estudian y no lo hablan», se lamenta Iván. La reducción de la comunidad de hablantes, la aparición de fronteras y la división de los mercados sin duda ha debilitado al sector editorial, y se ha cebado concretamente con las editoriales independientes que hacen emerger la literatura de calidad. Ivan me cuenta que hoy día, para él un éxito editorial es vender 3.000 copias de un título. En este contexto las ayudas y subvenciones son imprescindibles para la supervivencia del sector.
En este panorama de divisiones peor lo tienen el cine, la producción de series y el teatro, me cuenta Varja, que tras la guerra pasó a ser montenegrina y a vivir en un minúsculo país de poco más de medio millón de habitantes donde la escena teatral es igualmente minúscula, igual lo son los presupuestos de cultura.
Varja recuerda los tiempos en que sus funciones viajaban por todos los teatros de Yugoslavia, y las películas se estrenaban en las salas de todo el país. Es montenegrina, pero podría haber sido croata, serbia o bosnia, me explica con cierta frustración, nació en Croacia y su madre era serbia de Bosnia. Se hizo montenegrina por la familia de su padre. Jelena interviene para decir que ella también podría haber sido croata, aunque nació en Belgrado, la familia de su madre es de Dalmacia. Las capas más cultas y urbanas de la sociedad yugoslava eran bastante heterogéneas, se habían mezclado. Tras la guerra los líderes nacionalistas exigieron a los ciudadanos que se decantaran por identidades más puras y unívocas, y que escogieran pasaporte. A los tres les parece, en definitiva, que Yugoslavia era mejor proyecto que lo que tienen ahora. Al final aquella mesa del desayuno no fue una batalla por el relato que temía, sino más bien un lamento por el triunfo de los nacionalismos disgregadores.
Guerra y paz
Del café de ese melancólico desayuno pasamos desacomplejadamente al vino, antes incluso de que nos dieran las doce del mediodía. Convenía levantar el ánimo de mis traductores y sacar al menos cuatro poemas para mi recital de esa tarde, al que aún no sabíamos que solo asistiría una persona, algo que por otro lado era previsible para cualquiera que no fuera el niño optimista del chiste.
La sesión de traducción tuvo lugar en una terraza bajo las impresionantes murallas de la ciudad, esas que tanta gente ha visto bajo fuego dos veces, la primera por los bombardeos montenegrinos en los noventa y la segunda, por el fuego del dragón que cabalga la reina Daenerys en la serie Juego de Tronos, que ambientó aquí la capital de los siete reinos.
Sentados frente al Adriático, Jelena e Ivan se enfrascaron en acaloradas discusiones sobre cómo dar aliento poético a la traducción de mis versos, que presentaba algunos problemas como por ejemplo como traducir Cohiba robusto o bien algunas frutas tropicales del Caribe de las que jamás se han oído hablar por aquí. Mientras resolvían estas cuestiones que sin duda serían de vital importancia para la comprensión lectora de esa única persona en la que consistiría nuestro público, yo me fijaba en una pareja madura que se agarraba la mano con mucha ternura. Los dos tomaban el sol en silencio, ella mirando al mar, y él con los ojos cerrados, parece que escuchando el viento y las olas y concentrado en las lentas caricias que le hacía con los dedos en las manos a su mujer. Estaban ambos en la gloria bendita, que no es otra cosa que el aquí-y-ahora con la persona a la que amas. Él no llegaría a los 60 años, era un hombre alto, atlético y apuesto, con esos físicos imponentes que el fútbol y el baloncesto nos ha hecho asociar a los ex-yugoslavos. Tras pasar un rato observándole, fijándome en la manera tan delicada en la que acariciaba la mano esa mujer, en la expresión de tranquilo placer con la que escuchaba al mar de la misma manera que se escucha una sonata de piano, pensé en que por edad le habría tocado vivir la guerra. Es decir, le habría tocado decidir quién iba a ser él y qué iba a hacer él en la guerra: defender, atacar o escaquearse, matar, traicionar, mentir, delatar, proteger o ser un héroe en el sentido ético y no bélico de la palabra. Quizás un poco de todo. Y a pesar de lo que habría vivido, treinta años después allí estaba ese señor, presentando todos los síntomas de quien está absolutamente conectado con un instante presente de paz y de amor. Es curioso como a veces uno puede hallar la felicidad de la manera más casual, simplemente en la contemplación de dos desconocidos en el acto de quererse.
