¿Qué culpa tendrá la cebolla?
«Hay pocos platos que no la llevan en mi sencillo recetario hogareño: el cocido, la paella, la fabada… »
“He visto los mejores cerebros de mi generación destruidos por la locura, famélicos, histéricos”, denunciaba Allen Ginsberg en su poema más legendario, Aullido (1956). Aunque el famoso escritor beatnick se refería en aquel texto a las injusticias de la sociedad estadounidense de posguerra y protestaba contra la felicidad ficticia del American way of life, a mí me han venido a la cabeza estos versos inmortales con motivo del Día de la Tortilla de Patatas.
Difundida por los lobbies alimentarios y las agencias de publicidad, esta fecha tan señalada del actual calendario laico se viene celebrando en España cada nueve de marzo en recuerdo de las romerías que se organizaban antaño en algunas localidades de la Comunidad de Madrid para conmemorar la muerte de la mística y visionaria Sor Juana de la Cruz, partiendo del convento de Cubas de la Sagra y llegando al mediodía –tras casi tres horas de excusión a pie– a las praderas de Fuenlabrada, donde la multitud improvisaba un ágape campestre cuyo plato más recurrente solía ser la tortilla de patatas.
No sabemos si las tortillas que alimentaban aquellas alegres verbenas llevaban o no llevaban cebolla. Pero el debate estéril sobre el uso de dicha hortaliza en la preparación de uno de nuestros platos nacionales se ha enquistado en los últimos años en la sociedad de la piel del toro hasta el punto de motivar una división visceral entre la España concebollista y la sincebollista, digna del más serio análisis psicológico y solo comparable al hooliganismo parlamentario y balompédico. ¡Pero si hasta el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) le dedicó al tema un reciente sondeo ciudadano cuyos resultados fueron incluidos en su último informe sobre Turismo y Gastronomía! El veredicto: El 70,4% de nuestros conciudadanos la prefiere con cebolla.
Si son ustedes de los que disfrutan con este tipo de discusiones, dignas de los teólogos bizantinos, no se pierdan el especial sobre el asunto publicado ayer por El País, en colaboración con la Real Academia de Gastronomía, que incluye artículos a favor y en contra de varios académicos de número, así como un texto muy ilustrativo sobre el origen de la receta a cargo de la doctora en Historia y académica Almudena Villegas Becerril. Como poco puedo aportar yo, a estas alturas de la polémica, les confesaré que lo que más me preocupa en este contexto beligerante es la creciente demonización de la simpática cebolla: un ingrediente inocente y sin tacha que jamás mereció tanto maltrato.
Yo no sabría cocinar sin cebollas. Hay pocos platos que no la llevan en mi sencillo recetario hogareño: el cocido, la paella, la fabada… Estoy tan apegado a esta planta herbácea bienal perteneciente a la familia de las liláceas que, cuando visito mi verdulería preferida, me las llevo de todas las clases posibles: la dorada de Parma, la rosada de Roscoff (mi favorita), la roja de Tropea, la dulce y primaveral blanca… sin olvidar las cebollitas amarillas (también llamadas francesas), las escalonias o esas elegantes primas que son las chalotas. Y es que cada una tiene su nivel de picor o de dulzor, así como su empleo más adecuado en cocina, ya sea para comerlas crudas, estofadas o como nos de la real gana.
De nombre científico Allium cepa, se trata de un bulbo subterráneo extendido por todo el planeta que viene usándose como ingrediente de cocina y planta medicinal desde hace más de 5 000 años. Originaria del Asia Central, cuenta la leyenda que la cebolla fue determinante –junto con el rábano y el ajo– en la alimentación de los esclavos que construyeron las pirámides egipcias. En tiempos de los faraones, era además una ofrenda muy extendida, como atestiguan algunas pinturas murales. En la Roma imperial se la daban a los gladiadores para infundirles fuerza y coraje. Y, durante la Edad Media, se utilizaba para combatir la peste bubónica.
Con bajo valor calórico y alto contenido en fibra, la cebolla contiene potasio, calcio, flúor y vitaminas A, B1, B2, B6, C y E, que le otorgan unas propiedades salutíferas y antioxidantes bien conocidas ya en tiempos de nuestros antepasados: es un antibiótico natural que reduce los niveles de colesterol y el riesgo de padecimientos cardiovasculares, previniendo la aparición de coágulos en la sangre. En su contra, figuran el mal aliento que causa cuando se ingiere cruda y, sobre todo, esas lágrimas que suele producir en algunos cocineros cuando la cortan. Una reacción enzimáticas, esta, que se debe al sulfóxido de tiopropanal, responsable de no pocos escozores y del molesto efecto lacrimógeno, de aquí aquel viejo dicho castellano: “quien parte cebolla, sin pena llora».
Y, hablando de refranes, Néstor Luján le dedica todo un capítulo a nuestra querida hortaliza en su Como piñones modados (1994), fundamental tratado sobe el refranero popular y su relación con la gastronomía. “Es la cebolla antiquísimo alimento del hombre. Planta originaria de Oriente, ya conocida en la Grecia clásica, esta lilácea triunfó en el Mediterráneo y ha sido la base de mil y un platos de nuestra civilización”, recuerda el maestro. “Pero no crean que su presencia se limita al Mediterráneo. La cebolla anda triunfal en los fogones de la cocina centroeuropea y es la base brillantísima de los platos de paprika húngaros, de los kebassi turcos y de todos los rellenos en este antiguo país. Aparece también la cebolla en la cocina rusa, en la polaca y en la rumana. Es un elemento más que principal, pues, en todas las cocinas civilizadas”.
