Ángel Garó transfigurado en el brillo de los vestidos, en la purpurina de los antifaces, en los colores de las serpentinas: no esperemos más. La noche de Fin de Año es una fiesta de José Luis Moreno pero sin José Luis Moreno ni plató de televisión, es decir, sin ficciones, sin posibilidad de huir mediante el mando a distancia: la realidad persigue, acecha, y contra ella no queda más solución que soportar, resignados, su inevitable compañía. Su galería de horrores, de horrores horteras, cuya horquilla de posibilidades va desde la ropa interior de este color o del otro, una obscenidad hablar de tales temas, hasta una cadena interminable de mensajes cursis deseando lo mejor para lo que, en el mejor de los casos, seguirá más o menos igual: nada se inaugura, nada se renueva, nada cambia. Entre tanto, queda el cotillón, que no es más que una fiesta por obligación de fiesta, o sea, una felicidad impostada, programada, previsible, artificial, una felicidad por mandato, que es algo muy triste, muy pobre.
Y otra vez la verbena del 11-S. Y otra vez la estatua a Casanova; un día le cagan las gaviotas y otro le llueven flores, que Barcelona es «rosa de foc», y desde que sabemos hay tradición de Juegos Florales a la sombra de un austracista y de un burgués. «Mort al Borbó», gritaron por la noche, con capuchas y mechero. Cataluña, 2015. La gente de Barcelona, la pura gente de Barcelona que escribiera alguna vez Azúa, cuando evocaba su infancia y ese nacionalismo que tuvo ‘cuarenta años’ de conformismo en los palacetes de la Bonanova. El ‘avance.cat’ está en que el anarcocatalanismo haya absorbido a los hijos de Pujol. La CUP y la democracia cristiana que se lo llevaba crudo a Andorra, previo rezo en Montserrat.