Oda a 'Johnny Guitar'
«Es una película original e intensa que se mantiene joven 70 años después de su estreno; un lugar donde el cinéfilo puede refugiarse sin miedo a la decepción»
No recuerdo ya cuándo fue la primera vez que vi Johnny Guitar; sí recuerdo que mi pasión por este western enfebrecido fue inmediata y no ha conocido merma —al contrario— con el paso del tiempo. Hubo de ser en alguna de nuestras cadenas de televisión, cuando los paisajes del Oeste americano formaban parte también de nuestro paisaje vital. Solo creo haber tenido ocasión de verla un par de veces en sala de cine, una de ellas en Nueva York, hace casi veinte años; aquel público se reía, para mi sorpresa, a carcajadas. Tal vez tomaban por camp —definido célebremente por Susan Sontag como una sensibilidad que pone el artificio y la teatralidad por encima de cualquier sustancia— lo que era poesía.
No es que a Johnny Guitar le falten artificio y teatralidad; sencillamente, están al servicio de un propósito más elevado: la composición de un poema visual que se sirve de los clichés del western para sublimar el género sin por ello traicionarlo. El resultado es una película original e intensa que se mantiene joven setenta años después de su estreno; un lugar seguro donde el amante del cine puede refugiarse sin miedo a la decepción.
Y eso que su historia, como la de tantas otras producciones del Hollywood clásico, está llena de tribulaciones: Johnny Guitar bien podría no haber existido. Su director, Nicholas Ray, había estudiado arquitectura con Frank Lloyd Wright y hecho su aprendizaje fílmico en la RKO, para la que hizo notables noirs atravesados de lirismo (They live by night, In a Lonely Place, On Dangerous Ground), a los que siguió el modesto éxito cosechado con la excelente The Lusty men, un triángulo amoroso que se desarrolla en el mundo de los rodeos.
Liberado de su vinculación con la RKO una vez que el excéntrico Howard Hugues toma el control de la compañía, Ray se encontró con la oportunidad de dar el salto al color —la widescreen que tan bien sabría manejar hubo que esperar hasta Rebelde sin causa— haciendo un western para Republic, mini-major dedicada mayormente a la serie B que de vez en cuando sabía ponerse espléndida, bajo la supervisión del productor Herbert J. Yates. Aunque los tiempos estaban cambiando y el sistema de estudios con ellos, ya que la oportunidad había surgido gracias a Lou Wasserman, legendario agente de la MCA que empezaba a poner en práctica un modelo de negocio que pronto se hizo dominante: los agentes montaban un paquete y lo vendían a los estudios, que proporcionaban financiación a cambio de una parte de los beneficios. Wasserman representaba también a una Joan Crawford desvinculada de la MGM tras un largo contrato; sobre esa base se concibió el film.
El material de partida lo suministraba una novela de Roy Chanslor, escritor pulp con querencia por el Oeste que realizó una primera versión del guion. En él se encuentran todos los lugares comunes del western, que la película usa de manera inteligente, pero la historia estaba todavía a medio hacer. Así funcionaban los estudios, en todo caso: los guiones pasaban por muchas manos y se reescribían hasta el momento mismo en que se golpeaba la claqueta. En la versión inicial, sobre todo, Vienna y Johnny no habían vivido romance alguno; aunque la dueña del saloon ha mandado llamar a un pistolero del que termina enamorándose, no hay pasado que recuperar ni reproches que hacer. Eso ayuda a explicar que durante el célebre diálogo que ambos mantienen en la cocina durante la noche que sigue a su reencuentro, cuando Johnny pide a Vienna que le mienta diciéndolo que lo ha esperado durante todo ese tiempo, se cuelen dos frases que estaban ya en el borrador inicial y parecen tener más sentido entre desconocidos:
JOHNNY: ¿A cuántos hombres has olvidado?
VIENNA: A tantos como mujeres tú recuerdas.
«Estamos en los años del macartismo, una época tenebrosa que como se verá después resuena en la película»
Yates y Ray deciden entonces contratar al guionista Philip Yordan, habitual colaborador de Anthony Mann conocido también por su disposición a ejercer como front para colegas incluidos en la lista negra por ser comunistas o simpatizantes del comunismo; estamos en los años del macartismo, una época tenebrosa que como se verá después resuena en la película. Bernard Eisenschitz, biógrafo de Ray, descarta que Yordan firmase aquí en lugar de otro; director y guionista trabajaron juntos en el libreto durante varios meses en la primavera-verano de 1953, así como a pie de set durante el rodaje.
