Sánchez y el síndrome de Narciso
«Llega a un punto en su sensiblería, en su incomprensión ante la falta de veneración, en la que el narcisista se presenta como una víctima»
Solo existen tres posibilidades para explicar la carta de Sánchez: es una maniobra populista, la manifestación de un narcisista, o ambas cosas. Apuesto por lo último, porque todo líder del populismo, y Sánchez lo es, acaba chapoteando en la arrogancia del que se cree superior, infalible, intocable y todopoderoso.
El narcisismo, como bien contó Christopher Lasch en La cultura del narcisismo (Capitán Swing, 2023), es un producto de una sociedad con individuos dependientes emocionalmente de la aprobación externa, con una obsesión por la fama y el consumo. Esto se ha agravado con las redes sociales y una globalización inmediata como la actual que, como indicó Zygmunt Bauman, han forjado personas interiormente débiles que buscan el refugio del colectivo.
El populismo ha hecho su agosto con este narcisismo porque llama a las emociones más básicas, ofrece una identidad colectiva y un sujeto protector, y sirve para llevar a la práctica el odio. Todos los líderes populistas, de izquierdas o derechas, tienen ese culto a la personalidad que refuerza el narcisismo del dirigente, y crea un modelo que admiran sus seguidores. De esta manera, se refuerza el narcisismo de sus feligreses, que se traduce en una mayor polarización y tensión social. Fíjense en los EEUU de Trump o en la España de Sánchez.
A esto se suma la ola de la cultura de la cancelación, de la sensibilidad extrema, de las identidades heridas y victimizadas, que incluye el apartamiento del que molesta o no coincide. El woke es narcisista, se cree superior desde una emotividad que utiliza para anular a los otros.
El paciente de narcisismo, como Sánchez, no cree en la libertad de los demás, en la igualdad ante la ley, en el respeto al pluralismo verdadero, ni tiene valores ni principios morales. Solo piensa en sí mismo. Es la diferencia entre la autoestima y el narcisismo negativo, en el que el otro deja de existir o de tener importancia. Un buen ejemplo es el relato de Máximo Huerta cuando fue al despacho de Pedro Sánchez para comunicarle su dimisión como ministro. El presidente no consoló al periodista que, hundido y agotado, se iba, sino que habló de sí mismo, de cómo pasaría a la historia.
«Sánchez se siente un profeta, un pastor, muchas veces incomprendido o infrautilizado»
El caso de Sánchez es complejo pero estudiable. Así lo ha hecho Luis Haramburu Altuna en Pedro Sánchez y el síndrome de Narciso. De la democracia al socialpopulismo autócrata (Almuzara, 2024). El autor lo hace con siete parámetros muy interesantes, basados en la trayectoria política y personal del presidente, y en las dos obras que ha firmado: Manuel de resistencia y Tierra firme.
Lo primero, y más evidente, es el sentido grandioso de su propia importancia. Sánchez se siente un profeta, un pastor, muchas veces incomprendido o infrautilizado. Piensa que es capaz de solucionar lo que los demás estropean, de gestionar mejor que sus compañeros o jefes, y si es apartado o nadie le llama, es porque son memos, ignorantes o malas personas. Siempre tiene la razón y el conocimiento. Por eso nunca hay una autocrítica ni acepta consejos. Cree que bajo su liderazgo, toda organización tendrá éxito, pero dicha organización debe estar a sus órdenes, sin fisuras ni protestas.
Sánchez, como narcisista, no ve límites a su éxito. Ser presidente del Gobierno de España se le queda corto. De ahí los enfrentamientos con Felipe VI o su falta de cortesía en el protocolo. Piensa firmemente que tiene más legitimidad y sabiduría que el rey para ser Jefe de Estado. En su desprecio a todos, por inferiores, barrunta la posibilidad de dejar España e irse a la Unión Europea o a la ONU, allí donde reconozcan sus méritos y capacidades, su singularidad casi divina.
En esa creencia divina radica su soledad. Nadie se le puede igualar, y menos en su partido, a los que desdeña y maneja como muñecos. No hace falta más que ver a Patxi López. Eso sí: cuando ya le han servido, los expulsa sin miramientos porque el narcisista es incapaz de la empatía. No le importan las personas, a las que ve como súbditos, piezas de su tablero, seres intercambiables, auténticas hormigas para el Gran Timonel del Progreso.
«Sánchez, como buen narcisista, necesita admiración para vivir, por eso no tolera que se le critique o fiscalice»
La Agenda 2030 le ha proporcionado unas tablas de la ley para convertirse en Moisés y que los demás le sigamos sin rechistar. Sánchez no es un instrumento de dicha agenda. Al revés. La agenda es una excusa de Sánchez para hacer su voluntad. En suma, es una coartada para dar rienda suelta a su afán de poder. Los que no lo admiten son negacionistas y ultras, merecedores de la cancelación, y animalizados para justificar su apartamiento. De ahí que Bolaños, la voz de su amo, hable de «jauría derechista» a la prensa libre o a los jueces que hacen su trabajo.
Sánchez, como buen narcisista, necesita admiración para vivir, por eso no tolera que se le critique o fiscalice, ni a él ni a los miembros de su familia, que son personas de su propiedad, extensiones de su yo. No comprende que no se le venere. Lo achaca a la envidia. Por eso Tezanos, por ejemplo, dijo que Feijóo criticaba a Sánchez porque el socialista es guapo y «habla inglés».
Por último, el narcisista se victimiza. Llega a un punto en su sensiblería, en su incomprensión ante la falta de veneración, que se presenta como una víctima. Sánchez habla de la persecución constante de la «derecha y ultraderecha» como si fuera un héroe mitológico perseguido por el Minotauro en el laberinto. De ahí, por ejemplo, que la ministra Morant diga que esta batalla -en referencia al retiro meditabundo de Sánchez- «no la pueden ganar los malos». No olviden que el narcisista necesita un grupo de aduladores que alimenten su ego, y que la solución es ignorar al sujeto sin obviar el peligro.