Y sigue Luján: “Con la cebolla se han hecho desde postres, como la tarta de cebolla, hasta purés como el Soubise, dedicado al célebre e indolente príncipe del siglo XVIII por su cocinero. Añadamos que, para dicho príncipe, el cocinero inventó la Omelette Royale, la reina de todas las tortillas que son y han sido. Una tortilla que, en realidad, eran dos: una, pequeña, rellena de puré de trufas, crestas y riñones de pollo, que rellenaba a su vez a otra hecha con crema doble que se presentaba finalmente envuelta con unas finas lonjas de foie-gras, salpicadas de trufas. Todos los apelativos que en la cocina francesa llevan el nombre de príncipe Soubise tienen, como dulce denominador común, la cebolla”.
Con el genial periodista y gastrónomo barcelonés comparto la devoción, por encima de cualquier preparación encebollada, por la humildísima sopa de cebolla gratinada: un plato digno de los descargadores del antiguo mercado de abastos parisino de Les Halles –hoy desaparecido–, pero también de los señoritos calaveras que tomaban el souper o recena al salir de la ópera en las brasseries abiertas toda la noche alrededor del mercado, compartiendo comedor las más veces con asentadores, camioneros, prostitutas y sus macrós, como nos recuerda la maravillosa comedia Irma la Dulce (Billy Wilder, 1963).
Cuenta Alejandro Dumas en su Diccionario de cocina (1873) que fue el príncipe polaco Stanislas Leszczynsky, a la sazón suegro de Luis XV de Francia, quien popularizó esta reconfortante sopa “muy querida de los cazadores y venerada por los borrachos”. “En uno de los viajes que hacía de Lorena a Versalles, donde iba cada año a visitar a su hija, Leszczynsky se detuvo en una posada en Chalons, donde le fue servida una sopa tan delicada y cuidada que no quiso continuar su camino sin haber aprendido a prepararla”, relata el autor de Los tres mosqueteros. “Arrebujado en su real batín descendió a la cocina y quiso que el cocinero volviera a preparar una sopa ante sus ojos. Ni el humo ni los vapores lacrimógenos de la cebolla pudo distraer su atención. Lo observó todo, tomó buena nota y no se fue hasta haber aprendido a elaborar la sopa”.
La costumbre de rallar un poco de parmesano sobre el bol y poner la sopa a gratinar es posterior y fue iniciada por el restaurante Baratte de Les Halles. Según el poeta Gérad de Nerval, que dio testimonio de ello, “solo los clientes más refinados lo exigían”. Desde entonces, no se concibe este plato sin el queso y el paso imprescindible por el horno.
En la capital francesa, donde tuve la fortuna de residir algunos años antes de que empezara su actual declive, he disfrutado de inolvidables soupes à l’oignon en bistrots para iniciados que no tenían estrellas concedidas por fabricantes de neumáticos ni otros galardones. Además de la irrenunciable sopa, la tradición culinaria gala abunda en platos que ensalzan este producto, tales como las cebollas con uvas pasas de Esmirna de Fernand Point, las cebollas glaseadas de Paul Bocuse, la tarta de cebollas dulces de Michel Guérard, la fondue de cebolla especiada de Alain Ducasse o el curry de cebollitas con patatas de Alain Passard.
Este último gran chef nos recuerda, en su libro Le meilleur du potager (2012), escrito junto a Catherine Delvaux, que el récord mundial de tamaño de una cebolla corresponde a la variedad británica The Kelsae, con un ejemplar que llegó a pesar ocho kilos. El cocinero-propietario de L’Arpège, que también controla huertos en el Loira, me transmitió personalmente su debilidad por la cebolla Roscoff, que según la leyenda se trajo hace tres siglos de Portugal al Hexágono un monje capuchino de Maine para plantarlas en los jardines de su convento en Roscoff. El éxito de esta cebolla rosada se propagó pronto por toda Francia y países cercanos, especialmente el Reino Unido. Desde 2004, existe en Roscoff un museo de la cebolla y, desde 2009, un consejo regulador de dicha variedad.
En nuestro país, podemos presumir de tener también recetas memorables y variedades de primera fila, como la cebolla Fuentes de Ebro, reconocida por la Comisión Europea como DOP en 2013, con la cual los Hermanos Torres elaboran en su establecimiento triestrellado de Barcelona un plato inolvidable: casco de cebolla con crema de cebolla y tropezones de cebolla en varias texturas. Menos conocidas pero igualmente interesantes son las dulcísimas cebollas beagles que cultiva un puñado de pequeños agricultores del valle del Guadalhorce (Málaga) para el proyecto Calma. Me habló de ellas en una ocasión mi admirado José Carlos Capel, que las aconseja al horno con un simple chorro de AOVE, sal y pimienta.
Pero el plato tradicional celtibérico que más me marcó en mis tiempos de aprendiz de gourmet son esas cebollas rellenas que probé a comienzos de los 90, elaboradas por el mítico Fernando Martín, gran renovador de la cocina asturiana y Premio Nacional de Gastronomía 1989, en el restaurante Raitán de Oviedo. Siempre he querido imitar aquella receta pero nunca me ha salido. Por bocados tan humildes y sencillos como ese, la cebolla merece un lugar entre los ingredientes más nobles del acervo culinario occidental. ¡Y allá disquisiciones sobre su presencia en la tortilla de patatas!