El caso es que tampoco en la segunda versión del guion existe un pasado amoroso entre los protagonistas; para que esta idea fuera incorporada al planteamiento dramático del film —enriqueciéndolo de manera incontestable— hubo que esperar a que se resolviera el órdago planteado por Joan Crawford, que a punto estuvo de frustrar la producción y de llevarse a la Republic por el camino.
Crawford era una diva que afrontaba la fase final de su carrera: emancipada de la MGM, ya no era la talentosa joven que rodaba melodramas en los años 30, sino una mujer madura que proyectaba decisión e intensidad, generando adhesiones y animadversiones a partes iguales. Tras reinventarse exitosamente de la mano de Michael Curtiz en Mildred Pierce, a Crawford le costaba encontrar su lugar en el Hollywood de los años 50.
Su atractivo para la taquilla, sin embargo, seguía siendo un activo potencial para cualquier film; el problema radicaba en mantenerla contenta durante el rodaje. No fue posible: los aplausos cosechados por Mercedes McCambridge entre los miembros del equipo después de interpretar una escena difícil —Emma, nativa de la localidad donde Vienna ha abierto el saloon y enemiga mortal de esta última, azuza a los lugareños contra ella tras acusarle de haber robado el banco— provocaron los celos de Crawford, quien se reunió con Yates y anunció que se marcharía a Los Ángeles en el primer avión si al guion no se le daba la vuelta. «Soy Clark Gable y tengo que ser el hombre en esta historia», dijo. Ante la posibilidad del colapso financiero de la productora, no había muchas opciones: Ray, a quien Crawford llevó por la calle de la amargura, preguntó a Yordan si podía reescribir el guion a partir de ese cambio de roles. Yordan, todo un profesional, dijo que no había problema y se puso a trabajar: Johnny Guitar se había salvado.
«La concepción visual del film descansa así en buena medida sobre el atrevido uso del color»
La mayor parte del rodaje se desarrolló en Sedona, Arizona, donde Republic mantenía un pueblecito del Oeste; el color rojo de la arena del desierto local incrementó si cabe la delirante intensidad cromática del film. El salón de juego de Vienna fue construido siguiendo las indicaciones de Ray, que quiso aprovechar la pared de roca para dar un suplemento telúrico al principal de sus escenarios, motivo también de la disputa que enciende el ánimo de los habitantes del pueblo. La concepción visual del film descansa así en buena medida sobre el atrevido uso del color, que abunda en tonalidades chillonas —las camisas roja y amarilla de Vienna— y simbolismos primarios —el blanco del vestido que luce Vienna cuando va a buscarla la turba vestida de negro— que expresan las emociones convulsas de sus protagonistas.
Al arrebatado romanticismo que permea Johnny Guitar contribuye asimismo la soberbia banda sonora de Victor Young, cuya hermosa melodía principal es interpretada por Johnny a la guitarra y trae al rostro de Vienna —así como al ánimo de los espectadores— el recuerdo del gran amor perdido. Para felicidad del entusiasta, Victor Young y la cantante Peggy Lee grabaron una canción intachable sobre esa misma base melódica, que Ray introduce al final de la última secuencia para poner un conmovedor cierre —final más o menos feliz— a la película.
Sterling Hayden fue elegido como compañero de romance de Crawford. Alto y fornido, Hayden sentía pasión por el mar y durante toda su vida alternó el cine con la navegación. Había destacado en La jungla de asfalto (1950), la conocida heist movie de John Huston, así como en la vibrante Crime Wave (1953) de André de Toth de ese mismo año; luego haría la extravagante Terror in a Texas Town (1958), un western de Joseph H. Lewis donde interpreta a un marinero que se bate en duelo contra un pistolero con ayuda de un arpón. De voz grave y fuerte presencia escénica, Hayden había testificado ante el Comité de Actividades Antiamericanas y delatado a compañeros de profesión; la culpa que lo persiguió toda su vida —terminó viviendo en una barcaza atracada en Francia, alcoholizado e iracundo, como puede comprobarse en el fascinante documental Pharos of Chaos (1983)— redunda sin embargo en beneficio de Johnny Guitar, pues Hayden interpreta a Johnny Logan con el sereno abandono de quien cree haberlo perdido todo.
