Apuntan incansables, los bienintencionados, que el independentismo carece de mayoría social en Cataluña: «Los partidarios de la independencia no alcanzan el cincuenta por ciento», insisten. No se equivocan, pero el argumento aritmético, aunque innegable, revela una imagen distorsionada de Cataluña: la sociedad catalana puede estar cuantitativamente dividida por la mitad, pero está cualitativamente decantada hacia el nacionalismo. En otras palabras, el problema fundamental del nacionalismo no es el cuántos, sino el quiénes. En efecto, los independentistas no son mayoría, pero mueven todos los hilos del poder; un rector pesa más que diez bedeles. Es el desarrollo del programa 2000 de Pujol, del que se cumple incluso aquel siniestro apartado que hablaba de garantizar «la sustitución biológica». En buena medida, el procés ha sido un asunto de familia: los papás en los despachos y los niños en la calle. Los nacionalistas no son los más, pero son los que importan: son la algarada y el poder, la grada y el palco.