THE OBJECTIVE
Jacobo Bergareche

El placer de bailar

«Impresiona descubrir lo rico que puede ser la lengua de los gestos, un idioma del cuerpo que hablamos todos desde niños, y que pronto olvidamos que sabemos»

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El placer de bailar

Personas bailando en una sala. | Unsplash

Si va a usted a una clase de niños de seis años y pregunta quién sabe bailar, todos levantarán la mano. También dirán que saben cantar y que saben dibujar. No les estarán mintiendo: a su manera lo saben hacer, son tres actividades cuyo único impedimento es el sentido del ridículo y el desarrollo de una autoconsciencia represiva que los adultos nos encargamos de que florezca en sus mentes. Vuelva usted a visitar esa clase cuatro años después, cuando aquellos niños tengan diez años, y pregunte si alguien sabe cantar, dibujar o bailar. Más de la mitad se habrán convencido a sí mismos de que otros lo hacen mejor y con más facilidad que ellos, se empezarán a comparar y decidirán que lo hacen mal, que no es lo suyo. 

Haga una tercera visita cuando tengan ya 15 años y hayan entrado de lleno en la adolescencia. Aquellos que aún canten, dibujen o bailen serán uno o dos locos, a lo sumo, y una parte importante de su identidad estará construida en torno a esas actividades. Los demás no volverán a sentirse capaces de dibujar jamás, pues es una actividad solitaria que exige mucha concentración y para la que uno ha de encontrar el momento, el lugar y las herramientas. Sin embargo, bailar o cantar son anhelos inextinguibles de casi todo ser humano, pues a diferencia del dibujo, son dos actividades que nos conectan a los demás y nos hacen compartir un estado emocional que nos permite dar un salto del yo al nosotros.

Además, la vida no deja de ofrecernos momentos alegres para unirnos en el canto y el baile, pero lo cierto es que la mayoría de nosotros somos incapaces de participar en ello: nos bloquea la vergüenza, nos sobran de repente los brazos, no sabemos que hacer con la cadera, nos sentimos observados, pensamos que es nuestra voz la que chirría sobre las otras y arruina la canción, muchos se esconden en la esquina oscura ignorando la pista de baile mientras que otros no son capaces de entrar en ella hasta haber disuelto esa autoconsciencia opresora a base de cubatas. 

Tengo comprobado, sin embargo, que la noche que rompemos a bailar y cantar, es aquella que queda en la memoria y que deja un poso duradero de alegría. Sostengo con vehemencia que aquel encuentro social que se convoca impunemente con el título de fiesta y que no llega al punto de ebullición en que la gente se arranca a bailar espontáneamente, ha de rebautizarse como mero botellón de salón. El título de fiesta solo se obtiene si hay baile, y si no lo hay, es un fracaso de fiesta.

Hay un enorme placer en ver a gente bailar. Da igual si son ancianos o niños, importa poco su grado de pericia o de torpeza, todo baile hace gozar a quien lo observa si aquel que baila se ha entregado completamente a la música, si está siendo genuinamente poseído por ella, si su cuerpo está proyectando el espíritu de la fiesta.

«En la danza no hay cuerpo feo ni deforme, una abuela desdentada vuelve a ser una mujer atractiva, un gordo se hace apolíneo»

Por las mismas, no hay nada más lamentable que ver a alguien contenerse en el baile, sujetar las riendas, avergonzarse de sí mismo, tratar de desaparecer de las miradas de otros con movimientos cortos. No hay nada de lo que ruborizarse, en verdad el dios del baile concede temporalmente la belleza a todo cuerpo que se somete a su imperio: en la danza no hay cuerpo feo ni deforme, una abuela desdentada vuelve a ser una mujer atractiva, un gordo se hace apolíneo, y todo aquel que se deje ordenar el esqueleto por los compases de la canción, absorbe la armonía de la música, igual que un hierro inerte recibe el poder del imán cuando está en contacto con él. 

Tenemos el whatsapp lleno de stickers, gifs y vídeos con pases de baile, contoneos, tumbaos, flash mobs, coreografías, famosos, friquis y hasta animales danzando. ¿Quién no baila solo ante el espejo y ensaya algún movimiento que quizá jamás se atreva a hacer en ninguna otra parte?

Y sabiendo que ver bailar nos gusta incluso más que bailar, nunca hasta el otro día había ido a un teatro a ver un espectáculo de baile. Pero resulta que me tocó organizar una comida hace poco en la que me propusieron traer un número sorpresa de danza moderna entre plato y plato, y hete aquí que conocí a una coreógrafa brasileña llamada Maripaula, que vive lejos de aquella tierra donde uno creería que todos saben bailar y reside en otra tierra, Cantabria, donde uno creería que nadie sabe bailar. 

Maripaula me invitó hace un tiempo a ver su función en solitario, Fronterizas, donde ella es monologuista, bailarina, coreógrafa y autora. Yo acudí por compromiso aterrado y lleno de prejuicios, porque confieso que eso lo de ir a ver un espectáculo de danza moderna mezclada con autoficción se me hacía muy duro. La semana pasada fui por segunda vez a ver Fronterizas, y volví a disfrutar enormemente a pesar de conocer la obra. Maripaula me pidió que escribiera algo.

«La danza puede contar una historia sin palabras y transitar por las emociones más profundas»

Pienso que debería escribir sobre el espectáculo en sí mismo, pero realmente lo que me llama la atención cuando pienso en ello es mi descubrimiento tardío de la danza, me pregunto cómo es posible que no haya prestado atención alguna a esta disciplina cuando resulta tan evidente que ver bailar bien es una forma de gozar que ya conocía. Con Maripaula el descubrimiento trasciende el goce de ver bailar, uno entiende al verla que la danza puede narrar, contar una historia sin palabras y transitar por las emociones más profundas, enfrentarlas, pasar de la desolación a la alegría, hacerse con el cuerpo de una anciana y luego el de una niña, agonizar y renacer.

Impresiona descubrir lo rico y preciso que puede ser la lengua de los gestos para quien sabe hablarla, pero impresiona incluso más descubrir que es una lengua que uno ya sabía leer perfectamente: quiero decir con esto, que viendo bailar a Maripaula sentí que estaba leyendo en un idioma que no sabía que sabía. Un idioma del cuerpo que hablamos todos desde pequeños, y que pronto olvidamos que sabemos. 

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