Su pistolero en busca de redención es a la vez irónico y literal: como si supiera que trabaja con frases hechas y pese a todo las hiciera suyas de manera genuina; nunca cae en la autoparodia, porque el material es demasiado bueno y porque el espectador acepta las convenciones del género. «¿Por qué no va armado?», pregunta el capataz McIvers, a quien da vida el fordiano Ward Bond. «Porque no soy el más rápido al Oeste del Pecos», responde con sarcasmo un Johnny Guitar que en realidad sí es el más rápido al Oeste del Pecos: su verdadero nombre es Johnny Logan y esa información bastará para asustar a quien lo oye.
«Fueron los jóvenes turcos de ‘Cáhiers du Cinema’ quienes la saludaron como un clásico instantáneo»
El resto del reparto está formado por habituales del género: ahí están el socarrón Ernst Borgnine (aquí el pendenciero Bart Lornegan), el apuesto Scott Brady (el Dancing Kid) y el inconfundible característico Royal Dano, que encarna a un forajido tuberculoso y aficionado a la lectura. Pero también, como si de un recuerdo de la primera época del western se tratara, está John Carradine; leal escudero de Vienna, a quien seguramente ama en secreto, su Tom muere felicitándose de que por una vez, al fin, todos lo miran. ¡Divinos detalles!
Aunque nadie estaba seguro de cómo respondería el público ante una propuesta tan singular, Johnny Guitar obtuvo un moderado éxito de taquilla —dos millones y medio de dólares en su first run— pese al desconcierto de los críticos, la mayoría de los cuales no supo apreciarla en su momento. Fueron los jóvenes turcos de Cáhiers du Cinema quienes, adoptando a Nicholas Ray como uno de sus ídolos cinematográficos y presentándolo como ejemplo paradigmático del auteur que lucha contra el sistema en defensa de una visión artística personal, los que la saludaron como un clásico instantáneo.
La grandilocuencia retórica de la escuela francesa brilla en la reivindicación del director: para Godard, que se la pone a Belmondo en Pierrot le Fou y la cita en La Chinoise, «si el cine no existiera, Nicholas Ray da la impresión de poder reiventarlo, más aún, de querer hacerlo». Por su parte, Truffaut entiende que todo aquel que rechace a Ray (y a Hawks) hará mejor en dejar de ir al cine; Rohmer lo considera un poeta de la violencia y del amor, pese a que su cine poco tendrá que ver con las convulsas epifanías del norteamericano. El mentor de todos ellos, André Bazin, señaló perspicazmente que Ray demuestra en Johnny Guitar que la sinceridad continúa siendo posible en el western, género que contra toda apariencia vivía en los años 50 —cuando lo amenazaban ya esas series televisivas a las que homenajea Tarantino en Once Upon a Time in Hollywood— un momento de esplendor: a esa década pertenecen las series de Anthony Mann con James Stewart y de Budd Boetticher con Randolph Scott, además de obras señeras de Ford y Hawks, de Stevens y De Toth, de Lang y de Fuller.
Para Bazin, en particular, Ray es consciente de la retórica que define al género, pero se niega a adoptar una actitud condescendiente o paternalista hacia él. Hay que aplaudirle: frente a un Truffaut que pone de relieve la cualidad onírica e irreal de película, Bazin insiste en tomársela en serio, consciente de que los clichés son condensaciones genéricas destiladas por la sustancia del espacio geográfico y moral del Oeste americano.
«La película empieza de manera canónica con la figura de un hombre a caballo»
Y es que, Johnny Guitar es un western. Puede aceptarse que no es un western convencional, empeñado como estaba Ray —al menos eso decía cuando lo entrevistaron en 1977— en saltarse todas las reglas, empezando por esa prodigiosa secuencia inicial que se desarrolla durante media hora en un escenario cerrado y terminando –o empezando otra vez— por el hecho de que su protagonista es una mujer en vez de un hombre (otro maverick, Samuel Fuller, repetiría la jugada con Barbara Stanwyck en 40 Guns cuatro años más tarde). También es patente que la película deja traslucir obsesiones típicas de su época, tales como la caza de brujas o la versión popular de las tesis freudianas. Pero el material dramático proviene del western: la premisa argumental, los estereotipos con arreglo a los cuales están modelados los personajes, la manera en que se relacionan entre sí, el espacio cultural y físico en que se desarrolla la acción.