Esa rara felicidad conquistada bajo las murallas de la ciudad mezclada con un par de vinos, fue la que me inmunizó contra la decepción de descubrir un par de horas después que solo había acudido una mujer a mi recital de Dubrovnik. Ivan el Optimista no perdió en ningún momento la sonrisa ni el entusiasmo durante la presentación, incluso le dijo a esa mujer solitaria que estaba de suerte, no siempre se puede estar con el poeta en un ambiente tan familiar y cercano.
Se produce algo interesante cuando solo aparece una sola persona a un acto y este no se suspende, y es que esa persona no puede diluirse en el anonimato del público, se invierten los roles y la protagonista pasa a ser esa persona que pasa a justificar la propia existencia del acto: la mirada del presentador no puede extraviarse ya por el patio de butacas, ha de mirar fijamente a esa única persona que está ahí y que probablemente quiera salir corriendo, sobre todo en este recital donde Jelena, Ivan y yo nos sentamos en el escenario y ella en frente, casi como si fuera un tribunal, observando todos fijamente cada reacción a mis versos en español, que no entiende, a mis explicaciones en inglés, que tampoco entiende y después a los versos en serbocroata dichos por Ivan, que a veces le arrancan alguna mueca. Yo, que como todo escritor emergente me he visto ya en muchas de estas, tengo una frase que me digo para sobreponerme dignamente a la aparición de una sola persona: «Quien salva una vida es como si salvase a toda la humanidad». Lo dice el Corán.
La cena del cazador Medugorje
La pregunta de «quién fuiste tú en la guerra» no se me va fácilmente en esta tierra donde una gran parte de las personas con las que aquí trato estuvo en la guerra y tienen memoria de ella, no como nosotros que ya somos una sociedad en la que ya casi nadie tiene la experiencia de la guerra. Igualmente, esa pregunta me lleva a otra que me he hecho muchas veces: quién sería yo en la guerra, quiénes serían las personas a las que conozco en la guerra. Mi abuela, que si recuerda la guerra y se hace esa pregunta, decía del ex-marido de alguien muy cercana, “este en la guerra nos hubiera delatado». Lo pienso de nuestros políticos, quiénes serían ellos en la guerra, quién sería Sánchez en la guerra, quién Pablo Iglesias o Irene Montero, quién Otegi o Abascal, y más aterrador aún, quiénes serían los vecinos de mi calle en la guerra, los padres de los compañeros de mis hijas en el colegio, la pastelera, los flipados de pecho depilado que hacen pesas en mi gimnasio… Hace poco el fotoperiodista de conflictos, Gervasio Sánchez, me dijo que la única guerra que jamás cubriría es la de su propio país. Lo tiene muy claro: lo primero que haría es salir corriendo, no por cobardía, si no para evitar ver la transformación en salvajes de toda la gente que conoce y quiere.
Esa noche al llegar a Babino Polje tras el poco concurrido recital, me volvió con fuerza la pregunta de «quién habrá sido este en la guerra» durante una cena a la que fuimos invitados de manera espontánea cuando Ivan fue a saludar a su casero en la isla, que estaba metido en un chamizo con las paredes negras, cubiertas de hollín, atizando unas brasas sobre las que había una olla enorme hecha con un bidón de gasolina reconvertido y una mesa con licores caseros y una garrafa de plástico rellena de un vino turbio. Tres hombres estaban sentados alrededor del fuego, y daba la casualidad de que todos se llamaban Ivan. Nos asomamos al chamizo justo en ese peligroso momento de borrachera eslava en que unos hombres están ya exaltando la amistad y brindando por todo lo que se les ocurre. Por supuesto nos obligaron a pasar, a sentarnos y no nos dejaron ir sin servirnos un buen plato de alubias con salchichas hechas en esa fascinante olla McGyver de chatarra industrial. Uno de los muchos Ivanes me sirvió una copa hasta el borde, con pulso prodigioso para lo beodo que estaba, el tipo iba vestido con ropa de camuflaje y me enseñó en su móvil a un enorme jabalí al que estaba vigilando con una cámara militar de visión nocturna. Es un cazador, me aclara Ivan Sršen tras hablar con él. Vino desde Herzegovina en busca de los preciados jabalíes de la isla, que uno se pregunta cómo habrán llegado hasta aquí. ¿Serán acaso descendientes de alguno de los compañeros de Ulises que la bruja Circe convirtió en cerdos, a imagen y semejanza de su conducta como hombres? Si así fuera estaríamos en la isla de Eea y no en Ogigia.
