THE OBJECTIVE
Mi yo salvaje

Oda sin bragas

«Las bragas solían evitar que todo tocara ‘eso’ pero ahora, ‘eso’ lo tocaba todo y la sensación era sumamente gustosa»

Oda sin bragas

Oda sin bragas. | Unsplash

Amanda viene de una familia de braga ancha. En su hogar, lleno de mujeres prácticas y sin remilgos, solían clasificarlas en tres categorías: las de estar por casa, las de la regla y las de salir. Un sólido estatuto. Sin embargo, Amanda no pudo resistirse a la fuerte moda del tanga, por lo que las marcas que el elastano dejaba en sus caderas le impedía acomodarse en el buen hacer que aprendió de su madre. Una lástima y una pérdida de la tradición. 

En un día caluroso de verano, por el descuido de los muy ocupados, Amanda se da cuenta al salir de la ducha y apresurarse a vestirse – para no volver a llegar tarde- que no le quedan bragas limpias. Nada, ni una; ni las amplias, ni las que han perdido elasticidad, ni las viejas que se quedaron más suaves, ni el tanga cutre que regalaban con no recuerda qué (y nunca tira «por-si-aca») . Tampoco la de la amiga que un día se duchó en su casa, ni la de la mancha de sangre que no se va ni a tiros. ¿Y las del agujero cada vez más grande? Que no, ni esas. 

Buscó entre calcetines y sujetadores algún tanga ínfimo y escondido que pudiera echarse a la entrepierna, pero nada, ni por esas, todo en el cesto de ropa para lavar. De modo que, decidió salir a la calle con un vestido que eligió rápidamente como alternativa al pantalón que quería llevar. «Así, al menos, no me rozaré el toto» , murmuró. Pero, cuando se subió a la moto se sintió terriblemente indefensa. Reparó de inmediato en ese comportamiento convertido en adjetivo de mujer, buena de las buenas, una concreta: cerrar o cruzar las piernas, salvaguardarse, ocultar el tesoro ansiado, ese que parece que una no encuentra gusto en frecuentar. 

Amanda ahora, sobre la moto, no puede. Las piernas, a cada lado, sostienen la moto en equilibrio y aunque en la conducción intenta que las rodillas se aprieten fuerte a cada lado, el viento ondea su falda y la posición provoca el recuerdo de algunas camas. 

«¿Realmente no llevar bragas podía comprometerla tanto? ¿Por qué se sentía tan vulnerable solo por no usar una prenda de ropa interior?»

Al llegar a los semáforos, Amanda se vio obligada a abrirse aún más. Se preguntó cómo una prenda tan pequeña podía proporcionarle tanta seguridad. Se cabreó. Se cabreó más en el tercer semáforo donde disimuladamente comprobó el nivel de su falda con los dedos. Estaba preocupada por ser vista, por caer y quedar coñi-expuesta; temía que la vieran como una descarada, una provocadora. Le preocupaba que el algodón de su vestido no estuviera del todo limpio y que por el frote le causara una infección. ¿Realmente no llevar bragas podía comprometerla tanto? ¿Por qué se sentía tan vulnerable solo por no usar una prenda de ropa interior? Amanda, se cabreó de nuevo, esta vez con ella misma; decidió dejar de lamentarse y actuar. Decidió observar y sentir. 

Y sintió, ¡ay, que si sintió! Sintió la vibración del motor transmitida por el asiento y el calor que se filtraba a través del tejido negro. Notó cómo la piel de sus piernas rozaba suavemente entre sí al andar o cruzarlas, especialmente en la terraza de un bar. Percibió el tacto del algodón del vestido y la ausencia de presión de la tira posterior del tanga. Se dejó llevar y la invadió una sensación de libertad y diversión.

Y así se pasó el verano, sin encarcelarse entre encajes, elásticos y lazos. El sujetador se sumó a la fiesta, a esta rave estival sin límites de tiempo. Se sintió tan libre de toda causa y objeto que, incluso el día en que un chorro de flujo vaginal comenzó a escurrirse por sus piernas y tuvo que detenerlo con las manos, se sintió más conectada y segura de sí misma que nunca. Se sintió, se sintió, se sintió. 

«La sensación era sumamente gustosa, esa en la que la carne se mueve sin restricciones, en la que el culo se le ondeaba suelto hacia los lados»

El verano pasó rápido y el hábito no perduró en ella. La rutina de vestirlas cada día volvió a tomar el control, hasta que, meses después, el gnomo del desorden jugó fuerte de nuevo en su casa. Octubre, el sol brillaba y de nuevo sin bragas. En sus quehaceres por la ciudad, caminar sin ellas la excitaba. Sentía la carne, mucha; incluso llegó a recorrer más metros de los necesarios para llegar a su destino. ¿Se contoneó? Debe admitir que sí, que sus caderas se movieron con soltura y que sintió que se le afinaba la cintura y se le erguía el pecho. Sintió, sintió, sintió. Andaba por la calle entusiasmada de sentirse libre. Las bragas solían evitar que todo tocara «eso» pero ahora, «eso» lo tocaba todo y la sensación era sumamente gustosa; esa en la que la carne se mueve sin restricciones, en la que el culo se le ondeaba suelto hacia los lados. 

Este vaivén la pone cachonda siempre. Siempre que el desorden la priva de sobriedad. Y era en esos paseos, en esos momentos, cuando anhelaba que el azar la cruzara con Saúl. «Hoy me siento capaz de todo», afirmó cada uno de los días que pisaba su vida algo más ligera de equipaje. 

Así escribe Amanda su oda; una en la que la piel, sometida al algodón, ansía su liberación. Así levanta Amanda la pierna para encajarse entre ellas el sillín, con una cantinela que dice: «coño hay como madre, uno solo en la vida».

Publicidad
MyTO

Crea tu cuenta en The Objective

Mostrar contraseña
Mostrar contraseña

Recupera tu contraseña

Ingresa el correo electrónico con el que te registraste en The Objective

L M M J V S D