De hecho, la película empieza de manera canónica con la figura de un hombre a caballo; un hombre que sube a un promontorio desde el que —sin pretenderlo— puede contemplar el futuro y el pasado del Oeste americano. A un lado, las obras de ingeniería que traerán el ferrocarril y, con él, la prosperidad y el nuevo orden burgués; al otro, el asalto armado a una diligencia que representa el dominio de los forajidos y la inseguridad jurídica propia de un territorio sin autoridad política definida. Cuando uno de los asaltantes dispara al conductor a bocajarro, vemos a Johnny Guitar llevarse espontáneamente la mano a la cintura: busca el revólver que no lleva y ahí está la insinuación temprana de que el guitarrista no es quien dice ser. Pronto sabremos que se trata de un pistolero que busca reintegrarse en la comunidad, dejando atrás un pasado violento: la comunidad no se lo pondrá fácil. He ahí uno de los muchos temas del western.
Cuando ese mismo hombre, de quien todavía no sabemos nada, se acerca al saloon que lleva el nombre de su propietaria, Vienna’s, lo hace atravesando con dificultad una tormenta de arena que sirve como prefiguración simbólica de las pasiones que dominarán el film. Porque lo que se ventila en el pueblo —no se lo nombra— es un conflicto sobre la tierra: los ganaderos quieren seguir empleándola a su antojo, pero la llegada inminente del ferrocarril —nos acordamos de Duelo al sol— traerá consigo el aumento de la población y la intervención regulatoria del poder federal. A Vienna, que compró su parcela tras enterarse del trazado que dibujaría la vía férrea de boca de un ingeniero con el que tuvo una liason, los ganadero quieren echarla por las bravas pese a que la ley no está de su parte. Pero hay más: el ferrocarril trae consigo el pluralismo, que para los pueblerinos representa la amenaza del desorden moral.
A ello hay que sumar la enemistad personal: que Vienna sea una mujer —luego abundaremos en eso— no despierta simpatías entre McIvers y demás fuerzas vivas del pueblo; para colmo, su romance con el Dancing Kid, miembro de la banda que explota una mina de plata secreta en las cercanías, provoca los celos de Emma, hermana de un miembro destacado de la comunidad local. Cuando este último es asesinado en el asalto a la diligencia, Emma lleva a la gente del pueblo al saloon clamando venganza: quiere colgarle el muerto al Dancing Kid y acabar de paso con Vienna, a la que acusa de proteger a la banda. El crítico Geoff Andrew cree que Emma no desea al Dancing Kid, sino que solo detesta a Vienna por relacionarse desacomplejadamente con su sexualidad; es la envidia lo que la mueve. No es un matiz importante: el resentimiento de Emma —poca sororidad hay aquí— se convierte en la fuerza diabólica que propulsa el film hacia delante, como deja claro ese maravilloso plano —hay uno parecido en el Dune de David Lynch— que nos muestra a Mercedes McCambridge exultante ante el fuego que, provocado por ella misma, consume el saloon de su antagonista.
«La prodigiosa secuencia inicial es una de las mejores de siempre en el cine norteamericano»
El vórtice pasional de Johnny Guitar queda a la vista en la prodigiosa secuencia inicial, que es una de las mejores de siempre en el cine norteamericano y se prolonga de manera asombrosa, capturando la atención del espectador por medio de una planificación visual impecable y unos diálogos que, atravesados por un seco lirismo que remite a la mejor tradición hollywoodense, proporcionan la información necesaria sobre la situación. Hay algo teatral en las entradas y salidas de los personajes, que se mueven por el escenario principal con arreglo a pautas dramáticas bien medidas: Johnny cena en la cocina, Vienna despacha con un responsable del ferrocarril bajo los auspicios de un incongruente busto de Beethoven y los croupiers mantienen en movimiento la ruleta porque a la jefa le gusta oír su traqueteo aunque no haya clientes.