Ivan el cazador rellenaba nuestros vasos de nuevo hasta el borde cada vez que dábamos un breve sorbo, y por cada mordisco que le diéramos a una salchicha nos echaba otras dos en el plato. El tipo claramente será convertido en cerdo si se topa con Circe esta noche, pensé. Ivan el Cazador le contó a Ivan el Editor que las alubias y ese vino turbio y joven, macerado en plástico, venían de su granja en Herzegovina y que no hay manjares más deliciosos. No estaba dispuesto a aceptar que dejemos de comer o de beber en ningún momento. Es un croata de la ciudad bosnia de Međugorje, lugar sagrado de peregrinación mariana, en la belicosa frontera espiritual del catolicismo con las religiones orientales que convivían en el Imperio Otomano, la musulmana y esa cristiandad ortodoxa que prefiere mirar hacia Rusia, utiliza otro alfabeto y desconfía de nuestra decadencia moral. Occidente y sus valores acaban donde está la granja de ese cazador, me recuerda Ivan el Editor, esa ha sido la marca desde hace siglos y lo sigue siendo ahora. Yo miraba a Ivan el cazador mientras bebo su vino turbio, elaborado en viñas donde se han perpetrado todo tipo de matanzas (y que no estaba nada malo he de decir) y le pregunté a Ivan el Editor quién habrá sido este hombre en la guerra. Ivan el Editor me confesó que es una pregunta que él se hace siempre sobre sus compatriotas, pero que en este caso no podría responderme porque Ivan el Cazador es un hombre rudo, de manos callosas, trabajado por la vida y por tanto de una edad indeterminada, entre los cuarenta y los cincuenta. Si cayera más del lado de los cuarenta se habría salvado por ser adolescente, me dijo, pero si estuviera más cerca de los cincuenta habría estado en lo más feo del conflicto, que sucedió allá por sus tierras.
Ivan el Cazador ya no vigilaba si seguíamos bebiendo o no, sino que miraba embobado al inmenso jabalí que tenía bien localizado con su cámara de visión nocturna conectada al móvil, y al que pronto saldría a matar.
La bibliotecaria de Mljet
Antes de dejarme completamente solo en Babino Polje y sin ningún tipo de vehículo para explorar el terreno, Ivan el Editor me lleva en su coche a conocer el norte de la isla. La geografía de Mljet es verdaderamente singular entre todas las demás islas del Mediterráneo, y no extraña que Tito decidiera en el año 61 darle la máxima protección este espacio convirtiéndolo en el primer parque nacional de la antigua Yugoslavia. Es difícil exagerar la belleza de este lugar. Desde lo alto de un monte al que nos hemos subido, el extremo norte de la isla parece exactamente una ameba en movimiento, estirando su membrana proteica para formar infinidad de finos tentáculos con los que intenta atrapar algo que se le escapa. Tiene además un cuerpo verde lleno de orgánulos de otros colores, vacuolas, mitocondrias y un núcleo flotando en medio del plasma de su cuerpo. Eso parece desde el cielo este parque nacional, que está cubierto por un bosque espeso, y en medio del verde se ven lagunas interconectadas. El rasgo más extraordinario lo constituye quizás una isla interior en la laguna más grande. A todos los efectos, una isla dentro de otra isla. Ocupando casi toda la extensión de esta isla interior, está el monasterio benedictino de Santa María, un impresionante edificio del siglo XII, que confirma que el románico es el estilo que mejor supo aislar al hombre del ruido y recogerlo en medio de la naturaleza para que encontrara la manera de escuchar a Dios. Mljet es un sitio bastante insuperable para hacer una reclusión orientada a la escritura, le comento a Ivan, pero de todos los rincones de esta isla, le digo para que tome nota y haga gestiones, no puede haber uno mejor que la isla dentro de la isla.
Ivan no quiere coger el ferry de vuelta sin presentarme a la representante de la cultura en esta pequeña comunidad insular, formada por bomberos y trabajadores del parque nacional, campesinos convertidos en caseros de turistas estivales, un puñado de empleados de la oficina de correos que mantienen abastecida a la comunidad, profesores del único colegio de la isla que tiene cincuenta alumnos de todas las edades, marineros de grandes buques que pasan aquí sus descansos, las empleadas de los tres supermercados que hay, un diligente cura que toca enloquecido la campana de la iglesia de Babino Polje cada hora en punto, un médico de familia y la camarera del único bar que abre a finales de invierno, por estas fechas y del que procuro mantenerme lejos. La persona que atiende las necesidades culturales de este pequeña grey, es Amlita, la única bibliotecaria de Mljet, una mujer joven de pelo negro, que estudió su carrera universitaria en Zagreb, y que en algún momento de su vida decidió regresar a Mljet donde vive con su padre y se encarga de una diminuta biblioteca que creó ella misma en la planta baja de una de las destartaladas casas de Babino Polje. El sitio está lleno de libros donados de todo tipo donde Virginia Woolf convive con una historia de dinosaurios o un manual de alguna asignatura, unos inglés, otros en serbocroata. Las paredes están cubiertas por dibujos de niños y hay una gran mesa en el centro que permite convertir la estancia en sala de lectura, aula extraescolar, confesionario, salón de te, o simplemente en aquel lugar de uso indeterminado que en la Colombia rural llaman «estadero” porque no tiene otra función que la de permitir a la gente humilde que vive en sitios donde no pasa nada, estar en un lugar sin hacer gasto de ningún tipo y sintiéndose acompañados.
