El otro día estaba acodado viendo a unos niños jugar al fútbol con toda la dedicación de un jubilado. Esperaba a mi hijo, pero terminé siguiendo los lances del juego con un interés inusitado en un escéptico del fútbol como yo. Vi que, mucho más que los goles, resultaban excitantes, para los niños y para mí, los chutes que se estrellaban en el larguero o en la escuadra (lo máximo) o en alguno de los postes. El chasquido del balón transmitía mucha más épica, porque tenía el mismo merecimiento que un gol, o más, por lo ajustado, y a la vez, por el viril sabor del fracaso. No derrotaba al rival, era un plus y un acicate para la lucha de ambos equipos, que se reanimaba.