Permítame el lector rogarle que, por unos instantes, se figure la siguiente escena. Un caminante, de no muchas luces, se topa, mientras atraviesa un frondoso bosque, con un río que debe por fuerza franquear si de llegar a su destino se trata. El hombre empero vacila, pues siente miedo de la corriente y no divisa ni aguas arriba ni aguas abajo vado alguno que le facilite el tránsito.
Reconozco que me cae bien el papa Francisco. ¿Cómo podría no hacerlo un hombre tan dicharachero, tan paternal? En un mundo repleto de gritos, es reconfortante contar con un líder como él, tan bienhumorado (o, al menos, bienhumorado hasta que le mencionas el liberalismo, que parece ser de las pocas cosas que le excitan cierta agresividad). Me imagino perfectamente a Jorge Bergoglio como un buen cura de mi parroquia, alguien con quien sentarte a tomar pastas en torno a las faldillas de la camilla mientras el invierno castellano, fuera, arrecia, enciende un poco el brasero, Jorge, anda.
Decía Gloria Fuertes en uno de mis poemas favoritos que por la tarde le crecía la barba de tristeza. “La gente no nota nada. / ¡Qué alegre es Gloria!- dicen al paso. / Sólo mi espejo sabe que tengo / pena de Cristo / barba de Cristo resucitado”. Yo de pequeña iba a una escuela de educación infantil que se llamaba Gloria Fuertes y pensaba que era una santa, viendo ahí su foto por todos lados, como una hembra cándida e imposible. Después, cuando llegué a Maristas en primaria, me encontré con otra mirada que salía de las paredes: la de Marcelino Champagnat, que aún era beato. Un día, la profesora de Francés nos contó que Marcelino en realidad era feo, pero que lo habían pintado atractivo porque sino dime tú a mí qué hacemos con todas las agendas, las sudaderas y los pósters impresos con la cara de un tío horripilante. Se nos habrían quitado las ganas de hacer el bien.
Arduo resulta encontrar una figura que haya marcado la historia mundial de modo más contundente que Jesús de Nazaret, cuyo nacimiento conmemoramos estos días. De los 7.400 millones de personas que hoy pululan por la Tierra, casi un tercio pertenecen a alguna de los miles de confesiones religiosas que se remontan a él como protagonista de su fe. Otras religiones, como la mormona, o la islámica, que agrupa a una cuarta parte de la población mundial, también le otorgan un papel sumamente destacado. La misma Natividad se celebra por todo el planeta, incluso en culturas budistas, hinduistas o la japonesa, muy alejadas todas ellas del Occidente que solemos asociar con lo navideño. Y, contra la percepción que solemos tener los europeos de un declive del número global de cristianos (dado que en nuestro continente ese número sí que baja y baja cada vez más), lo cierto es que cada año aumenta en aproximadamente un 1 % el número de seguidores de Jesús en todo el mundo. De hecho, los seguidores del cristianismo evangélico han crecido en las últimas cuatro décadas a un ritmo el doble de veloz que el también pujante islam, verbigracia.
La Semana Santa es la semana del perdón. El mundo no quiere entenderlo y busca mil argumentos para explicar la fe, que estos días celebra sus tradiciones con un fervor incomprensible para quienes creen tener una explicación para todo.
Estos días, los penitentes recorren las calles de ciudades españolas. Devoción, mucha. Piropos a la imagen de la Virgen de tu pueblo, un montón. Una saeta que da escalofríos. A 20 kilómetros, turismo. Días de descanso, que van bien para recuperarse, porque, en confianza, las cosas no andan finas. No hay que elegir entre turismo o devoción.
Cristo volvería a morir. Y lo mataríamos entre todos.
Difícil situación la de ser custodios ortodoxos de la fe, cuando la fe misma, por su naturaleza, no sabe de razones