Amlica nos hace un te al llegar, y se excusa por no poder atendernos bien, está ayudando a una niña muy rubia y muy tímida, que apenas nos mira a la cara, a hacer sus deberes de matemáticas. La niña sabe inglés, dice Amlica, pero ella lo niega. Yo, que he visto al pasar el único colegio de la isla sobre olivares y viñas frente al mar, comento que debe ser maravilloso vivir ahí y que los cincuenta niños de la isla serán como una gran familia de hermanos de todas las edades que juegan juntos. La niña, que me ha entendido bien pero que no está dispuesta a hablar en inglés, contesta sin mirar a nadie a los ojos que no es exactamente así y que hay unas cuantas niñas que no soporta. Ivan el Editor me lo traduce. No pregunto más al respecto porque en ese momento me cae en la memoria la frase de Sartre de que «el infierno son los otros», y puedo imaginar bien la maldición que debe ser vivir en una comunidad aislada tan pequeña, donde nadie puede ocultarse de los demás. No hablamos mucho más esa tarde, yo me fui a dormir y Amlica me ofreció su coche si alguna vez necesitaba algo.
He pasado dos semanas en la isla y le he cogido el coche prestado para alguna excursión, he recibido de ella tartas, bizcochos y frutas de su jardín, pero no he conseguido pasar con ella ni cinco minutos, siempre ha rehuido cualquier contacto con excusas como que tenía sueño o que debía ayudar con los deberes a algún niño. Cuando le pido una entrevista me dice que le mande las preguntas por escrito, que está muy ocupada. Ivan la excusa y me dice que aquellos que han salido al mundo y han escogido después quedarse en la isla son personas que prefieren esquivar los envites de la vida y los problemas a los que nos enfrentan la interacción con el otro. Los que hayan leído la novela Victoria de Joseph Conrad, se acordarán del personaje de Axel Heyst, un hombre recto, bueno e hipersensible, que decide quedarse en una isla abandonada donde pueda por fin evitar el dolor que produce el contacto con la mezquindad humana, Amlica pertenece seguramente a la estirpe de Heyst.
Jelena, la poeta serbia que también ha sido beneficiaria del programa Refugio de Ulises, pasó tiempo en la biblioteca de Amlica hasta quedar fascinada con la voluntad de servicio de esta mujer que cree profundamente en la importancia de su trabajo, y que junto con el cura y el médico, forman la triada que atiende el alma, el cuerpo y la mente de los isleños. «Con Amlica, la literatura vuelve a su papel más primordial, a la esencia de la experiencia literaria», me cuenta Jelena. «Un club de lectura o un taller de poesía no es terreno de escucha pasiva, sino que se convierte en el detonante para compartir algo más profundo, algo que vino antes y va más allá de la literatura, cosas que son íntimamente importantes para los lectores allí presentes. Las mayores alegrías y fobias de sus vidas, sus historias del pasado, su cotidianidad, sus inquietudes, ardores, preocupaciones, ¡todo con muchísimas risas!»
Vivir quiero conmigo
Ivan el Editor se fue después de la visita a Amlica, y hasta aquí llegaron mis encuentros con los locales, el resto del tiempo ya era para mí. Puedo por fin entonar como una proclama ese verso de Fray Luis de León que dice: vivir quiero conmigo.
No es fácil encerrarse a escribir en un lugar bello y novedoso. Para producir un texto tengo claro que lo mejor son cuatro paredes blancas, una ventana por la que entre luz pero por la que no se vea un paisaje que distraiga, y el silencio de esa parte de la mañana que es aún de noche, o ese otro silencio de la noche profunda. Cuando mejor se escribe es cuando el mundo ha empezado a dormir o aún no se ha levantado, entonces nadie compite por tu atención ni trata de conectar contigo.
