THE OBJECTIVE
José Carlos Llop

Embarramiento

«Cuando la vida privada de las personas se convierte en campo de batalla se está a un paso de las arenas movedizas. Esas en las que si se entra es imposible salir»

Opinión
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Embarramiento

Una de las salas del Museo de Ciencias Naturales | MNCN

Hoy pensaba escribir sobre el humor del joven Samuel Fitoussi en sus artículos sobre política francesa e internacional –el último que leí, en Le Figaro, sobre la tercera guerra mundial llamando a nuestras puertas, era excepcional–, pero lo ponen difícil. Otro asunto que me interesaba especialmente era si Vladimir Nabokov, como cazador y coleccionista de mariposas, lo tendría tan fácil como lo tuvo, o le irían leyendo la cartilla tildándolo de depredador de la naturaleza. Y al hilo de esto, una corrección de estilo: una veterinaria –perros y gatos, no mariposas– me dijo esta semana que yo no era propietario o dueño de mi perra, sino su cuidador. «Ahora se dice cuidador» me comentó amablemente, y le contesté que uno se ha de referir a sí mismo como quiera y no como le dicen los demás. 

Hace dos años, estaba en Málaga invitado por la cátedra Vargas Llosa y acababa de empezar la guerra con Ucrania. Recuerdo que a la mañana siguiente me encaminé al museo ruso, pensando que, si la cosa seguía bélica, lo quitarían de ahí. Disfruté de dos exposiciones –me impresionó una, hoy diríamos que visionaria, dedicada a las guerras en Rusia– y al poco el museo retiró sus colecciones y las recuperó para el suelo ruso. Adiós cosacos y atamanes; adiós Tolstoi y los húsares de la Zarina. Mircea Cartarescu avisó –lo conté aquí en esas fechas, dos años ya, repito– que la guerra no se detendría en Ucrania, a no ser que Occidente ayudara y que si no lo hacía, no tardaríamos en comprobar que esa guerra formaba parte de un plan más amplio y en él cabía toda Europa: ¡Socorro, Fitoussi! 

«No es que nos lo estén poniendo difícil, es que están haciendo la vida pública imposible»

Esta semana estuve en Madrid y visité un museo que no conocía: el de Ciencias Naturales. Disfruté en él hora y media y cuando salía para visitar la sede del CSIC de Miguel Fisac –me interesaba su estupendo vestíbulo y la poeta Amalia Bautista me mostró, además, el salón de actos– pensé en la frase «ahora se dice cuidador» y en el peligro latente de que a un par de descerebrados decidan una revisión a fondo de esta clase de museos y devuelvan los leones a África y los ocelotes a América y así con todo, insectos incluidos. Visité también la librería del CSIC y entoné un mea culpa, pues cuando acostumbro a decir que a España la vertebran El Prado, la RAE y la Seguridad Social, nunca cito al CSIC. Ante el despliegue de todos sus trabajos publicados no tengo disculpas. Como no las tienen los que confunden lo público con lo privado, ahora en modalidad la vida privada a la palestra como arma arrojadiza.   

Pero dado el turbulento estado del patio, también he recordado que hace muchos años –cuando empezó Tómbola– escribí que esta clase de programas nos dirigían hacia un proceso imparable de degeneración social que afectaría las relaciones personales, sociales y políticas. Así ha sido. Y un amigo me contestó que también los humorísticos, estilo Spitting image o Polònia, por graciosos que fueran, inducían machaconamente a la pérdida del respeto. Tanto por las personas como por las instituciones. Riendo, riendo, me dijo, asistiremos a la debacle porque se confundirá el chiste con la realidad y a la persona con su risible avatar. Sólo añadir que mi amigo poseía un saludable sentido del humor. Que no era un cenizo, vamos.

Cuando la vida privada de las personas se convierte en campo de batalla se está a un paso de las arenas movedizas. Esas en las que si se entra es imposible salir. Y sin embargo se empeñan en las peleas de barro y en meter en ellas a personas que se duchan cada día. O sea: no es que nos lo estén poniendo difícil, es que están haciendo la vida pública imposible, sin enterarse –y además les da igual– de que los contemplamos como si jugaran a ping-pong con pelotas de mierda seca. ¿A quién quieren engañar? O lo que es lo mismo: salvo a sus convencidos e interesados, ¿de verdad creen que engañan a alguien? Porque si siguen así, acabaremos todos indepes. Aunque sólo sea para escapar de esta nueva corte de los milagros. 

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