Entonces, como un vendaval, los hombres de McIvers entran en el saloon llevando a cuestas el cadáver del hermano de Emma. Y empieza el baile: McIvers y Emma acusan a Vienna de complicidad con la banda del Dancing Kid, a lo que ella responde desenfundando el revolver y reivindicando su derecho a estar donde está, momento en el que la banda del Kid entra riéndose a carcajadas en el establecimiento. Aumenta la tensión, se lanzan acusaciones y el pistolero tuberculoso bebe un vaso de whisky que deja rodando en la barra, amenazando con caer al suelo… cuando vemos una mano que lo recoge y lo deja con firmeza sobre la madera: Johnny Logan ha hecho su entrada, una de las mejores que se recuerdan en una pantalla de cine. Hayden está soberbio, en el punto justo de equilibrio entre la bravata y el cinismo: habla con unos y con otros para rebajar la tesión, jugando con el suspense que crea su propia figura a ojos de los allí congregados. Ha salido con un café y cigarrillo en la mano:
«No hay nada como un buen cigarrillo y una taza de café. ¿Saben? Hay hombres que anhelan el oro y la plata; otros necesitan mucha tierra y ganado. Y luego están los que tienen debilidad por el whisky y las mujeres. Pero si vamos a lo esencial, ¿qué necesita de verdad un hombre? Solo un cigarrillo y una taza de café».
La perplejidad no dura mucho: el Dancing Kid nota enseguida que hay algo entre Vienna y Johnny, mientras que McIvers exige a los presentes —el sheriff carece de autoridad frente a los terratenientes, otro tópico del western—que se marchen del pueblo en 24 horas. Vienna le dice que no lo hará y el Dancing Kid defiende su derecho a explotar la mina de plata cuyo paradero nadie conoce: la ley les ampara. Aunque la ley no vale nada si nadie está dispuesto a defenderla; por eso todos llevan una pistola al cinto.
«Los examantes se separan con una nota de amargura, creando así las condiciones para el famosísimo reencuentro nocturno»
Aquí es donde debería terminar la secuencia. Pero Ray mantiene la cámara en el saloon, donde la atención pasa a centrarse en el encontronazo entre Johnny Guitar y el Dancing Kid: como se comprobará después, Vienna tenía con él un romance que no significaba demasiado para ella; al Kid no le sienta bien que el guitarrista haya aparecido de la nada. Y cuando Ernst Borgnine sale en su defensa, forzando una pelea con el forastero, está defendiendo a su líder. Pero Johnny lo tumba, para satisfacción de Vienna. Y cuando la banda se marcha del local, la larguísima secuencia —se hace corta— termina a lo grande: el joven Turkey, que es el más joven de entre quienes siguen al Kid y se da un aire a Ricky Nelson, se ofrece a proteger a Vienna. Para demostrar que «no es un niño sino todo un hombre», dispara velozmente a los objetos que están dispuestos en una mesa del local. Johnny sale entonces de la cocina y, cogiendo una pistola, dispara a Turkey con tal precisión y furia que la pistola sale despedida de la mano del chaval y es empujada por las balas hasta la puerta. Turkey se asusta y guardará desde ese momento el secreto de su humillación: «Disparas bien… para ser un niño», le dice Vienna, sellando la asociación entre masculinidad y potencia de fuego que ella misma se atreve a desafiar.
Al guitarrista le reprocha que no ha cambiado: sigue teniendo el gatillo fácil y quizá se equivocó haciéndolo llamar. Solo al final de la película, el verdadero nombre del guitarrista se hará público, provocando la temerosa admiración de quien lo escucha: Johnny Guitar era Johnny Logan. Los examantes se separan con una nota de amargura, creando así las condiciones para el famosísimo reencuentro nocturno que Almodóvar homenajeó al comienzo de Mujeres al borde de un ataque de nervios (su fallido cortometraje reciente, Extraña forma de vida, debe mucho a Johnny Guitar): Johnny pide a Vienna que le mienta y ella le reprocha que caiga en la autocompasión… hasta que ambos aceptan que no han dejado de amarse y recuperan la ilusión por un futuro compartido.