Aquí en Mljet tengo ese silencio y la desconexión, pero el paisaje distrae y atrae. Me pide que salga a su encuentro, que lo explore hasta localizar la mejor atalaya para contemplar el atardecer sobre el mar, que me pierda por el campo ahora que todo el pasto está preñado y a punto de parir los colores de la primavera, que rastree los costados de las trochas y las veredas en busca de nuevas orquídeas silvestres que aún no sé nombrar, que levante cada cinco minutos la mirada para comprobar si los dioses antiguos han enviado una de las aves en cuyo vuelo escriben sus augurios, que me detenga a averiguar el santo al que se consagra la ermita perdida en la que ya nadie reza, que escuche el ruido ronco con que el mistral estrella las olas contra el acantilado, que recoja romero, tomillo y eneldo por los caminos para aromatizar la cena con la savia de esta tierra.
Estas actividades a las que soy capaz de entregarme todas las horas de luz en detrimento de la escritura no hacen de este encierro pensado para escribir un tiempo estéril y perdido, pues en verdad no hay experiencia que mejor afine y despierte nuestra potencia creativa que estar atento a aquello que está físicamente presente, al alcance de nuestros sentidos entumecidos y anestesiados por los estímulos digitales, por las redes sociales que nos demandan una reacción inmediata a cualquier cosa lejana, y supuestamente importante, que hace insignificante el brote que está a punto de florecer ante nosotros, y que jamás volveremos a ver, porque en ese diálogo en el momento presente con aquello que nos rodea es donde empezamos a escuchar nuestra propia voz, tomamos posesión de ella, eliminamos esa basura que llamamos «actualidad» y que bloquea los caminos del pensamiento, y es ahí donde para mí empieza el proceso mental que dispone a la escritura.
Pongo un freno prudente a esta reivindicación de la experiencia bucólica antes de empantanarme en el postureo más cursi y abyecto, porque lo cierto es que como a todo el mundo, o incluso peor que casi todo el mundo, a mí me basta tener el móvil en el bolsillo para que orquídeas, aves, hierbas aromáticas y atalayas me traigan sin cuidado en el momento en que me llega una notificación con un par de comentarios a esas orquídeas y atalayas en mi Instagram, y un mensaje de algún amigo que planifica la próxima fechoría para cuando vuelva por fin a Madrid, que ya me vale del cuento este de la residencia.
Hay una rutina que me he propuesto en esta isla prácticamente deshabitada, sin tráfico, sin ruidos, sin bares ni restaurantes, y en definitiva, sin más tentaciones que la peor de todas, que es la de sacar el móvil del bolsillo en cualquier momento y escaparse de Mljet vagando por redes sociales, memes, videos, whatsapps y prensa. Esa rutina consiste en no encender el móvil hasta que haya escrito durante un par de horas por la mañana y me haya dado un largo paso por la isla después. Trato de estirar ese momento hasta la puesta de sol, donde ya me meto mi chute de móvil y luego intento apagarlo una vez saciado, para leer hasta caer dormido, con el móvil siempre desterrado de la habitación.
En el momento en que encendemos la pantallita del móvil, nuestra atención empieza a fragmentarse, nuestra conexión con el presente se debilita, perdemos el control del tren de nuestros pensamientos, la cabeza empieza a llenarse de ruido. Por eso, aquí que tengo el privilegio de estar por fin completamente solo, trato de retener ese enorme poder mental que tenemos por la mañana y que en algún momento del día perdemos, dejo que me despierte la luz o los pájaros y no la alarma del móvil, Despiértenme las aves / con su cantar sabroso no aprendido. Paso un tiempo tumbado en la cama, escuchando la mañana, mirando la luz, observando los pensamientos que acuden a mi cabeza en ese momento. Hago la cama despacio, como si fuera un ritual, después barro la casa, como parte de ese ritual, mientras hago esto en mi mente se va acumulando lo que planifico escribir, después hago un café, que aquí se hace a la manera de los turcos, en un estrecho puchero que uno debe vigilar para que no se desborde al hervir.
Antes de encender el ordenador abro un cuaderno y escribo mi plan para el día, empiezo por mis objetivos con la escritura: hasta dónde quiero llegar en la novela, qué cuestión quiero resolver, qué nuevo elemento deseo introducir, qué trama o personaje quiero revisar. Después escribo mis objetivos de lectura para el día: qué quiero leer y para qué, cuánto quiero leer. Mis objetivos para el paseo: qué nueva zona de la isla quiero explorar, cuántos kilómetros pienso hacer y cuántas horas le voy a dedicar. Finalmente escribo lo que quiero comer ese día, cómo lo voy a preparar y a qué hora.
Acabado ya de trazar mi plan, con mi café ya servido, abro la página en blanco y salgo por fin a tomar posesión de cada hora de cada día que me ha sido otorgado en esta bendita isla de Mljet.