THE OBJECTIVE
Lea Vélez

Asignatura de infancia

«¿Acaso la empatía no es buena? ¿Acaso ser buen ciudadano no es lo más?»

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Asignatura de infancia

El papel en blanco lo aguanta todo. Como todas las frases hechas, su significado se prende en el inconsciente y por eso adoro las frases hechas, porque engloban mucho más de lo que parece. Instintivamente, la frase se comprende perfectamente. Significa que cualquier idea, mientras es idea resumida en una frase, es válida, sólida, estructurada, firme, poderosa, pero, ay… trate usted de ponerla en práctica, en negro sobre blanco, en bastardillas y guiones, mayúsculas Sans Serif, desarrollada en varias páginas, y veamos si se aguanta tan genial cosa una vez pasada a la realidad.

Cada poco tiempo, aparece un artículo en algún periódico de altura titulado “la supercalifragilística debería enseñarse en las escuelas”. Sustituya usted, querido sufridor de mis palabras y de las de tanto periodista genial, “la supercalifragilística”, por el elemento social que nos falta en este momento histórico, o que el firmante del artículo cree que nos falta hoy: empatía, cohesión social, caridad, bondad, sentido del humor, don de gentes, simpatía, belleza de espíritu, salud, paciencia, elegancia o cualquier otro elemento que la mayoría de la gente considere fundamental para que nuestra sociedad sea mucho mejor hoy que mañana.

Estos artículos que amenazan el currículo escolar de los niños se comparten en las redes con gran afán y todos los comentarios van en la línea esperable de la previsibilidad: “Grande”, “cuánta razón”, “mejor nos iría”, “desde luego” “falta empatía”. Y falta, vaya que si falta, pero con los niños, pues aquellas personas que contestan y leen estas cosas yo creo que no saben lo que es un niño, ni lo que es una escuela, ni lo que es un maestro, ni lo que se aprende o se deja de aprender en el aula cuando la materia pertenece al mundo de la acción, de la vida, de la familia, de la práctica, del día a día, de la sociedad y no al mundo de lo estacionario, inmóvil, infantil o mascado, características bastante establecidas del mundo escolar. Estas personas que dicen “grande”, parecería que no hayan visto nunca un libro de texto de sus hijos o estudiado los verbos con ellos, que no han tenido que bregar con la incesante memorización de conceptos inútiles a la que se somete a los niños o no se han enterado de que a la hora de pasar las grandes ideas geniales al papel en blanco, sucede que las asignaturas de psicología o ciencias sociales en el colegio de su barrio no las imparte el jefe de psicología de la universidad de Cambridge o el último alcalde simpático de Nueva York. Las imparte alguien que sabe tanto de empatía como sus bienintencionados padres le hayan inculcado o la vida le haya permitido o la genética le haya dejado.

De verdad, lo juro, cuando leo los aplaudidores comentarios y veo a gente maja compartirlos y palmearlos, me dan ganas de ser trol y decir: “Dejad a los niños en paz con estas asignaturas marías”, pero esto no sería empático ni de buena persona, ni elegante, ni amistoso, ni caritativo, ni sano.

¿Y por qué digo que son bobadas? ¿Acaso la empatía no es buena? ¿Acaso ser buen ciudadano no es lo más? ¿Acaso no fallamos como sociedad en los principales valores que nos convierten en buenos españoles? Pues igual sí o igual no, pero no fallamos en darles ese tipo de educación a los niños en la escuela, si fallamos -que tengo mis dudas de que fallemos siempre- es en ser nosotros los buenos ejemplos para la infancia, porque, para empezar, sabemos muy poquito de ella. Lo siento, pero eso no se arregla en los adultos de la década que viene. Se arregla hoy, en los adultos de hoy.

Fallamos en ser nosotros -los padres, los vecinos, los maestros- los empáticos unos con otros. En repartir esos valores ciudadanos, psicológicos y sociales en el día a día con los demás. Fallamos en darle el ejemplo adecuado a los niños, pues las emociones, como cualquier lenguaje, no se aprenden de un libro de texto, memorizando nomenclaturas y partes del cuerpo. Se aprenden como el idioma, como cualquier lenguaje, por imitación, observación, inmersión y ejemplo.

No nos faltan asignaturas en los colegios para enseñar a ser cálidos, cariñosos, protectores con el prójimo. Nos faltan horas de amor con los niños. Nos faltan horarios con un sentido lógico que proteja la integridad de nuestro tejido social, que nos permitan pasar el mayor tiempo posible entre cañas y cafés, eventos culturales, momentos de conversación y pensamiento. Faltan horas con los niños abrazados, con los niños de la mano cruzando un paso de cebra, con los niños escuchando nuestras conversaciones de adultos y absorbiendo el modo en el que somos empáticos, humorísticos, artísticos, o generosos. Nos falta, sobre todo a los adultos, a los que habría que obligar a entender a los niños, una asignatura de la infancia. Un comprender quienes son realmente, qué necesitan de nosotros, qué les preocupa, qué les motiva. Nos falta entender que el colegio no es el lugar donde se forjan las almas porque las almas se forjan en la familia y por extensión, en la propia sociedad que se compone de muchos elementos, también la escuela.

No creo que los españoles tengamos falta de empatía, falta de sentido del humor, falta de humildad y bondad y talentos sociales de toda índole y desde luego, a quien menos les falta es a los niños, que nacen perfectos, hasta que nos empeñamos que cambiarlos, manipularlos y sobre todo, aparcarlos durante horas y horas para poder cumplir los cometidos alienantes que demanda nuestra sociedad. No creo que a los españoles nos falte nada de eso. Lo que nos falta es el material fundamental en el que se forjan esos valores. Algo tan obvio como escaso, tan atípico como abundante. Lo que nos falta es tiempo para educar.

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