Esta larga secuencia es intensa, melodramática, artificiosa. Y al mismo tiempo, sin embargo, es verdadera: la hazaña del gran cine o del gran arte. Porque si bien el diálogo tiene un aire teatral y el saloon funciona como un escenario por el que van desfilando los personajes, lo que presenciamos es una secuencia cinematográfica: la cámara es inventiva y precisa, tan pronto nos ofrece un primer plano del vaso que amenaza con caerse al suelo como abre el ángulo para que veamos al guitarrista dirigirse a los presentes después de ponerlo sobre la barra. El montaje permite dar a la escena un ritmo propio, que poco tiene que ver con el teatral. Ray se permite incluso alguna extravagancia: Sam el croupier camina lentamente mirando a la cámara y cuenta que Vienna es la mujer más parecida a un hombre que ha visto nunca; realmente parece estar monologando ante el objetivo, hasta que Ray inserta un plano lateral que lo muestra hablando con Tom, el cocinero, a través del marco que separa la cocina del saloon.
La alusión del croupier a la «masculinidad» de Vienna no es casual, ya que Johnny Guitar es un western poco convencional gracias a que su «hombre fuerte» es una mujer. Se ha dicho por ello que es un western feminista, aunque yo diría más bien que es un western que permite una lectura feminista, que es algo muy diferente. No obstante, Vienna defiende el derecho de una mujer a ocupar el espacio que los hombres se han reservado para sí mismos en el Oeste americano y no se avergüenza de haber triunfado gracias, en parte, a sus relaciones amorosas con hombres que la han ayudado a prosperar. Vienna era una saloon girl y termina de propietaria: lo ha hecho de la única manera posible y acusa a Johnny de hipocresía: «Un hombre puede hacer lo que quiera… pero si una mujer se equivoca una vez, una sola vez, ya es una fulana». Con todo, Vienna no es la única mujer que ocupa un papel central en la película: ya se ha dicho que el odio de Emma hacia Vienna es el motor de la trama y, de hecho, el duelo final las enfrenta a ambas en la casa escondida —hay que atravesar una cascada, como si se accediera a un mundo diferente— que sirve de refugio a la banda del Kid. ¡Lo personal es criminal!
«Los amantes han seguido un extraño camino para reencontrarse. Y nosotros hemos sido testigos privilegiados de su peripecia»
Que Vienna protagonice el film obedece a la voluntad de Joan Crawford; no es un mérito que podamos atribuir a Ray. Mayor responsabilidad creativa podemos asignarle —junto al guionista Philip Yordan— en un aspecto del film que remite a su época y, al mismo tiempo, tiene un carácter atemporal: el retrato de la masa de acoso —por decirlo con Elías Canetti— que persigue a Vienna, personaje que sirve como condensador de odios y resentimientos. Es propietaria de un casino, lo que amenaza el orden moral de la localidad; va a beneficiarse de la llegada del ferrocarril y ha negociado que el tren haga allí una parada, poniendo en peligro los intereses económicos de los rancheros; ha llevado una vida amorosa libérrima, sin esconderse ni justificarse, en contraste con las represiones que padece Emma; para colmo, claro, es una mujer en un mundo de hombres. Cuando despide a sus empleados y se viste de blanco a la espera de que llegue la turba liderada por Emma y McIvers, todos ellos vestidos de negro tras el funeral, el simbolismo es evidente: la pureza frente a la corrupción.
Aunque es una escena que hemos visto en muchos westerns, donde la venganza privada y la irracionalidad colectiva son temas habituales, en Johnny Guitar se está haciendo una alegoría política del macartismo. La secuencia final es aleccionadora, pero sin el énfasis que lastra a High Noon (o sea, a Solo ante el peligro): una vez que las pasiones excitadas por el resentimiento han alcanzado el paroxismo, lo que queda sobre el terreno son unos cuantos cadáveres y el arrepentimiento de quienes se dejaron arrastrar por la conducta grupal. Vienna ha matado a Emma y atraviesa la cascada en compañía de Johnny, un final feliz redondeado por la voz de Peggy Lee. No se puede decir que la libertad y el pluralismo hayan prevalecido: el saloon de Vienna ha ardido, Turkey ha sido ahorcado, el asalto a la diligencia queda impune. Solo Vienna y Johnny se han redimido; como decía el protagonista de Pickpocket, la película de Robert Bresson cuyo final tantas veces ha homenajeado Paul Schrader, los amantes han seguido un extraño camino para reencontrarse. Y nosotros hemos sido —volvemos a serlo cada vez que vemos la película— testigos privilegiados de su peripecia.